Barrios
El Albaicín o el espejismo en ruinas de la belleza
Por detrás de su embrujo, estas célebres calles moriscas granadinas arrastran una larga historia de despropósitos urbanísticos y conflictos entre vecinos y administraciones
Miguel Ángel Ortega Lucas 20/04/2016
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“Somos hijos de nuestro paisaje”, escribía Lawrence Durrell, a cuenta de Alejandría; “nos dicta nuestra conducta e incluso nuestros pensamientos en la medida en que armonizamos con él”.
Es cierto. Toda ciudad es un mundo, todo lugar acaba conformando un enjambre de intimidades en continuo diálogo con su hábitat. Y algunos lugares, algunos sitios concretos, ejercen un influjo aún más poderoso, haciendo respirar a sus habitantes al ritmo que contagia su aire. Como una fiebre dulce imponiendo una sola temperatura.
El milenario barrio del Albaicín, en Granada, es uno de ellos. Alzado sobre una pendiente enfrentada a la colina de la Alhambra y sobre el río Darro, este poblado blanco de cipreses altísimos y calles laberínticas, donde se oye meditar al agua y donde la belleza se siente casi de manera física, como un fantasma atrapado en la reverberación de las paredes, es uno de los lugares más visitados del mundo, más fotografiados del mundo; pero también de los más equívocos, de los menos conocidos, en realidad.
Detrás de su belleza hipnótica, sus habitantes; y detrás de su espejismo (blanco, verde, azul), el reflejo de una lógica contemporánea que combina, de manera fatal, desidia, especulación, picaresca y estupidez. (Y detrás, detrás está la gente, cantaba Serrat.)
¿Quiénes son su gente, sus habitantes; quiénes han sido y siguen siendo los hijos de este paisaje absorto? No son los turistas, evidentemente (aunque éstos sean los elementos vivos más evidentes que uno pueda encontrar); no suelen ser los responsables de los hoteles o restaurantes de lujo; no son siquiera, aunque también lo habiten, los muchachos apátridas que rascan la guitarra en cualquier esquina, las zíngaras de origen remoto que tocan el violín o hacen malabares o bailan por alguna moneda de fortuna.
Detrás está la gente. Sin remontarnos al esplendor nazarí (s. XIII) que alumbró el trazado de la ciudad morisca; mucho más cerca: “Las transformaciones urbanísticas del siglo XIX convirtieron al Albaicín en el contenedor donde se hacinaba la población artesana y proletaria” que acudía a trabajar en las obras del centro urbano, relata Álvaro García en el pasquín Retablo de la devastación [Biblioteca Social Hermanos Quero, 2010]. “En ese contexto se forjaron los lazos sociales que caracterizaron al Albaicín moderno”.
Tras la sublevación militar del 18 de julio de 1936 –la ciudad cayó rápidamente del lado fascista–, el barrio aún resistió durante días la ocupación del ejército: a cuchillo. Aprovechando la orografía del territorio –caótica, estrecha, ventajosa como un monte para quien se defiende desde arriba–, los vecinos aguantaron las barricadas “sin más armas que las navajas y algunas pistolas”. Tras la derrota, se inició “una carnicería prolongada durante toda la Guerra Civil y la década posterior”, por parte de los vencedores, que costó, según Ian Gibson, entre 5.000 y 6.000 ejecuciones en toda la provincia.
“Moralmente quebrantado, castigados muchos de sus vecinos con la muerte, la cárcel o el exilio”, escribe García, “muy pronto se estableció una fuerte corriente de emigración”. Como en tantos lugares de España, muchas familias acudieron a las llamadas casas baratas de la periferia construidas durante el franquismo (en Los Pajaritos, el Zaidín y La Chana, en el caso de Granada). Bastantes, atraídas por la idea de que al girar un grifo saliera efectivamente agua.
Las autoridades
“Fusilaron a la mayoría de los hombres”, corrobora Lola Boloix. “Era el barrio de las viudas, con un montón de hijos cada una, mezclados a veces payos y gitanos”. Y, sí, en la posguerra muchos vecinos empiezan a irse a la periferia; no por gusto sino por las pésimas condiciones de habitabilidad del Albaicín, en absoluto abandono administrativo. La mayoría, “sin dinero para arreglar las casas. Todo el mundo se arrepiente de irse, pero se van”. Una sangría que no se detuvo con los años: “Cuando mi hijo era pequeño se fueron 27 niños de su clase”.
Lola Boloix es desde hace años la portavoz de la Asociación de Vecinos del Bajo Albaicín, la única entidad que en los últimos decenios ha denunciado (confrontado, más bien) de manera ininterrumpida ante las autoridades competentes esa devastación a que alude el documento de A. García. El propio alcalde de la ciudad hasta hace literalmente dos telediarios, José Torres Hurtado –obligado a irse tras ser detenido por su implicación en una trama de corrupción urbanística–, llegó a decir un día a Boloix, con su paternal retranca, que la Asociación era su “única oposición” real. Porque no se han cansado de dirigirse al Consistorio (del PP durante los últimos 13 años, antes del tripartito PSOE-IU-PA) cada vez que los acontecimientos ponían en evidencia la situación del barrio.
¿Cuál era, es, la situación? La Unesco la resumió, en las conclusiones de un seminario llevado a cabo en 1998 en el marco de su Campaña Albayzín 2000+, señalando el “contraste” entre “el rico patrimonio monumental y la escasez de recursos materiales del barrio”, “el difícil problema de la rehabilitación de las viviendas de los más necesitados”, la “insuficiencia de las infraestructuras”, y “la profunda situación de dependencia [administrativa] del exterior, así como de las entidades financieras”.
La distinción del barrio como Patrimonio de la Humanidad por parte de la Unesco en 1994 incluía un plan de rehabilitación, financiado en gran parte con dinero de la UE, acorde con la “armonía” arquitectónica y “la calidad de vida de sus habitantes”. Apenas dos años después, sin embargo, el por entonces director general del organismo, Federico Mayor Zaragoza, ya advertía de la posible retirada de la distinción si no se abordaba tal plan “con decisión” por parte de las administraciones: Junta andaluza y Ayuntamiento.
¿En qué quedó todo esto? Para Lola Boloix, en la rehabilitación, por valor de un millón de euros, del carmen del Aljibe del Rey; que, si en un principio iba a ser la sede que coordinase las actividades del Albaicín como Patrimonio Mundial, hoy acoge la llamada Fundación Agua Granada: con participación empresarial (privada) de Aguas de Barcelona, su presidente (todavía) es… José Torres Hurtado, el hasta ahora alcalde (de ahí para abajo en el organigrama, otros cargos vinculados al PP). Tal fundación es, según su página web, “una organización sin ánimo de lucro con fines de interés general como la preservación del medio ambiente”, “la defensa de la naturaleza”.
La entidad teóricamente encargada de velar por el cumplimiento de aquellos planes de la Unesco, la Agencia Albaicín Granada (antes sólo Agencia Albaicín), dependiente también del Ayuntamiento, indica que el monto de casi 3 millones de euros concedidos por la Comisión Europea al Consistorio para la revitalización del centro histórico fue a parar a “actuaciones en cuatro áreas principales: turismo, universidad, cultura y negocios”. Ninguna mención a la rehabilitación de casas del vecindario o a paliar la “insuficiencia de las infraestructuras” que el Plan Albayzín 2000+ señalaba.
Por su parte, la Empresa Pública de Suelo de Andalucía, dependiente de la Junta, impulsó entre los años 2001 y 2002 (con el Partido Socialista tanto en el gobierno regional como en el granadino) otro proyecto de Rehabilitación Integral que pretendía intervenir en un total de 5.007 viviendas. El plan incluía la pauta de “priorizar que las viviendas vacías” fueran ocupadas a lo largo de una década por gente de bajos recursos, pagando alquileres “de vivienda protegida del Plan Concertado de Vivienda y Suelo” durante ese tiempo, a cambio de la subvención.
Según explica Boloix, se trató de un sistema por el cual sólo se han rehabilitado las casas de aquellos propietarios que pudieron asumir la parte financiera que les tocaba de la obra, ya que la subvención sólo cubría un porcentaje. Los vecinos que sólo tuvieran para cubrir goteras, seguirían igual. Pasado el tiempo, un buen número de esas casas rehabilitadas han acabado siendo apartamentos para turistas. En muchos casos sin licencia, según la Asociación vecinal (en muchos casos, desapareciendo por el camino elementos arquitectónicos de hace ocho siglos, por destrozo o por pillaje).
‘Parque temático’
Existe con cierta frecuencia, entre quienes viven o han vivido de cerca el Albaicín en los últimos tiempos, la puntual sospecha de que éste sólo sea un espejismo, un decorado: una especie de belleza espectral que fuera careciendo sin embargo de verdadero anclaje en la realidad.
El término más utilizado es parque temático. “Una secuencia de represión, emigración y gentrificación ha destruido socialmente el Albaicín en el plazo de tres generaciones”, escribe Álvaro García, “cada vez menos habitado por vecinos y más por los consumidores de la utopía orientalizante y antihistórica que en él se exhibe”. Tal utopía orientalizante sería una “fantasía” que “juega a hacer creer que el Albaicín está exactamente igual desde el Al-Andalus” (un Al-Andalus capitalista y posmoderno de teterías, baños árabes, hoteles de lujo y tiendas). “La más acabada expresión sociológica del aislamiento y la amnesia”, al pretender enterrar la memoria colectiva: esa “elaboración que se iba puliendo en patios de vecinos, tabernas, plazas y talleres”.
“La ciudad-empresa” de Granada “ha descubierto un filón insospechado” en un lugar que “hasta ayer sólo era miserable alojamiento del proletariado”, asevera. “Así, la diferencia del Albaicín”, tan molesta para cierta élite granadina [son famosas las sentencias de cierta concejal, hoy también caída en desgracia, sobre el empedrado para caballos y su imposibilidad de deslizarse por él con tacones], “ha sido finalmente traducida al lenguaje del mercado”. “Sólo podremos disipar el engaño si entendemos que lo que ha sido empujado al terreno de la anomalía es todo lo que en él tenía arraigo, historia y memoria”.
Lo que tenía arraigo, historia y memoria: la gente. Por ejemplo Pepa, anciana vecina de la calle Álamo del Marqués y uno de los últimos daños colaterales de la estrategia especulativa en el Albaicín. Ésta consiste en que el propietario de una casa acuda al Ayuntamiento, pida una inspección técnica del inmueble, y automáticamente éste pase a ser declarado no habitable, peligroso para quien viva allí: generalmente un vecino que lleva allí viviendo durante décadas con alquiler de renta antigua. Al dueño se le exige que haga obras de consolidación del edificio. Pero en muchos casos prefiere no hacerlo: prefiere esperar, dejarlo vacío hasta que la construcción (patrimonio histórico) pueda ser declarada en ruinas, y así poder rehacer toda la casa –también alquilarla o venderla a un precio muy superior.
Entonces, cuenta Lola Boloix con tono de haberlo visto más de dos, más de tres veces, echan a la vecina “y ahí está la mujer, en la calle, llorando, con todos los cacharros en la puerta”. “Le hacen irse porque puede pasar algo, y claro que le pasa: que se muere” al poco tiempo. Como un pajarillo al que hubieran cambiado el aire.
(“Es la ciudad la que deber ser juzgada”, escribía Durrell sobre Alejandría, “aunque seamos sus hijos quienes paguemos el precio”.)
Viene ya de lejos la devastación del Albaicín, y continúa incansable, en esa red tentacular de fatalismo, barbarie e intereses. Y sin embargo resiste, aún resiste. El mirador de San Nicolás puede ser la estampa romántico-folclórica más repetida en los muros de Facebook de medio mundo, pero no deja ser, en las noches calladas, la ciudad de los gitanos que Lorca sabía. Las despedidas de soltero y soltera en busca de tapa, charanga y pandereta resultan la quintaesencia de la caspa, pero cualquier día se encuentra uno a Leonard Cohen, chaqueta al hombro, buscando un aljibe para su sed. Todavía hay farras clandestinas que no puede cerrar nadie. Todavía bailan gitanas de bronce a contraluz, sólo para ellas mismas. Aún titila a veces el espejismo de aquella Andalucía de Antonio Gala, allá donde “los pobres también podían ser felices”. Cuando les dejaban.
“Somos hijos de nuestro paisaje”, escribía Lawrence Durrell, a cuenta de Alejandría; “nos dicta nuestra conducta e incluso nuestros pensamientos en la medida en que armonizamos con él”.
Es cierto. Toda ciudad es un mundo, todo lugar acaba conformando un enjambre de...
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Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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