TRIBUNA
La hipótesis radical-socialista
La conjunción cívico-socialista ampliada podría liderar un ciclo largo de impulso nacional de renovación con los valores y las ambiciones de la vieja familia de radicales y radical-socialistas españoles
Juan Antonio Cordero 20/04/2016
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A finales de 1929, se fundaba en Madrid el Partido Republicano Radical Socialista. En su manifiesto, dirigido “a la democracia republicana española”, la nueva formación se presentaba como el referente de la “izquierda republicana” y jacobina, advertía contra "los caudillajes, ya demagógicos y turbulentos, ya astutos y apicarados, con que tantas veces se ha enturbiado la acción de las democracias” y comprometía su acción hacia la consecución de “una nueva articulación del Estado español [de] base federal” y hacia “la República democrática” y laica, apoyada en “dos postulados esenciales: la soberanía del Parlamento y la eficacia y rapidez de los órganos ejecutivos del Poder". Reforma institucional y profundización democrática, laicidad y regeneración cívica, justicia social, reforma agraria y reivindicación de un socialismo “que pertenece a todos los hombres”, el esbozo de programa radical-socialista recogía sumariamente el catálogo de reivindicaciones que habrían de convertir España en un país socialmente justo y democráticamente avanzado, definitivamente alejado del atraso de la agónica Restauración alfonsina, caciquil y cuartelera.
El partido radical-socialista no es una especificidad española. Como su homólogo francés, que alcanzaría una posición central en la III y IV República gala, el partido español aspiraba a constituir uno de los pilares de la República de 1931. Concretamente su pilar izquierdo, estando el derecho teóricamente cubierto por los radicales de Lerroux y la Derecha Liberal Republicana de Alcalá-Zamora. La formación rad-soc no aparecía de la nada: daba continuidad a las sensibilidades más avanzadas del radicalismo español, aglutinadas desde principios del siglo XX en la Unión Republicana de Salmerón y el primer Partido Republicano Radical. Pero la base social republicana en España era más frágil que en Francia y el espacio electoral de su fracción progresista era más reducido, estaba sometido a mayor presión por parte del socialismo marxista, y su espectro político estaba disperso en pequeñas organizaciones que se sucederían unas a otras sin llegar a consolidarse: el PRRS sería una de ellas, pero conviviría, entre otros, con la Acción Republicana azañista y con el Partido Republicano Demócrata, sin mencionar a otras organizaciones republicanas de ámbito regional; sufriría varias escisiones y sus restos acabarían integrados en la Unión Republicana de Martínez Barrio y la Izquierda Republicana de Azaña. Este último, sin duda el referente principal del espacio radical-socialista (aunque, curiosamente, no procedía ni de la tradición radical ni de la socialista, sino del reformismo accidentalista de Melquíades Álvarez) y el mayor estadista republicano, fue consciente muy pronto de la necesidad de una fuerza política capaz de federar y ensanchar el centro izquierda institucional como motor del progreso y la consolidación democrática de la España republicana, así como de la conveniencia de asociar más estrechamente a ese proyecto a los líderes reformistas (Besteiro, Prieto, De los Ríos) de un PSOE dividido y progresivamente fascinado por la vía insurreccional. No fue, desde luego, el único factor en juego, pero el fracaso de ese empeño azañista tuvo que ver con las crecientes turbulencias y el naufragio de la República, definitivamente condenada (incluso al margen de quién ganase la guerra, según apuntaría amargamente el propio Azaña) tras la sublevación militar fascista de 1936.
Radical-socialismo en Francia y en España
La apuesta radical-socialista resultó más exitosa en Francia. El partido “républicain, radical et radical-socialiste” se fundó allí en 1901, apenas unos años antes que el Partido Republicano Radical español, pero el radicalismo político había constituido ya una eficaz fuerza motriz de la III República francesa, inicialmente dominada por monárquicos y republicanos “moderados” (conservadores), pero que evolucionó progresivamente hacia la izquierda hasta situar a los radical-socialistas en el centro del sistema político. Éstos exhiben con orgullo el título de “plus vieux parti de France”; en España ese honor corresponde al PSOE, fundado en la madrileña “Casa Labra” en 1879. Tras décadas de funcionamiento más o menos precario, el partido del libro y el yunque –hoy del puño y la rosa— era en 1931, junto al sindicato UGT, la organización de masas más potente del país. Algo que lo convirtió, de forma paradójica y un tanto problemática, en el soporte principal de una Segunda República en la que no creía plenamente (o al menos, con la que no todos sus sectores se sentían igualmente comprometidos) y con la que mantuvo una relación ambivalente, por momentos turbulenta. No fue el caso del país vecino, en el que los radical-socialistas consolidaron las instituciones republicanas frente a las distintas fuerzas de la reacción (católicas, monárquicas, regionalistas), lideraron sin discusión el campo progresista frente a un socialismo en ascenso pero de unificación más tardía que en España, e imprimieron su sello reformista con medidas como la generalización de la instrucción pública (1881-1882), la separación Iglesia-Estado (1905), la creación del primer sistema de pensiones obreras y campesinas (1910) o la instauración del impuesto sobre la renta (1914), por citar sólo algunos de sus hitos. El radical-socialismo galo contribuyó a moldear decisivamente una democracia republicana vigorosa, de la que la actual República es largamente heredera, a través de una estrategia combinada de defensa institucional, impulso reformador, flexibilidad táctica para ensanchar la base social e intransigencia para defender los valores republicanos, especialmente la ley común y la común ciudadanía, frente a todas las reacciones, subversiones y particularismos.
Aunque la tradición radical y radical-socialista española produjo algunos dirigentes de notable importancia, como las republicanas feministas Victoria Kent y Clara Campoamor, el catalán Marcelino Domingo o el asturiano Álvaro de Albornoz, su influencia no es comparable a la de sus correligionarios franceses, entre los que destacan figuras tutelares de la República y la izquierda francesa como Jules Ferry, Georges Clemenceau, Jean Moulin o Pierre Mendès-France.
Una nueva fase en la democracia constitucional española
¿Hasta qué punto la actual situación política aconseja volver la mirada hacia el fenómeno radical-socialista? Conviene no abusar de las analogías, ni de las geográficas, aunque sea entre países tan próximos como Francia y España, ni de las históricas, cuya potencia evocadora a veces oscurece más de lo que ilumina. Tras el restablecimiento de la democracia en España en 1977, el radical-socialismo no recuperó la relevancia que sus distintas encarnaciones habían tenido durante la Segunda República, un régimen marcado por la dispersión político-ideológica y la fragilidad de los consensos institucionales. En lugar de ello, el sistema político de la Transición se reconstruyó en torno a un consenso constitucional extremadamente amplio (más que el de 1931) y evolucionó hacia un bipartidismo imperfecto en torno a dos ofertas políticas –la socialdemocracia del PSOE y la derecha unificada y “sin etiquetas” del PP— leales a la Constitución. La rápida combustión de la UCD mostró que no era necesario un partido que encarnara de forma militante el núcleo institucional y de valores de la Constitución. Y tampoco había espacio, en esa configuración, para una tradición política, la radical-socialista, acostumbrada a hacer valer su centralidad minoritaria y su capacidad de interlocución a izquierda y derecha en un contexto fluido, multipartidista y sin grandes mayorías.
El panorama ha cambiado en los últimos años, de forma acelerada a partir de las europeas de 2014 y definitiva tras las últimas elecciones legislativas. El mapa electoral de diciembre marca la superación de una configuración política en la que los dos principales agentes políticos tenían todos los incentivos para, por un lado, construir su identidad y oferta política sobre el rechazo al contrario (“Si tú no vas, ellos vuelven”, en el expresivo lema electoral socialista de 2008), en la certeza de que la derrota de uno supondría la victoria automática del otro; y, por otro, en el recurso sistemático a bisagras de signo conservador y nacionalista para completar las mayorías insuficientes, ante la ausencia de otras fuerzas nacionales numéricamente relevantes.
La erosión del bipartidismo fáctico (ya fuera por la confluencia de crisis económicas, sociales y políticas o por la preferencia del electorado por ofertas políticas más precisas y menos generalistas) y su transición hacia un sistema de partidos más plural, similar al que se observa en otras grandes democracias europeas (como Francia, con la emergencia de una potente extrema derecha; o Alemania, que se dirige hacia un sistema penta o hexapartito) dibuja una situación en la que ninguno de los bloques tradicionales dispone ya de capacidad de construir mayorías estables por sí mismo. Allí donde durante décadas dominaban dos grandes partidos que agrupaban en torno a un 80% de votos y escaños, hoy conviven cuatro fuerzas políticas nacionales que aglutinan el 85% de votos y el 92% de escaños del Congreso.
Se trata de un sistema de partidos complejo (al que habría que añadir otras fuerzas minoritarias) y atravesado por diversas fracturas, algunas de ellas inéditas en España. Los partidos tradicionales siguen siendo mayoritarios y liderando (ajustadamente en el caso del PSOE) sus respectivos campos, pero su dominio está lejos de ser abrumador (213 escaños frente a 109). Las fuerzas del centro y la derecha (163) son parejas a las del centro-izquierda (159, y 161 si se incluye a IU). Las fuerzas más centrales (PSOE y C's) se encuentran en minoría frente a las más excéntricas (130 frente a 192). Y en lo que constituye un síntoma de la especificidad del momento político español, el claro dominio de las fuerzas que respaldan el Pacto Constitucional (253 diputados) coexiste con una amplia mayoría de fuerzas partidarias de reformar su articulado (199 diputados). Va a hacer falta, pues, más cintura de la habitual en otros momentos para llegar a acuerdos, cimentar gobiernos y afrontar los retos colectivos, tanto específicos como europeos y globales, que se le empiezan a acumular a una sociedad española en transformación.
Una cintura y una capacidad de sobreponerse a la dictadura de lo “inmediático”, por retomar el feliz neologismo de Felipe González, que brillan dramáticamente por su ausencia en los últimos meses. La clase política, tanto la tradicional como la ‘emergente’, sigue excesivamente condicionada por unos vicios y unos reflejos heredados que funcionaron razonablemente bien o al menos parecieron inocuos en las últimas décadas, pero que han dejado de ser operativos. La parálisis institucional en que se ha sumergido el país tras las elecciones revela el grado de desorientación de unos dirigentes que carecen de imaginación o referencias para abordar una situación sin precedentes en la historia democrática contemporánea de España.
Un vistazo superficial a la actualidad política postelectoral arroja una falsa sensación de frenesí. Se han sucedido las declaraciones grandilocuentes y los donde-dije-digo, las reuniones fallidas y los golpes de efecto, las insinuaciones veladas y las sospechas fundadas, los momentos de pánico y las escenificaciones barrocas; hemos visto aparecer y desaparecer, como conejos de una chistera, vicepresidencias ficticias, ministerios fantasma y mayorías imposibles; han circulado rumores de toda clase seguidos de desmentidos apresurados y movimientos internos aproximadamente soterrados, con estados de ánimo inducidos e intoxicaciones informativas medianamente calculadas. Estamos viendo diseccionar todas las posibilidades aritméticas de formar gobierno, y desfilar casi todos los elementos de una guerra psicológica. Y todo esto es muy divertido, pero una vez descontada la pirotecnia retórica, gestual y mediática, el panorama que ofrece la política española hoy es sustancialmente el mismo que ofrecía el 21 de diciembre.
¿Hacia un nuevo momento radical-socialista?
Con una salvedad: el acuerdo entre los dos partidos más centrales del panorama actual, PSOE y C's. “Centrales”, que no necesariamente “centristas”, como atinadamente distinguía Pablo Manuel Iglesias; la centralidad reside en su inédita capacidad conjunta de interlocución con los demás grandes partidos del país, ya sean Podemos, IU o PP.
No cabe exagerar el alcance ni las bondades del acuerdo firmado ni de la fallida investidura a la que dio lugar. El prolijo documento que sustancia el acuerdo se sitúa en los márgenes de la socialdemocracia reformista, contiene numerosas medidas y reformas positivas –como se han visto obligados a señalar incluso sus adversarios políticos—, muchos planteamientos sensatos y algunos discutibles; pero no puede evitar, en general, el aire “catch-all” de un programa electoral al uso, de esos que se escriben para agradar sin comprometerse y, sobre todo, “para no cumplirse”, según el cínico aforismo de Tierno. El discurso de Sánchez en el debate de investidura, aunque correcto en términos convencionales, careció de la profundidad y la altura de miras que exigía la ocasión. Y se pueden añadir más prevenciones. En un momento político dominado por el cortísimo plazo, es complicado discernir cuánto de “El Abrazo” se debe a una apuesta estratégica sólida, sostenida en el tiempo, y cuánto responde a una maniobra doblemente oportunista, de mera visibilización política para C’s tras un resultado electoral que privó a los naranjas de un papel decisivo, y de pura supervivencia política para un Sánchez cuestionado como líder del PSOE. Más aún a la luz de la errática, y por momentos contradictoria, secuencia de negociaciones, reuniones y pronunciamientos que Pedro Sánchez está imponiendo al Partido Socialista, en la que cuesta distinguir un hilo conductor más allá de su obvia pretensión de liderar el gobierno... ¿cualquier gobierno?
Todo esto es cierto. Como lo es también que la marcada volatilidad actual de la política española, tanto en lo que se refiere a las relaciones entre partidos como a los equilibrios internos de cada gran formación, obliga a ser escépticos sobre la vigencia y el alcance de la conjunción cívico-socialista, o socialista y cívica, sellada en febrero. Sobre todo, una vez que el intento de investidura de Sánchez, tal y como estaba previsto, fuera derrotado en el Congreso por la “mayoría negativa” del PP y Podemos, presto a tumbar cualquier (otro) gobierno pero incapaz de sostener uno propio.
Estas limitaciones son relevantes, pero no oscurecen el hecho de que la conjunción C's-PSOE, presentada en sociedad el 24 de febrero, escenificada por primera vez en las Cortes el 2 de marzo y ratificada posteriormente en diversas reuniones y declaraciones, constituye un acuerdo inédito entre dos grandes partidos nacionales con pretensión mayoritaria, coherente para ambos, que podría abrir una etapa nueva en la política española. Es un acuerdo coherente para el PSOE, que reencuentra con él su vocación de vector de progreso y modernización que ejerció en solitario en sus mejores épocas. Y pese a la ambigüedad ideológica que ha cultivado en algunos momentos, es también un acuerdo coherente para el partido naranja, que reencuentra el espacio propio “entre el socialismo democrático y el liberalismo progresista” que reivindican sus primeros documentos ideológicos.
La entente entre socialistas y ciudadanos dibuja una fuerza política potencial con 130 escaños y el respaldo de más de 9 millones de españoles. Ello la convierte en la virtual primera fuerza del país, por delante de un PP que ha renunciado definitivamente a liderar la transformación del país y sólo aspira, al parecer, a dirigirlo por descarte. En consecuencia, si consigue armarse un gobierno, correspondería, en buena lógica parlamentaria y bajo la regla del “pacta sunt servanda”, a la actual conjunción socialista-cívica su dirección conjunta, visto que ningún otro grupo de fuerzas puede aportar más de sus 130 diputados a una hipotética mayoría parlamentaria. Y si, como parece, la “mayoría negativa” conservadora-podemista mantiene su bloqueo, las nuevas elecciones de junio llevarán a los españoles a valorar la principal novedad política de la fallida XI legislatura, que es el acuerdo cívico-socialista. Un núcleo político inicial a partir del cual socialistas y naranjas podrían construir sus propias ofertas políticas y programas de gobierno.
Una hipótesis de reordenación progresista
Es poco probable que unas nuevas elecciones alteren drásticamente el mapa del 20-D. Pero sí es posible que los españoles premien la iniciativa de concertación con un avance de sus fuerzas integrantes – a condición de que ésta, que sigue siendo el esfuerzo más articulado por traducir institucionalmente el mandato democrático del 20-D, no sea repudiada sino plenamente asumida--. Un revulsivo así podría acabar de convertir la conjunción cívico-socialista en una fuerza no sólo central, sino también en un motor de progreso y modernización similar al que fue el socialismo renovado de los ochenta.
Para ello, la conjunción tendría que sobrevivir a las presiones exteriores, las pulsiones centrífugas y las tentaciones en sus dos partidos de reemprender estrategias totalmente separadas (hacia Podemos el PSOE, C’s hacia el PP), que irán previsiblemente en aumento en las próximas semanas. No es fácil. Pero si superase estas tensiones, la conjunción debería afirmar su vocación de permanencia, sustanciar sus prioridades políticas a medio y largo plazo y encontrar una articulación orgánica compatible con la identidad y los espacios ideológicos de ambos partidos integrantes. Debería igualmente ampliar su actual perímetro para acoger a las demás sensibilidades progresistas del regeneracionismo español. Por ambos flancos, pero incluyendo en particular a los sectores más reformistas que de momento permanecen, en equilibrio inestable, en la peculiar coalición entre socialdemócratas, anticapitalistas y nacional-populistas que constituye Podemos: el espacio resultante de esa ampliación podría convertirse no sólo en una fuerza central y motriz en la política española de los próximos años, sino también en una mayoría social y política progresista.
Ello permitiría a la conjunción cívico-socialista liderar un ciclo largo de impulso nacional de renovación y consolidación institucional, profundización democrática y restablecimiento de las condiciones de justicia social que requiere esta segunda fase de la democracia constitucional. Este impulso requiere una interlocución fluida con los demás grandes partidos de la escena política española y no puede construirse, por tanto, ni en permanente confrontación con la derecha y el moderantismo español, como pretenden las facciones más arcaizantes de la izquierda española, ni desde luego bajo su diktat, como se sugiere desde los círculos dirigentes del PP. Tampoco de la mano de fuerzas reaccionarias, identitarias o nacional-populistas comprometidas con la voladura o fragmentación de la democracia constitucional española.
En su orientación central, reformista y progresista, y sobre todo en el compromiso institucional y la necesaria combinación de flexibilidad e intransigencia, mestizaje ideológico y firmeza ante las fuerzas adversarias, la conjunción cívico-socialista ampliada renovaría con los valores y las ambiciones de la vieja familia de radicales y radical-socialistas españoles. Los mismos que, hace más de un siglo, con menos fortuna pero idéntica vocación de progreso y emancipación que sus homólogos franceses, en un escenario nacional e internacional mucho más hostil y alejado de sus propios ideales que el contemporáneo, empezaron a dar forma a una España social, inclusiva y moderna, unida y diversa, democrática y federal que entonces se llamaba República y que hoy –y desde hace décadas— es una realidad en permanente construcción, que sigue desplegándose al amparo del Pacto Constitucional y del cauce general europeo por el que discurre la vida política y social española.
Es una hipótesis.
A finales de 1929, se fundaba en Madrid el Partido Republicano Radical Socialista. En su manifiesto, dirigido “a la democracia republicana española”, la nueva formación se presentaba como el referente de la “izquierda republicana” y jacobina, advertía contra "los caudillajes, ya demagógicos y...
Autor >
Juan Antonio Cordero
Juan Antonio Cordero (Barcelona, 1984) es licenciado en Matemáticas, ingeniero de Telecomunicaciones (UPC) y Doctor en Telemática de la École Polytechnique (Francia). Ha investigado y dado clases en École Polytechnique (Francia), la Universidad de Lovaina (UCL, Bélgica) y actualmente es investigador en la Universidad Politécnica de Hong Kong (PolyU). Es autor del libro 'Socialdemocracia republicana' (Montesinos, 2008).
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