TRIBUNA
Un Gobierno en funciones y un Estado que no funciona… ¿Y el Rey?
El jefe del Estado “arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones”. Ante la crisis institucional, acaso deba hacerlo de un modo más conectado con la ciudadanía, harta de estar harta
Jesús López-Medel 28/09/2016
Felipe VI
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En los cuarenta años desde la Transición y casi treinta y ocho de democracia constitucional, es éste, sin duda (tras el golpe de Estado el 23 de febrero de 1981), el momento más intenso de crisis institucional. Es la manifestación de una deformación degenerativa creciente que están, al mismo tiempo, activando y sufriendo de modo extensible, casi sistémico, los ocupantes de las instituciones del Estado. Y ello está produciendo una amplia desafección de los ciudadanos respecto a la “res pública”.
La parálisis en la incapacidad de elegir un candidato a presidente del Gobierno durante casi un año está revelando una nulidad de la clase política dirigente para abordar con un mínimo de generosidad la primacía de los intereses generales sobre los partidistas. Hace mucho tiempo es grande el descrédito de los que se dedican a la que en otras etapas ha sido una actividad algo más noble o menos degradada. Y lo malo es que parece que no han aprendido ni, lo que es peor, tienen interés en que deje de afectar ese desprestigio a las instituciones.
Es inconcebible no sólo la larguísima situación de interinidad sino también la extensión indebida que está generando una grave crisis institucional, haciendo que lo que es un Gobierno en funciones se convierta en todo un Estado sin funcionamiento, paralizado y sin pulso más allá de las intrigas.
Una cosa es la limitación de un Gobierno en funciones, según la ley, para evitar que tome decisiones que puedan ser hipotecas para un futuro gobierno, y otra que este haya pretendido indebidamente extender esta limitación legal a otras instituciones como son las Cortes Generales, que son las únicas que tiene una legitimidad democrática directa.
Olvida el Ejecutivo que España es constitucionalmente un sistema de “monarquía parlamentaria” y no presidencialista y no hay sometimiento alguno del Parlamento al Ejecutivo sino al contrario. Y así como es una ley concreta la que establece las limitaciones de este último, ninguna norma en nuestro ordenamiento jurídico establece limitaciones a unas Cortes recién elegidas en orden a sus funciones: ejercitar el control del Gobierno (en lo que este actúa), la potestad legislativa, las aprobaciones de otros mecanismos propios de un Parlamento (proposiciones de ley, no de ley, mociones, preguntas, etc).
Esa situación anómala y de grave crisis institucional ha llegado al Tribunal Constitucional que en lugar de haber resuelto ya estas anomalías, infectado ese órgano por una politización muy grande (que el presidente fuese militante del partido gobernante es sintomático), está demorando la respuesta.
Pero en toda esta ópera bufa hay un personaje importante con actitud algo pasiva y que parece reo de los intereses dilatorios de los partidos. Me refiero al Rey que ante el gravísimo problema institucional que está desazonando a una gran parte de la ciudadanía, no me atrevo a asegurar si está ejerciendo sus funciones de modo activo. Advierto ya que este artículo no es un alegato contra la monarquía sino una reflexión crítica desde las funciones constitucionales que debería ejercer un jefe del Estado.
Indudablemente la responsabilidad de este vodevil es de los dirigentes de los partidos, sobre todo los dos más mayoritarios y de un modo muy especial del presidente del Gobierno cuyos esfuerzos y generosidades en forjar acuerdos han sido y son nulos. Además, es él quien ha extendido esta parálisis indebidamente a las Cortes Generales haciendo que esta haya formulado el 9 de abril ante el T C un conflicto de atribuciones.
Esa demora en resolver lo ya planteado hace seis meses se ha agravado tras la pasada semana, con una actuación procesal dilatoria del Ejecutivo para asegurar el retraso de modo que cuando sea resuelta, previsiblemente en contra del Gobierno (aunque de modo light), no valga ya para nada. Estaríamos ya en otra fase política al estar cada vez más cercano a expirar el plazo de dos meses desde la fallida investidura de Rajoy y a expensas del intento que pueda hacer Pedro Sánchez (si le dejan en su partido...).
Pero esa gran culpabilidad de los dirigentes y los partidos políticos respecto de lo que acontece no impide advertir que el jefe del Estado tiene una función que, acaso, no está ejerciendo de modo claro. Al menos no lo transmite. Cierto es que el Rey tiene poderes muy limitados según la Constitución. Se dice eso de que “reina pero no gobierna” pero diferente de ello es decir “que no gobierna y ni pinta nada”. Las funciones del Rey como jefe del Estado están tasadas en la Constitución y hay muchas de ellas que están constreñidas, sobre todo a lo que es el papel del Parlamento donde radica la representación de la soberanía del pueblo español (y no en el Gobierno).
Llevan tiempo, doctos y aficionados, aludiendo a las facultades del Rey sobre la propuesta de candidato a la investidura. Insisten en el artículo 99 de la Constitución. Y está bien… pero es insuficiente. Mi enfoque es otro precepto más importante y que revela mi reflexión (más que una crítica) acerca de si el Rey está o no cumpliendo adecuadamente no ya sus funciones sino sus obligaciones constitucionales.
Me refiero al artículo 56 que le encomienda como función primordial la que supone que como jefe del Estado “arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones”. Se abre cada vez más paso la estupefacción de que pudiera haber nuevas elecciones en diciembre. El reloj ya está en marcha generando más y más hartazgo, desafectación ciudadana y hartazgo.
Rajoy sólo ha estado buscando tiempo para que los poderes mediáticos, financieros o internos del partido rival doblegasen la resistencia de Pedro Sánchez impidiéndole intentar un gobierno de cambio (que parece va a intentar) o consiguiendo una abstención cuyo precio sería altísimo para el PSOE.
Y el gran beneficiario (por eso deja pasar el tiempo) sería, como lo fue ya antes, el PP. En todo caso, en el calendario sigue pasando y ahí es donde el Rey ha dado, según mi criterio, una cierta carta blanca a los partidos a que hagan lo que quieran y cuando quieran, admitiendo hace ya un mes que todo debía quedar paralizado por las elecciones gallegas y vascas de hace unos días.
Ahí entra la figura del “árbitro” que le asigna la Constitución al jefe del Estado. No abogo, en modo alguno, por ampliar las funciones del monarca sino que el jefe del Estado ejerza las suyas que tiene ya porque se las encomienda la Constitución. Y si esta le atribuye la de “arbitrar y moderar el funcionamiento regular de las instituciones”, puede reflexionarse si está haciendo algo de dejación o si está, ante la grave crisis, ejerciendo un papel arbitral o moderador o si, tal vez, esté interviniendo aún mucho menos que un árbitro inglés de fútbol (que dicen dejan jugar).
La situación es muy anómala a nivel de las instituciones. Es más que “irregular” (por emplear el vocablo del artículo 56) el funcionamiento actual de aquellas. Ante ello, el monarca tiene, sin imponer, el deber de ejercer un papel arbitral y no puramente pasivo como si los partidos políticos estuvieran por encima de él.
En alguna ocasión se ha filtrado desde Casa Real que “el monarca está preocupado por la situación”. Así lo han hecho dos veces, una remitiéndose a un ya muy caducado discurso navideño de 2015 y otra vez recientemente con una simple frase (que se pretendió magnificar) en su intervención en la Asamblea de Naciones Unidas. No es malo que el jefe del Estado deje alguna chiquita señalando su inquietud, pero acaso deberían ser más públicos y más firmes sus llamamientos a los dirigentes de los partidos políticos. Acaso la prudencia no debe suponer que el árbitro no actúe. Acaso deba hacerlo de un modo más conectado con la ciudadanía española, harta ya de estar harta.
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En los cuarenta años desde la Transición y casi treinta y ocho de democracia constitucional, es éste, sin duda (tras el golpe de Estado el 23 de febrero de 1981), el momento más intenso de crisis institucional. Es la manifestación de una deformación degenerativa creciente que están, al mismo tiempo,...
Autor >
Jesús López-Medel
Es abogado del Estado. Autor del Libro “Calidad democrática. Partidos políticos, instituciones contaminadas. 1978-2024” (Ed. Mayo 2024). Ha sido observador de la Organización de Estados Americanos (OEA) y presidente de la Comisión de Derechos Humanos y Democracia de la OSCE.
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