Leila Guerriero / Periodista, autora de "Zona de obras"
"El periodismo es un arte social"
Galo Martín Aparicio 25/05/2016
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Leila Guerriero (Junín, Buenos Aires, 1967) se ha hecho un hueco en el periodismo narrativo “a los codazos” para acabar rematando la faena con una elegante vaselina que prefiere no festejar; Los suicidas del fin del mundo, Frutos extraños, Plano americano, Una historia sencilla, El rastro en los huesos es la autopsia de su meticuloso trabajo de observación en silencio.
Guerriero ve la realidad con una tijera. Con la misma recorta pedazos azarosos de la vida de los otros y escribe, dejando un poso de ella que cuenta cómo mira lo que está pero que muy pocos alcanzan a ver. Sus crónicas se bregan contra la complacencia dejando un rastro de enfermedad, de catástrofe, de amor y/o miedo, que suenan como a punk.
Un género musical que liga con su desobediencia e insolencia –virtudes que aplica a la escritura– a las que adhiere disciplina, comprensión, exigencia –es escritora, pero también editora en la revista Gatopardo–, educación, cortesía y curiosidad. Mucha curiosidad. Mucha. Tanta que desearía inventar una máquina que le transcribiera todo lo que recoge de manera fidedigna su noble grabadora cuando la prende y escucha con atención a su entrevistado.
Los periodistas que padezcan de bovarismo –estado de insatisfacción de una persona, producido por el contraste entre sus ilusiones y la realidad, que suele frustrarlas– quizás encuentren abrigo en el último libro de Leila Guerriero, Zona de obras, una recopilación de textos publicada por Círculo de Tiza. Un corpus de lecturas para aprender a mirar como miran los que saben mirar.
¿Cuándo fue la última vez que obedeció?
Tengo como un tema con la obediencia. No soy nada obediente, pero sí muy disciplinada. Cuando me dan un deadline para una nota la entrego en tiempo y en la forma en la que me la piden. Con lo cual podría decirte que por un lado eso es una forma de obedecer, pero me parece que hasta ahí llega mi obediencia, que es más una cuestión de responsabilidad.
¿Con qué libro sale a la calle últimamente?
Con el El bar de las grandes esperanzas, de un tipo que se llama J. R. Moehringer. Está bien, pero no me está deslumbrando. Pero el libro que en realidad me interesa ahora es la última novela que salió de John Irving –Avenida de los misterios– y que leo en casa, me gusta disfrutarlo sin el barullo de la calle. El otro es El dios salvaje, un libro muy viejo sobre el suicidio.
¿Y qué película recomendaría de las últimas que ha visto?
The end of the tour, me encantó. Trata sobre la entrevista que le hizo Lipsky a David Foster Wallace. Es una película maravillosa porque te permite espiar la conversación entre un periodista y un escritor a través de la relación que tiene ese autor con la escritura. Y todos sabemos cómo terminó Foster Wallace –se ahorcó en el año 2008–. También me gustó mucho la última de Tarantino Los odiosos 8, casi una obra de teatro filmada en un lugar asfixiante, con todas las huellas –locura, vehemencia, ironía y sus diálogos– de su director.
En su último taller sobre periodismo, que ha impartido en Buenos Aires ¿los alumnos sabían a qué libro correspondía la frase “Pueden llamarme Ishmael”?
No. Lamentablemente, no.
Uno escribe como uno que le gusta o para ser mejor que esa persona. Es horrible y egomaníaco, pero funciona así
¿Por qué no leen novelas sus alumnos?
El problema es que no leen nada. La verdad, la explicación que yo tengo es que no tengo explicación. No comprendo que alguien que quiera dedicarse al periodismo escrito no tenga antes la pulsión de leer. El camino lógico es que uno quiere escribir porque ha leído. A uno se le despierta una especie de ambición demencial ridícula y absurda por ser mejor que esas personas que uno ha leído. Entiendo que uno escribe como uno que le gusta o para ser mejor que esa persona a la que uno admira. Es horrible y egomaníaco, pero funciona así. No conozco un solo director de cine –bueno y serio– que no vaya al cine. Esta gente son nerds del cine. Conocen desde el género gore, pasando por el cine clase B coreano, hasta todo. Por eso no comprendo esa relación sin vida con la lectura.
¿Y eso les sucede más a los periodistas jóvenes o a los mayores?
A los talleres que imparto acuden personas de 35 años para adelante. Creo que el periodista de 50 años tiene otro corpus. Quizás se formó de otra manera porque la formación de un periodista más grande se hacía en las redacciones, eran más autodidactas y tenían que hacerse su propio corpus de lecturas, encontrando aquí y allá lo que les podía servir para aprender a contar. El periodista más joven tiende por ahí a estar más formado en una facultad, en una escuela de periodismo, y éstas carecen, por lo que yo sé, de unos buenos planes de lectura. Sí, leen los clásicos: A sangre fría, Hiroshima, etc., pero nomás. El que acude a estos centros asume que ahí le van a dar todo lo que necesita y hay como una especie de falta de curiosidad por ver algo afuera, lo cual también es grave, porque un periodista es alguien curioso (ríe). Bueno, esto es una explicación un poco silvestre, no me hagas mucho caso.
¿Qué significa escribir bien?
Cuando tenés una buena prosa bajo los ojos te das cuenta. Una de las maneras de reconocer algo que está bien escrito es porque a uno que escribe le produce ganas de salir volando a escribir. Es un radar, por lo menos para mí, de detectar la buena prosa. Una prosa que me dé ganas de escribir.
Hay algo punk en la música de los textos que me gustan
¿Un buen texto a qué suena?
A distintas cosas. Por suerte la música del texto, que es algo que a mí me convoca mucho a la lectura, varía de autor a autor. Los hay que suenan como un reggae, como un rock&roll, otros como heavy metal, otros como una sinfonía. Los textos que podría decirte que no me llaman mucho la atención son los equivalentes a una música demasiado cerebral, racional, prolija, contenida. Creo que hay algo punk en la música de los textos que a mí me gustan.
¿Qué fue lo primero que aprendió una vez que sabía que era buena en esto de contar historias?
No sé si uno llega a tener esa idea, por eso me gustó tanto la película The end of the tour, porque creo que explica bien cuál es la relación de alguien con su propia creación. Siempre hay un punto de duda, de encarar un texto y pensar “ahora la voy a cagar, nunca antes pasó, pero ahora seguro”. Después de mucho trabajo el resultado, si lo entrego es porque está, más o menos, a la altura de lo que yo creo que puedo dar y no más que eso.
Aprendí que debo confiar en mis instintos y en la confianza en mí misma, en cuanto al método que tengo para hacer las cosas. Uno sabe cómo encarar las cosas, cómo mirar la realidad, cómo le funciona a uno para traducir todo eso a un texto. También aprendí para seguir desarrollando mi potencial que cada una de las cosas que haga va a tener mi entrega absoluta. Saber que cuando termino un trabajo tiene todo lo que yo pude dar. Una especie como de fe.
Antes de preguntar, ¿qué mira?
No lo tengo tan esquematizado. Antes que nada, cuando voy a hacer la primera pregunta tengo una gran cantidad de información de la persona a la que voy a preguntar. Me fijo mucho en el entorno, en los gestos de la gente, en lo que me dicen los lugares, en lo que me dicen las cosas que hay. Cojo la grabadora y le hablo –igual que Lipsky en The end of the tour– y hago un inventario de lo que veo y escucho y eso me sirve para armar la escena, para generar un desembarco del autor en el lugar, crear un escenario, para leer esa realidad de una manera más rica. Miro, miro, miro y, por supuesto, mientras hablo con la persona no lo hago con la grabadora, pero sí tomo nota mental de todo lo que veo.
¿Es abominable usar la grabadora en una entrevista?
Yo la uso todo el tiempo, no creo estar haciendo algo abominable. Pienso que la grabadora tiene algo muy noble y es que es un artefacto chiquito que no se nota. A mí la grabadora me permite estar completamente concentrada en lo que estoy hablando con esa persona, mirarla a los ojos.
El argumento de García Márquez, que odiaba la grabadora, era que los periodistas la prenden y entonces se desentienden de la conversación. Creo que es un mal argumento. Está en uno que lo que registra la grabadora sea una entrevista suntuosamente buena y para eso necesitas estar muy presente, atento, curioso, no ser intimidante, una cantidad de cosas que uno tiene que hacer cuando entrevista a una persona que no dependen de la grabadora en absoluto.
Dicho esto, hay gente como John Lee y Gay Talese, que trabajan estupendamente bien sin grabadora.
¿Cómo se aprende a mirar?
Leyendo, que me parece básico. Pero también hay un punto cuando uno es periodista que dice “no quiero ser obvio”. Creo que se aprende a mirar mirando cómo miraron los que saben mirar, o sea, leyendo a periodistas que admirás, leyendo con intención, como preguntándote “a ver cómo miró John Lee Anderson la guerra de Siria o cómo miró Gay Talese la relación de los estadounidenses con el sexo o qué vio Susan Orlean en un sujeto que aparentemente era tan anodino como John Laroche para escribir el libro El ladrón de orquídeas. Esa es la manera de aprender a mirar. Mirando cómo miran los otros.
Contar lo simple, la felicidad, son cosas muy difíciles, A mi me gusta, es un desafío
¿Por qué las historias cercanas dan la sensación de que son las más difíciles de escribir?
Sí, no sólo que dé la sensación, es que son difíciles de contar. Martín Caparrós –periodista argentino– siempre dice que todo esto que está haciendo –viajar por todo el mundo mientras escribe libros– es para hacer la crónica más difícil de su vida que va a ser la de la manzana donde él vive. Precisamente por el tema de la mirada. Ver lo que tenés muy cerca y que te parece muy sencillo, hacer que parezca interesante para mucha gente sin deformar la realidad, es muy difícil. Contar lo simple, la felicidad, son dos cosas muy difíciles porque las realidades más llamativas están en lo exótico, en lo conflictivo, en lo sórdido, etc. Los periodistas, sobre todo, tenemos una tendencia a pensar de esa manera. En todo este universo de historias más sencillas las terminamos contando de una manera sensiblera, con fábula, con moraleja, sin ver que allí también hay grandes tensiones narrativas, que son un poco más sutiles, hay que encontrarlas. A mí me gusta, es un desafío interesante.
¿No le da vértigo el hecho de decidir sobre qué escribir y sobre qué no?
Sí, me da mucho vértigo. Un vértigo como solidario al pensar que al escribir una historia voy a privilegiar a alguien y si no lo hago no. Hay un texto en el libro Zona de obras que se llama Esto es África que habla de eso. Por qué decido poner en primer plano la historia de algún niño africano y no de otro y eso termina afectando a su vida para bien, pero no en los otros que quedan sumidos en la sombra, digamos. También me da un vértigo más íntimo y egoísta, que tiene que ver con que el tiempo no es infinito y que en algún momento voy a morir y no me va alcanzar para contar todo lo que me gustaría.
Una vez que da con la historia ¿cómo escoge el cómo contarla? ¿El punto de vista es el Santo Grial del periodista narrativo?
Sí, el punto de vista es como el punto de apoyo. Saber dónde poner la cámara, qué mirar, saber qué es lo que quiero contar para mí es lo fundamental. Hasta que no descubrís eso tu texto tiene cero posibilidades de ser uno sólido y bueno.
¿Qué le gusta más, el uso del yo o la tercera persona del singular?
Excepto cuando son crónicas de viajes, que lo hago en primera persona, casi siempre uso la tercera. Me gusta más, es más elegante, me ayuda a tomar distancia con lo que cuento, me parece más apropiada para contar la historia. Lo que no me gusta es que mi primera persona tape la historia, pero no estoy en contra de la primera persona, eso sería una estupidez. Muchos periodistas y autores en textos autorreferenciales la usan igual que algunos cronistas y me encanta. Esto de la persona uno no lo hace por gusto. Uno lo hace por pensar qué necesita esta historia. Lo que sí escribo casi siempre en primera persona son tanto las conferencias como las columnas de opinión, en ese caso siento que tiene que ser un yo, pero en el sentido de “esto es lo que pienso yo” pero no por estar diciendo una verdad revelada. No soy Moisés bajando con las tablas.
¿Qué es más difícil, dar con la primera o la última frase del texto?
Todas las partes de un texto son importantes. Al contrario de lo que se piensa, yo no creo que haya que empezar por un principio determinado solo porque sea una escena llamativa que capta al lector, eso es innoble. Hay que poner un principio que sea necesario poner y para el final intento varias cosas: que no tenga moraleja, que deje en el lector un regusto, pero bueno, cada texto tiene el final necesario también. No hay una fórmula. El día que uno dé con una fórmula ya está, te dedicas a otra cosa, no a escribir textos.
¿Cómo convence a su jefe de que esa historia es buena?
No me he encontrado con muchos problemas, excepto uno memorable; mi primer libro no lo quería publicar nadie. Era sobre suicidas y todo el mundo decía “Qué horror, nadie va a querer leer eso”. Yo confiaba en la historia, luché y al final se publicó. Otro texto complicado de colocar fue el perfil de una mujer que había envenenado a tres de sus amigas con cianuro. Yo, en su momento, la propuse en todos lados. Mi editora de la revista Paula de Chile me preguntó “Bueno, y ¿la mujer confiesa que mató a esas mujeres?” Yo le dije que no, obvio. Lo primero que te dice una persona que pagó lo que hizo con cárcel al salir es que es inocente. Entonces mi editora me dijo que no. Le dije que la historia valía igual, que ella era una psicópata de manual, que el texto no va a necesitar de la confesión para que sea interesante. Pero nada. Entonces lo ofrecí en Gatopardo y hasta el día de hoy es una nota que voy por ahí y aún hoy me la recuerdan –Tres tristes tazas de té, se titula la nota–. Cuando la leyó mi editora de la revista Paula se arrepintió mucho de no haber sido ella quien la publicó. No era un premio Nobel la nota, pero era una historia que le hubiera gustado tener en la revista. Realmente cuando lees la nota no te queda ninguna duda de que la tipa hizo lo que hizo; por su comportamiento, por su manera de relacionarse ella misma con su mundo, con su marido ciego... Luego, salvo en casos así de puntuales, la verdad es que yo he tenido suerte y los editores no solo me han dejado hacer cosas bastante enloquecidas, sino que me las han pedido y yo me he sentido primero aterrada y después a gusto con esos encargos.
¿Es usted más dura como editora –de la revista Gatopardo– que sus editores?
Habría que preguntarle a la gente que edito. No podría definir mi trato con los autores como editora más que como felicidad total. Me da mucha felicidad editar, me gusta mucho. Tengo buena relación con los autores. A lo mejor soy eso que se llama exigente, pero dura, en términos de decir ese texto es una porquería, eso no. Jamás lo haría. En principio, si yo encargo un texto a alguien es porque asumo que ese texto va a estar bien o lo podremos trabajar en conjunto para mejorarlo. Un trabajo de edición consiste en trabajar con un texto con el autor para sacarle lo más que se pueda para que brille el autor y el texto. Raramente me ha pasado que un texto me haya parecido una porquería. Y si me llegara no lo diría de esa forma. Cuando una persona entrega un trabajo confía en que ese trabajo es lo mejor que ha podido dar o si no, no lo muestra.
¿El arte del periodismo narrativo es hacer de una persona común una persona extraordinaria gracias al cómo lo cuenta?
Estaría mal que uno tuviera el objetivo de transformar una persona ordinaria en una extraordinaria. Uno no tiene que transformar a nadie en lo que no es para hacer periodismo narrativo o de noticias. Lo que sí tiene que ser consciente es de que va a poner a esa persona o esas circunstancias bajo un foco que va a resaltar su singularidad. Si una persona no tiene ninguna singularidad no la puedo transformar en Julio César.
¿El cómo se escribe lo valora el lector o se debe ir en contra del público, como dice Martín Caparrós?
Uno no tiene que ser complaciente con los lectores. Si uno piensa en un lector lo haría en uno inteligente, con capacidad de entender por contexto, con una serie de herramientas, no en un estúpido imberbe. Pero no sé si hay que escribir con esa idea, en contra de. Sí me gusta esa idea de ir a contracorriente, que subyace en eso que dice Martín.
Pero también te digo que cuando escribo pongo mucha atención en que la prosa sea una especie de cristal muy nítido, de cosa transparente, que sea claro para el lector. Si es enredado, confuso y oscuro para mí nunca voy a conseguir ser capaz de explicarle esto a una persona que no sea yo misma. En esos términos yo sí pienso en el lector. Me gusta que un lector que lee uno de mis textos no tiene que volver 10 páginas atrás para ver de dónde cuernos salió este personaje que aparece en la página 15 que ya ni me acordaba quién era.
¿Para qué sirve contar lo que se ve que está pero que nadie ve?
Muchas de las cuestiones de las que hablamos los periodistas no serían visibles si no estuviéramos ahí machacando con esa cosa. Cuestiones que están en primer plano porque el periodismo tiene esta tarea de ser un arte social. De poner bajo el foco temas que de otra manera estarían ocultos. Hay una frase de un director de La Repubblica de Italia que dice “El periodismo es gente que le cuenta a la gente lo que le pasa a la gente” y yo estoy de acuerdo con eso, pero me parece que uno a eso tiene que aportarle esta mirada que no sea complaciente, que no sea un mirada que ofrezca todas las respuestas, sino que genere más dudas. Y yo creo que para eso sirve, para generar dudas, para ayudar a pensar, para pensar en cosas que uno no pensaría, a los que uno no les dedicaría ni un minuto de tiempo de otra manera.
“El rudo oficio de las distancias largas” –dedicatoria a su padre en Zona de obras–. ¿Es el periodismo más difícil de practicar en este momento en el que prima la inmediatez?
Eso siempre ha primado. A mí toda la vida me han dicho que al texto le sobran dos páginas (ríe). Creo que el lugar uno se lo tiene que ganar a los codazos. En la época en la que Martín Caparrós publicaba sus ‘Crónicas de Fin de siglo’ en Página 30 que tomaban muchísimas páginas de la revista también se creía que nadie leía esas notas, que se terminaron ganando el Premio Rey de España. Me parece que es una tarea individual, que lo contrario es resignarse y contribuir a la decadencia de un oficio supernoble. Por otra parte, lo largo no es bueno de por sí. La inmediatez ha producido una frivolidad, una pérdida de rumbo en algunos medios los cuales privilegian todo sobre la calidad, sobre el chequeo de datos.
El prejuicio te ciega, no te permite ver cosas que están ahí y que a lo mejor son más maravillosas
En una entrevista que le hizo Ramón Lobo en la revista JotDown usted dijo: “Ir a la realidad a confirmar un prejuicio” ¿es una pérdida de tiempo o una insensatez?
Si yo voy a ver un tipo convencida de que es un genio probablemente termine viendo eso, un genio, aunque el tipo tenga otro montón de facetas interesantes, oscuras y perversas, no tanto para contar. Si voy convencida de que es un perfecto idiota y resulta ser brillante voy a salir de allí convencida de que es un perfecto idiota. Hay que tratar de desaprender cuando se entrevista a una persona. El prejuicio te ciega, no te permite ver cosas que están ahí y que a lo mejor son más maravillosas que las que vos prejuiciosamente te imaginaste que ibas a encontrar.
¿Cuándo dejaron de ser invisibles los periodistas?
Siempre ha habido periodistas invisibles y visibles, siempre ha habido gente más preocupada por sí misma que por la historia. Y eso me parece como un venenito en el corazón del oficio, gente que porque piensa que dice “yo vi”, “a mí me parece…” el texto se va a transformar automáticamente en uno más interesante y a lo mejor lo que pasó es que el texto quedó atrapado en una maraña de yo, yo y yo.
¿Por qué luce más la historia del niño que juega al fútbol descalzo que el que lo hace con botas?
Por esta tendencia que tenemos por las historias más marginales, que poseen un poso de infelicidad y de lucha contra las circunstancias. El punto es no dejar al niño con botas afuera completamente del campo. Creo que ahí se juegan muchas cosas; desde el morbo, hasta cierta convención, nunca discutida, de que eso es más interesante –el niño que juega al fútbol sin botas–, que tiene más aristas narrativas. A la hora de contar una realidad con más carencias, con más precariedad, a uno como narrador le resulta más sencillo porque hay más conflicto. Pero en el fondo también es injusto porque estás mostrando solo un lado del mundo.
¿En qué se diferencia escribir sobre la miseria respecto a la riqueza?
Las dos cosas son complicadas. Primero puedes escribir sobre la miseria y ser un periodista llorón, poco interesante, complaciente, transformar a las víctimas de esa miseria en pobres ángeles, lo que tampoco eso es una mirada interesante. Y podés escribir sobre la riqueza con todo el prejuicio que se tiene de esos mundos. Me parece que hay un punto de dificultad que comparten los dos, pero sin duda, nos falta un poco de ejercicio a la hora de escribir sobre la riqueza, sobre todo a los cronistas latinoamericanos.
¿Es más una pose o es una realidad el auge de la crónica? ¿O lo que ocurre es que hay más cronistas que espacios donde publicar sus crónicas?
Por un lado es un fenómeno, pero de nicho. La gente no se abalanza en las librerías sobre los libros de crónica, ni sale volando a la esquina a comprar el último número de la revista Gatopardo. Los espacios de publicación medio siguen siendo pocos, escuetos, pero sí hay más cronistas, sí hay una generación de gente que se ha formado leyendo a Caparrós, Villoro, Alma Guillermoprieto, etc. y que aspiran a hacer lo que hicieron ellos. Hay revistas que se han transformado en lugares de publicación aspiracional para esas personas: Etiqueta Negra, Gatopardo, Soho, Anfibia, etc. Para nosotros es un cambio fuerte, pero eso no creo que derrame muchísimo. Sí creo que hay más voluntad de muchos jóvenes que quieren hacerlo. Y todo eso, necesariamente, va a producir algún tipo de impacto: estos jóvenes abrirán sus revistas, serán editores, así como ellos quieren escribir comprenderán que hay otros que también quieren hacerlo y propiciarán la publicación de esos textos.
El género de la crónica en España ha sido un poco abandonado
¿Cómo ve el género de la crónica en España si lo compara con países como Argentina, Chile, Perú, Colombia y México?
En este momento lo que llamamos crónica tiene acá, de este lado del charco, dentro de los pocos espacios que hay, más espacio, y entonces me parece que hay un ejercicio más extendido. A veces me cuesta encontrar un periodista en España que entienda cuáles son los parámetros que yo necesito para un texto en Gatopardo, suponte. Eso no quiere decir que no sean buenos los periodistas españoles. Lo que digo es que me parece que el género de la crónica en España ha sido un poco abandonado. Tienen otras cosas que son estupendas; los mejores columnistas del mundo, incluso históricamente un tipo como Julio Camba es un lujo, yo estaría orgullosa si fuera argentino.
Sí me parece que desde España se mira con atención lo que se está haciendo acá, en Latinoamérica. Hay una apetencia que se puede observar, por ejemplo, en el El País Semanal, donde aparecen textos más largos, musculosos, con un trabajo en el texto que supera la corrección, que va más allá de lo correcto.
A pesar de que escribe sobre otros, ¿cuánto hay de usted en cada uno de sus textos?
Todo. Eso que te contaba de que la historia esté por delante de lo que uno es o de lo que uno piensa es muy importante. Uno está desde el principio, desde el momento en el que se elige el tema. Ese recorte que se hace de la realidad es uno. Es la edición después de un texto, qué poner, qué dejar, qué sacar, es uno. Entonces me parece que todo lo que uno va escribiendo, si se mira en su conjunto, es una manera de decir algo sobre uno mismo.
Si existiera la objetividad todos los textos serían iguales
Si tuviera la licencia de inventar en su oficio ¿se inventaría la objetividad?
Me parece que sería una pérdida de tiempo. Si existiera algo como la objetividad creo que lo que empezaría a pasar es que todos los textos serían iguales. Todo el mundo miraría lo mismo. La objetividad es esa cosa que dice que esto es marrón y es marrón para todo el mundo. Eso está muy bien y también tiene que estar en los textos, el dato duro es el dato duro.
¿Qué es lo más tedioso de su trabajo?
Desgrabar. Luego lo que sí inventaría sería una maquinita que transcribiera todo lo que grabo de manera fidedigna. Y pienso que me haría millonaria, a todos los periodistas les podría vender una.
¿Qué es más, aparte de curiosa?
Desobediente, insolente, cortés, educada. Le doy gran valor a ese tipo de cosas; la cortesía, la educación, a pesar de la desobediencia y la insolencia, que prefiero aplicarlas a la escritura.
¿Qué ha detectado últimamente su radar?
Varias historias, pero nunca hablo sobre lo que estoy trabajando. Si lo cuento, no siento la necesidad de escribirlo.
Leila Guerriero (Junín, Buenos Aires, 1967) se ha hecho un hueco en el periodismo narrativo “a los codazos” para acabar rematando la faena con una elegante vaselina que prefiere no festejar; Los suicidas del fin del mundo, Frutos extraños, Plano americano, Una historia sencilla, El rastro en los huesos...
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