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—En resolución —replicó don Quijote—, como quiera que ello sea, esta gente, aunque los llevan, van de por fuerza, y no de su voluntad.
—Así es —dijo Sancho.
—Pues, desa manera —dijo su amo—, aquí encaja la ejecución de mi oficio: desfacer fuerzas y socorrer y acudir a los miserables.
Don Quijote. Cap. XXII. ‘De la libertad que dio don Quijote a muchos desdichados que mal de su grado los llevaban donde no quisieran ir’.
Recordémoslo una vez más: hace ochenta años esos indeseables refugiados, que hoy son una amenaza para la estabilidad de la Unión Europea, éramos nosotros. Se calcula que en febrero de 1939 fueron 475.000 refugiados españoles los que se apretujaban en espera de que nuestra vecina Francia abriera sus fronteras y acogiera una avalancha humana imposible de concebir. Esos españoles huían de la guerra, de los bombardeos que los castigaron durante su marcha y de las represalias de un enemigo que se había mostrado y se seguiría mostrando implacable. Entre ese medio millón de “rouges”, como se los denominó, había hombres, viejos, mujeres y niños que no habían empuñado un arma durante la contienda y que solo buscaban refugio, aterrorizados. Es el terror el que obliga a un ser humano a cargar con sus hijos y cruzar una frontera.
Los centenares de miles de españoles que pasaron El Pertús fueron separados por sexo y confinados en las playas del Rosellón, detrás de alambradas. Durante ese riguroso febrero del 39, murieron 15.000 refugiados españoles, la mayoría de disentería. Más tarde se construirían los barracones que los alojarían en las decenas de campos de concentración del sur de Francia, vendrían los grupos de trabajo voluntarios, el alistamiento en el Ejército francés para algunos, la deportación de 10.000 prisioneros de guerra españoles al campo de Mauthausen, los trabajos forzados bajo Vichy y la mano de obra esclava bajo la ocupación alemana.
Si algo quedó grabado para siempre en la memoria de los adultos y de los niños españoles que sufrieron esa catástrofe, fue el recuerdo traumático de verse recluidos, como ganado, detrás de alambradas. De ello queda constancia en los testimonios escritos y orales de los refugiados, en los dibujos de los artistas que vivieron la experiencia y en las obras de los intelectuales que se vieron atrapados en la marea humana de aquella debacle. Siempre reprocharon al país de acogida la falta de humanidad en un trato que dejó en ellos el resentimiento de haber sido víctimas de un confinamiento injusto y humillante. Fueron acogidos en condiciones terribles pero al menos se les dejó cruzar la frontera; una iniciativa que, ochenta años después y ante la vergonzosa política de la Unión Europea, honra al Gobierno francés de Daladier de 1939.
Para esa masa de españoles refugiados la figura del Quijote fue una especie de patrón laico al que apelaron sin cesar. En la defensa del miserable y en el ideal ético del caballero andante, derrotado física pero no moralmente, los exiliados vieron reflejados los valores de fraternidad y justicia republicanos. El exilio, en muchas de sus publicaciones culturales, recurrirá a la figura de Cervantes como referente literario y ejemplo moral. Y tanto intelectuales consagrados como refugiados con afición literaria retomarán las obras y personajes cervantinos entre los símbolos del heroísmo republicano y su defensa de la cultura y la libertad.
Cervantes y el Quijote fueron consuelo y guía para un pueblo desmoralizado en busca de refugio. Muchos exiliados leían a sus hijos el Quijote para señalarles la senda de un idealismo al que no renunciaron y una rectitud moral que querían transmitir. Los ideales, por muy quijotescos que fueran, debían sobreponerse a las derrotas.
Hace un año, en la entrega del Premio Cervantes 2014, Juan Goytisolo se imaginaba al hidalgo manchego “al pie de las verjas de Ceuta y Melilla socorriendo a unos inmigrantes cuyo único crimen es su instinto de vida y el ansia de libertad”. Hoy, a cuatrocientos años de la muerte, que a nadie le extrañe que nos imaginemos a un avergonzado Cervantes mandando a su universal personaje a proteger a niños del lanzamiento de cargas lacrimógenas en Idomeni o a impedir deportaciones en Lesbos. Otros se mostrarán indiferentes pero Don Quijote no permitiría tanta deshonra. Viene siendo hora de retomar el ejemplo del loco caballero.
Javier Campillo. Bibliotecario del Instituto Cervantes de Toulouse.
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Javier Campillo
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