Cracovia: martirizada por Hitler y Stalin, feudo de la ultraderecha polaca
Tras haber sufrido la represión nazi y soviética, los habitantes de la ciudad de Juan Pablo II se han convertido en los más fervorosos seguidores del PiS
Gorka Castillo Cracovia, Enviado Especial , 25/05/2016
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Las luces del distrito de Podgórze, el otro barrio judío de Cracovia, el que recibió el fuego de la infamia nazi durante la II Guerra Mundial, anuncian que el turismo mundial ya prepara su desembarco desde la otra orilla del río Vístula. El cielo de Podgórze fue étnicamente depurado por el III Reich pero al menos no devoró los vestigios de las matanzas como le sucedió a Varsovia y Lodz. El gueto de Cracovia quedó congelado el 3 de marzo de 1941 como testimonio de la ignominia: más de 15.000 almas hacinadas en 30 calles, 320 edificios de viviendas, 3.167 habitaciones. Cuatro familias por vivienda y el resto durmiendo al raso. Quedan por doquier restos de la huida final de los nazis ante el asalto soviético: la fábrica en la que el especulador Oskar Schindler ocupó a miles de judíos a cambio de escapar del crematorio de Auschwitz-Birkenau, un hermoso zapato de mujer incrustado en una ranura, la fachada carcomida por el tiempo de un edificio con las ventanas tapiadas y, al fondo, la Plaza de Bohaterów, la puerta de salida hacia un viaje penoso a la eternidad. Polonia lleva 75 años supurando por aquella herida. El gueto es uno de los lugares más visitados de una ciudad hermosísima pero también muy derechizada y ultracatólica. En Cracovia, sus 750.000 habitantes pueden recibir misa cada cuarto de hora en alguna de las 130 iglesias que ocupan el centro urbano. Un récord inigualable.
Aquí, el Partido Ley y Justicia (PiS) de Jaroslaw Kacscinsky y su gran marioneta, la primera ministra Beata Szydlo, que amasa todo el poder político del país desde el pasado mes de octubre, aplica sin problemas todo un arsenal ideológico. Con un apoyo superior al 65% de la ciudadanía, el PiS comenzó en Cracovia a saldar sus cuentas pendientes con el pasado. Con el uso de una retórica a veces incendiaria, tanto Kacscinsky como Szydlo proclamaron en la gran Plaza del Mercado que en Polonia se desarrolla una guerra “contra el postcomunismo” enraizado en unas élites burocráticas que siguen controlando la vida de los polacos.
Ezbieta Nowakowska, una comerciante, de 45 años, del barrio judío de la ciudad relata el problema que, a su juicio, está produciendo una política ultraconservadora: “Pocos días después de ganar las elecciones de octubre, el Sejm (el Congreso) reformó el Tribunal Constitucional, y el presidente Adrezej Duda tomó juramento, durante la noche, a los nuevos jueces. Los medios de comunicación comenzaron a ser controlados por el Gobierno y los mensajes son cada día más antieuropeístas y cristianos. Escuche la radio”. Ezbieta dice ser una de las pocas personas en Cracovia que es de izquierda “porque la izquierda es inexistente en Polonia. El primer objetivo del PiS cuando llegó al poder en 2005 fue destruir la izquierda”. Ahora forma parte del Comité de Defensa de la Democracia (KOD) que cada sábado, haga sol o nieve, reúne a cientos de seguidores, hostigados por la policía, que salen a las calles de las principales ciudades del país en defensa de la democracia. “Lo peor de todo es que la sociedad cree cada vez más a Kacscinky”, añade.
Contradictoria esta hermosa Polonia desbordada por los mitos, que lo mismo enarbola la bandera del orgullo frente a los dos mundos que le aplastaron en el siglo XX, el alemán y el ruso, que abandona en el cuarto de sombras de su memoria su Constitución de 1791, la primera de corte democrático que se redactó en Europa. El actual drama polaco emerge de la presión asfixiante de las fuerzas conservadoras, siempre profundamente católicas, que bebieron de los dogmas opusianos difundidos por su ciudadano más admirado, Karol Wojtila, el papa de Wadowice, un pequeño pueblo a 50 kilómetros de Cracovia, empeñado durante años en que las autoridades del Voivodato borraran cualquier recuerdo del pasado socialista, incluida la memoria y los monumentos a los polacos que ayudaron a liberar la ciudad del yugo nazi. Para esas fuerzas, hoy hegemónicas sin discusión en buena parte del país, Polonia camina de la mano de Dios.
Basta con caminar por las calles de Cracovia un día por la mañana. Un soleado miércoles de mayo. En la pared del antiguo edificio de la tenebrosa policía secreta del régimen hay un ramo de flores recién cortadas y sobre ellas una inscripción anónima en la que puede leerse en polaco: “A 14 estudiantes asesinados por los comunistas”. Una mujer, con un suéter azul y el pelo rubio recogido con una goma, mira la estela. Tiene el rostro muy serio y pocas ganas de hablar. “Los soviéticos estuvieron 44 años, los nazis sólo seis”, masculla en inglés.
La madre Polonia siempre es buena. Lo fue cuando los nazis llegaron a Cracovia en 1941 y lo es ahora que gobierna el PiS. A Ezbieta Nowakowska le molesta un poco la exaltación del dolor que hace el Gobierno del pasado. Le enoja el recorrido “martirológico” del Holocausto que comienza en el gueto de Podgórze y concluye 50 kilómetros al este, en Auschwitz u Oswiecim, que es cómo la conocen los polacos. Le irrita el nuevo delito de “mentira histórica” instaurado por Kacscinky si alguien vuelve a recordar “los campos de concentración polacos”. No fueron polacos, fueron nazis, “ni siquiera alemanes”, dice. Hay una fractura social en Polonia pero ¿hasta dónde llegará esta confrontación? La señora Nowakowska, rubia, flaca y resuelta, aún no lo sabe.
Las luces del distrito de Podgórze, el otro barrio judío de Cracovia, el que recibió el fuego de la infamia nazi durante la II Guerra Mundial, anuncian que el turismo mundial ya prepara su desembarco desde la otra orilla del río Vístula. El cielo de Podgórze fue étnicamente depurado por el III Reich pero...
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Gorka Castillo
Es reportero todoterreno.
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