reportaje
Polonia, el penúltimo bochorno de la UE
Como en otros países del exbloque soviético, los polacos han pasado de la fe comunista al miedo al otro, y del brillo cegador del mercado libre a la búsqueda de un patriotismo que les ampare
Gorka Castillo Varsovia, Enviado Especial , 3/06/2016
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Muranow es el barrio de Varsovia con mayor proyección. Es algo más que el símbolo de la nueva Polonia, un país que muestra el músculo de su moneda, el zloty, como una de las tantas paradojas que componen su destino. La más visible descansa en el piso 50 del imponente Warsaw Spire, una modernísima torre acristalada que el Gobierno levantó cerca de los vestigios del gueto judío para mostrar su energía financiera y su confianza en el porvenir. Ahí está la sede central de la policía de fronteras de la Unión Europea, Frontex, el organismo que vigila la llegada de inmigrantes a Europa. Pero Frontex no tiene aquí excesivo trabajo. Pese a que Polonia tiene un amplísimo perímetro fronterizo con tres Estados extracomunitarios --Ucrania, Bielorrusia y el enclave ruso de Kaliningrado--, no hay casi refugiados y el número de migrantes llega por los pelos al 2% de su población total.
En términos demográficos, Polonia es el país más homogéneo de la Unión. También es la última vergüenza de la UE. El 1 de marzo, Bruselas dio un paso al frente al lanzar un ultimátum a Polonia: si en dos semanas su Gobierno no cumple los requerimientos de la Comisión Europea sobre su dudosa reforma del Tribunal Constitucional, el Ejecutivo comunitario podría seguir hacia adelante con un proceso sancionador que podría suponer que el país pierda el derecho de voto en el Consejo Europeo.
Varsovia abandera la rebelión del grupo de Visegrado contra la decisión comunitaria de repartirse 120.000 refugiados que malviven en Grecia y los Balcanes. Les correspondía acoger a 7.500, pero el atentado yihadista de Bruselas permitió frenar cualquier decisión humanitaria. Armó de razones al Gobierno ultranacionalista del Partido Ley y Justicia (PiS) del estratega Jarosław Kaczynski para convertir el compromiso adquirido en papel mojado. Las razones fueron de seguridad, pero los motivos que misteriosamente calaron en algunos polacos fueron otros. “Se difundió un rumor, interesadamente o no, de que muchos de los refugiados están infectados, de que son portadores de enfermedades. Esa visión bárbara aún existe”, explica Waldemar Kiendzinski, un profesor de idiomas de 49 años con un conocimiento preciso de la historia de Polonia. Lo absurdo de todo es que ese bulo es hoy moneda de curso legal para mucha gente.
Kiendzinski no piensa, sin embargo, que el Gobierno manipule a la opinión pública con mensajes aterradores sobre una hipotética invasión árabe. Ni siquiera que utilice los canales públicos de comunicación para difundir un ideario ultracatólico y excluyente. “La prueba es que hay dos series turcas que se emiten en horario de máxima audiencia en la televisión pública. Una de ellas es una apología de la grandeza que alcanzó el Imperio Otomano”. Para este profesor, que reconoce con cierto pesar su orfandad política en el escueto mercado electoral polaco, “hoy vivimos las consecuencias de una herencia realmente esquizoide: nuestra convulsa relación con Rusia y Alemania a lo largo de los siglos”.
En la última década, Polonia ha sido gobernada por dos partidos derechistas: la Plataforma Cívica del actual presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk, y el PiS de los gemelos Kaczynski. Lech murió en 2010, cuando era presidente del país, en un accidente de aviación en Smolenks, Rusia, adonde se dirigía para honrar la memoria de 12.000 polacos asesinados por Stalin en 1940. Aquella tragedia fue transformada por el Gobierno en una fábula repleta de conspiraciones orquestadas por Moscú, siempre al acecho, pero que ha terminado cuajando en buena parte de la psique colectiva. El resultado fue que el otro Kaczynski, Jaroslaw, ganó años después las elecciones generales con el 37% de los sufragios. “Otra consecuencia es que la izquierda es hoy testimonial, casi inexistente”, indica Kiendzinski que, sin embargo, no olvida la capacidad mostrada en los últimos meses por el Comité de Defensa de la Democracia (KOD) para movilizar a miles de personas en contra de la política conservadora y restrictiva del PiS.
Jakub Urbanik, abogado y profesor de Derecho en la Universidad de Varsovia, nació hace 49 años en la capital. Sentado en la terraza de un café de la céntrica Plaza de la Constitución, el nudo gordiano de los fastuosos desfiles militares del régimen comunista que Władysław Gomułka y sus sucesores organizaron hasta 1989, Urbanik explica su preocupación por el recorte de libertades que el Gobierno conservador del PiS aplica como un rodillo sin que nada ni nadie le haga oposición. “Ni siquiera el Tribunal Constitucional. Cada sentencia sobre la vulneración de libertades de las nuevas leyes es calificada de opinión para descalificar las decisiones del tribunal. A fin de cuentas, dicen en el Gobierno, ¿quiénes son unos jueces para cuestionar una ley que emana del Sejm (el Parlamento). Su objetivo final es crear salas de justicia popular, como hizo Hitler en Alemania”, afirma con rotundidad.
Urbanik es gay, una orientación sexual denostada por el Ejecutivo de la primera ministra Beata Szydlo, una peonza de Kaczynski que se trabajó su carrera política en las cañerías del partido, primero como tesorera y el pasado año dirigiendo la exitosa campaña presidencial de Andrzej Duda. Nacida en Oświęcim, la antigua Auschwitz, hace 53 años, Szydlo abandera el principio sagrado de que la familia, Dios y la patria caminan de la mano en una Polonia católica que únicamente el PiS es capaz de administrar. Para ella, una incansable trabajadora, el papel de las mujeres debería reducirse exclusivamente a las tareas del hogar, a la educación familiar y a traer hijos a este mundo gélido que les ha tocado vivir. “Es cierto que el PiS mantiene una estrecha alianza con el sector más conservador de la Iglesia pero no calificaría al Gobierno de ultranacionalista, sino de populista de derecha”, añade este abogado.
“El PiS mantiene una estrecha alianza con el sector más conservador de la Iglesia pero no calificaría al Gobierno de ultranacionalista, sino de populista de derecha”.
Se refiere a sus aclamadas propuestas para subsidiar la natalidad, a sus promesas para bajar la edad de jubilación y a la reducción de la presión tributaria para los contribuyentes con menores ingresos a cambio de incrementar las tasas a los sectores financieros y comerciales que, curiosamente, en Polonia son casi todos alemanes. Urbanik, cuya pareja es “un gallego residente en San Sebastián”, quiso casarse en España, pero el Ayuntamiento de Varsovia le denegó un documento imprescindible para realizar el trámite. El argumento fue que iba contra la Constitución polaca, que en su artículo 18 protege al matrimonio entre el hombre y la mujer. Llevó el caso a los tribunales: “Escándalo homosexual en la Universidad de Varsovia”, tituló el diario más vendido del país. Perdió y recurrió. Volvió a perder. Ahora el asunto, como el de otras cinco parejas homosexuales, está en manos del Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo. En Polonia no hay registro de parejas del mismo sexo.
Y al fondo están los grandes mitos polacos, la eterna conspiración ruso-alemana para repartirse la patria que el PiS rescata de la memoria colectiva con astuta precisión. Cargada de una demagogia nacionalista y religiosa, a veces tan incendiaria que hasta los dirigentes europeos se han visto obligados a recordar a Kaczynski cuáles son los derechos civiles y cuáles son las reglas del juego, el mensaje principal es que Polonia es buena y sólo se defiende de ataques de los poderes del mal. “No se puede olvidar que la transición polaca es muy parecida a la que hubo en España. Hay cargos públicos del PiS que en su día también ejercieron responsabilidades, o tuvieron una relación directa, con el régimen comunista. Uno de ellos es el responsable de la Comisión de Justicia del Parlamento que fue fiscal en los gobiernos previos a la caída del muro”, advierte Jakub Urbanik a quien le espanta Jaroslaw Kaczynski pero aún más el lenguaje que habitualmente emplea: “Un día calificó a toda la oposición, incluido al colectivo homosexual, como polacos de poca calidad”.
Grzegorz Szymanski, 30 años y filólogo polaco, sabe muy bien de qué habla cuando asegura que un alto porcentaje de la antigua nomenklatura comunista se ha incrustado en la maquinaria estatal para aprovecharse de la democratización y del ingreso en la UE. Szymanski no tiene pelos en la lengua a la hora de mostrar su apoyo al Gobierno en su campaña para desenmascarar a esa élite “nada desdeñable de polacos” que cambió de color para aprovecharse de la nueva realidad económica nacida del colapso soviético. “Mientras Rusia vendió sus compañías estatales a rusos prominentes, en Polonia fueron a parar a manos extranjeras”, dice. Y cita a un poder económico camaleónico, “el Bankster”, el consorcio financiero alemán “que controla en la sombra los contenidos informativos siempre progermánicos difundidos por buena parte de los medios de comunicación polacos”. Aunque confía en la capacidad democrática del país para depurar ese patio, añade con franqueza: “El PiS hace una política a favor de los intereses de los polacos. Lo mismo que hace el Gobierno de Alemania con sus bancos o el de España con sus intereses económicos en América Latina. ¿Por qué a nosotros nos critican tanto?”.
En Polonia, como ocurre en la mayor parte de países que formaron parte del bloque soviético durante 44 años, sus ciudadanos han pasado de la fe comunista al miedo al otro, y del brillo cegador del mercado libre a la búsqueda de un patriotismo que les ampare, incluso con reminiscencias mitológicas. Grzegorz Szymanski dice que en las últimas elecciones votó al PiS “aunque eso no significa que esté de acuerdo con el carácter religioso que ese partido trata de imprimir a la vida colectiva pese a considerarme profundamente católico”.
En Polonia, como ocurre en la mayor parte de países que formaron parte del bloque soviético durante 44 años, sus ciudadanos han pasado de la fe comunista al miedo al otro
En esta tarde primaveral, Szymanski señala algunos de los nuevos edificios emblemáticos que no hacen sino difuminar los contrastes urbanísticos, algunos brutales y obscenos, que muestra Varsovia. Escribe el ensayista rumano Emil Cioran, que “cada uno está encerrado detrás de unos barrotes más o menos visibles”. Los de los polacos oscilan hoy entre el vendaval de su historia y el huracán del porvenir. No muy lejos del melancólico monumento levantado en honor de los héroes del alzamiento contra los nazis, en la Plaza Krasinskich, muy cerca del Warsaw Spire y de Frontex, Grzegorz Szymanski espera el tranvía para regresar a su casa. “La II Guerra Mundial fue una desgracia y el comunismo sólo nos trajo una penuria atroz, pero hoy Polonia vive un crecimiento económico potente. Al final, eso es lo importante”, se despide con una sonrisa.
Muranow es el barrio de Varsovia con mayor proyección. Es algo más que el símbolo de la nueva Polonia, un país que muestra el músculo de su moneda, el zloty, como una de las tantas paradojas que componen su destino. La más visible descansa en el piso 50 del imponente Warsaw Spire, una modernísima torre...
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Gorka Castillo
Es reportero todoterreno.
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