Análisis
Día D17: Trump sigue vivo y encarna ‘el cambio’
Casi un año después de los caucus de Iowa, estas elecciones cada vez se parecen más a la segunda vuelta entre Chirac y Le Pen en 2002. El espacio a la izquierda de Clinton se achica, por momentos, ante la indudable amenaza de una presidencia republicana
Álvaro Guzmán Bastida Nueva York , 24/10/2016
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Dos meses después, tres debates más tarde, la vida sigue igual. Las encuestas —siempre traicioneras— dibujan hoy la misma distancia que antes del primer debate, allá por el mes de septiembre, entre Hillary Clinton y Donald Trump: en torno a seis puntos.
Clinton tiene afianzados en torno a 172 votos electorales, y lleva ventaja en suficientes Estados para llevarse otros 90, lo que le dejaría a las puertas de los 270 necesarios para llegar a la Casa Blanca. De confirmarse esos pronósticos, solo le haría falta imponerse en uno de los diez Estados en los que reina el empate técnico en los sondeos. El gurú de las predicciones electorales, Nate Silver, que clavó la victoria de Obama en 2008, lo tiene claro: Hillary ha ganado la campaña, por lo que es “muy probable” que gane las elecciones. (En el año del Brexit y la victoria del no en el referéndum colombiano eso puede tener un valor relativo: el propio Silver concede que un error demoscópico o un vuelco sin precedentes podría dar la victoria a Trump. Si esto fuera una quiniela, Silver jugaría 1-X) La brecha entre una y otro es considerable, pero sigue estando dentro del margen de error de la mayoría de las encuestas.
Trump lleva rodando a goma desde un par de semanas antes de las convenciones demócrata y republicana, que dejaron el camino abierto para unas presidenciales entre el magnate neoyorquino y la ex (ex, ex, ex) secretaria de Estado. Mucho ha llovido desde el principio del proceso electoral que dirimirá quién será el próximo inquilino de la Casa Blanca. Si en la primavera se hablaba de los problemas que de verdad afectan a los estadounidenses --el elevado coste de la sanidad, la deuda estudiantil o el desmedido poder de sector financiero y cómo atajarlos—, a estas alturas el debate se centra en la personalidad de los candidatos: ¿Es Trump –bufón demagógico e intolerante— digno de ostentar la presidencia? ¿Puede la ‘deshonesta’ Hillary Clinton —que borró decenas de miles de correos electrónicos de un servidor privado cuando dirigía la diplomacia del país— ocupar la Casa Blanca? En suma: las elecciones para elegir al próximo presidente de los Estados Unidos se vienen degradando, progresiva y previsiblemente.
Sirva como prueba el último debate entre Trump y Clinton, celebrado en Las Vegas el diecinueve de octubre: casi nadie pone en duda que Clinton se impuso sin demasiados problemas. Y, sin embargo, el cómo lo hizo resulta determinante: la veterana política derrotó a su rival en el terreno preferido de este. Clinton, que se había presentado como una gris tecnócrata cargada de experiencia en las anteriores contiendas, brilló esta vez en el cuerpo a cuerpo, noqueando a Trump después de descender al barro, considerado hasta el último debate como el hábitat natural del magnate neoyorquino.
Clinton terminó imponiéndose cuando osó parecerse a Trump, llenando el camino de minas, provocando al indisciplinado promotor inmobiliario; Trump naufragó cuando quiso trascender su grotesco personaje, poniéndose el traje de estadista para camuflar al maestro del exabrupto. La farsa apenas le duró apenas media hora. El desenlace de la campaña —a expensas del sprint final— corrobora lo que se podía adivinar desde antes del verano: Trump y Clinton, Clinton y Trump, no son sino el mejor regalo que demócratas y republicanos pudieran haber hecho a sus rivales a la hora de nominar a sus respectivos candidatos. Ambos lo han confirmado, sin quererlo: “¿Cómo es posible que no lleve cincuenta puntos de ventaja sobre Trump?”, se preguntaba Clinton en septiembre; “con los datos de crecimiento, debiera ganar fácilmente”, declaró Trump en Las Vegas.
Como en el quinto set de un mediocre partido de tenis, Clinton lleva desde el primer debate sirviendo para ganar el torneo. Entonces, Trump llegaba remontando, pero la exsenadora aguantó el tipo y estiró su ventaja hasta los cinco o seis puntos. En el segundo debate, cuando Trump llegaba con el rabo entre las piernas tras lograr trascender sus soeces comentarios en un programa de telerrealidad diez años antes, Clinton—¿imperdonable?— no logró rematarle en la red. El tercer y último debate, quizá demasiado próximo en la fecha al segundo, no parece haber tenido demasiado efecto en las encuestas, salvo quizá para afianzar el break, la ruptura del servicio, en el que es Trump quien saca siempre la pelota, con el que Clinton afronta las últimas dos semanas de campaña.
No es difícil imaginarse a Bernie Sanders apabullando a Donald Trump en un hipotético duelo por la presidencia, pero sí resulta complicado imaginarse a Clinton, salpicada por numerosos escándalos y atosigada por las filtraciones de emails de su director de campaña, imponiéndose incluso a candidatos republicanos del montón, como Mitt Romney o John McCain. Pero eso es política ficción.
La negativa a aceptar el resultado
Hagamos, pues, historia: casi un año después de los caucus de Iowa, estas elecciones cada vez se parecen más a la segunda vuelta entre Jacques Chirac y Jean Marie Le-Pen en 2002. El espacio a la izquierda de Clinton se achica por momentos, ante la indudable amenaza de una presidencia de Trump y las fuerzas reaccionarias que su victoria desataría. La diferencia ineludible es que Trump —al contrario que Le Pen— se presenta con las siglas, supuestamente respetables, del partido Republicano, el de Abraham Lincoln.
Si la comparación entre los Estados Unidos de 2016 y la Francia de 2002 puede parecer forzada, al debate de Las Vegas me remito: no es ya que Clinton, brillante por momentos, se impusiera a Trump en su propio terreno —el de la provocación y el despeje en largo, hasta provocar el desquicio del magnate—, sino que la candidata demócrata se desenvolvió con mayor soltura que nunca en el terreno escorado a la derecha que preparó Chris Wallace. El almidonado presentador de Fox News, que hacía las veces de moderador, situó la inmigración, como un problema, y la crisis de la deuda pública en el centro del tablero.
El debate de Las Vegas será recordado —quizá solamente— por la negativa de Trump a aceptar el resultado de las elecciones. Con su desplante a la democracia representativa, Trump cosechó titulares apocalípticos en la prensa liberal y conservadora de EE.UU. y del resto de la galaxia —desde el Wall Street Journal a Der Spiegel, pasando por El País, se sintieron obligados a titular con el ‘inédito’ rechazo de Trump al sistema democrático. Estos periódicos nos animan a pensar que se trata de algo jamás visto, sin precedentes o catastrófico. Y, sin embargo, Trump no es sino la culminación de la deriva reaccionaria del Partido Republicano, como viene apuntando el politólogo Corey Robin. ¿Acaso es Trump irreconciliable con el partido que forzó al tribunal Supremo —capitaneado por el ultraconservador juez Antonin Scalia— a invalidar la victoria en las urnas de Al Gore sobre George Bush, para darle la victoria a este último, hace catorce años? La esperanza de los republicanos ‘moderados’ en 2016 no era otra que Jeb Bush, hermano e hijo de los exmandatarios republicanos y artífice del fraude de 2002, cuando era gobernador de Florida.
El 70% de la población estadounidense se muestra ‘descontenta’ con la dirección del país. El congreso logra menos de un 20% de aprobación
Como viene apuntando el periodista de The Nation Ari Berman, es más probable que a un estadounidense le parta un rayo que, como ha sugerido Trump, las elecciones sean un fraude construido sobre el voto de quienes no tienen derecho a ejercerlo. Y, sin embargo, recuerda el propio Berman, el fraude es más que probable en estas elecciones, aunque vendrá propiciado por las leyes draconianas aprobadas por mayorías republicanas en Estados del sur. Berman, impecable en su relato, destaca las catorce leyes aprobadas a última hora por los republicanos para limitar el derecho al voto de pobres —en su mayoría negros— que no tienen la documentación adicional requerida para votar en Estados como Wisconsin o Carolina del Norte. Ya sucedió en Florida en 2002.
Berman tiene razón cuando afirma, en su libro Give Us the Ballot, que el “indudable” fraude electoral que se producirá en estas elecciones tendrá como culpable al Partido Republicano. Los conservadores llevan medio siglo intentando impedir que los descendientes de los esclavos puedan expresar su voluntad democrática en las urnas. Donald Trump no es, por tanto, el primer —ni tan siquiera el principal— adalid de la exclusión de los más desfavorecidos en las elecciones de EE.UU. ¿Por qué llaman entonces la atención sus declaraciones?
No es difícil aventurar una hipótesis, al margen de la histeria de la prensa liberal: Trump ha logrado conectar con una veta de descontento de la clase trabajadora blanca, en especial en zonas desindustrializadas. En un momento político en el que el 70% de la población se muestra ‘descontenta’ con la situación del país, el multimillonario logra situarse como el adalid del anti-establishment. Trump es el outsider. Quizá por eso, a pesar de los numerosos escándalos que le rodean, y después de perder el tercer debate, Trump todavía no se ha descolgado definitivamente.
La cuestión es: ¿cómo es posible que Trump —republicano no solo torpe, sino en muchos aspectos convencional, que defiende el ‘imperio de la ley’, la prohibición total del aborto, el intervencionismo sin escrúpulos para ‘quitarle el petróleo’ a terceros países o la deportación de once millones de personas— haya logrado encarnar la voluntad de cambio de millones de estadounidenses?
Garantes de la democracia
Para entenderlo conviene, una vez más, analizar a Clinton. Y no hay mejor escenario para hacerlo que el debate de Las Vegas: Clinton se mostró partidaria de establecer una zona de exclusión aérea en Siria, en contra de la opinión del jefe del Estado Mayor de la Defensa, que había declarado poco antes en el Congreso que tal decisión supondría, de hecho, el inicio de una confrontación bélica con Rusia. En lugar de argumentar contra la postura de Trump –“nos tenemos que llevar bien con Rusia”—, Clinton decidió poner en marcha el ventilador de estiércol. La candidata demócrata situó a Wikileaks, artífice de la publicación de los correos electrónicos de su jefe de campaña, así como de sus discursos ante diversos gerifaltes de Wall Street, al mismo nivel que el gobierno ruso, o el propio Trump.
Los tres, sugirió, buscaban ‘intervenir’ en el resultado de las elecciones democráticas en EE.UU. El problema de aludir a potencias extranjeras y su influencia en el proceso electoral gringo es, por supuesto, que EEUU tiene una historia, “bien documentada” de intervenciones en los procesos democráticos de otros países. Los highlights —los mejores momentos— incluyen la deposición de Mohammed Massadegh en Irán en 1953, sustituido por una monarquía favorable a Washington, los golpes de Estado contra Jacobo Árbenz, en Guatemala, en 1954 o contra Salvador Allende, en Chile, en 1973. El historiador Don Levin estima que, entre 1946 y 2000, EE.UU y Rusia han intervenido en 117 elecciones, uno de cada nueve procesos electorales en países extranjeros.
Un estudio de la Universidad de Princeton afirma que los EE.UU. no pueden considerarse una democracia, sino una oligarquía, en la que los intereses de los privilegiados se imponen
Clinton se presenta, por tanto, como la garante de la continuidad de la democracia estadounidense. El problema es que lo hace en un momento muy comprometido para la misma: la exsecretaria de Estado defendió en el debate, sin que se le arquease una ceja, que los EE.UU. y sus aliados llevaban “quince años manteniendo la paz en Oriente Medio”, cuando la región sufre las consecuencias de un vacío de poder generado en gran parte por las numerosas intervenciones estadounidenses tras el 11-S. Pero hay más: Clinton defendió la política económica de Reagan, héroe mitológico de la derecha republicana, al argüir que no conviene “añadir un solo penique a la deuda” estadounidense. Sin duda, Margaret Thatcher hubiera estado orgullosa de la candidata demócrata, que además alardeó del superávit durante la presidencia de su marido, Bill Clinton.
Quizá por ese cóctel— el Trump más reaccionario y la Clinton más neoliberal— se espera la participación más baja en lustros, especialmente entre los jóvenes, que han dado la espalda de manera descarada a Clinton. Pero Clinton es efecto, no causa: entre la primera elección de Obama, en 2008, y la de 2012, la participación entre los jóvenes descendió casi un 10%. Lo curioso es que Clinton –-igual que la prensa liberal que le hace los coros— se encuentra defendiendo a la democracia estadounidense en una situación de enorme descrédito, tal vez la peor desde Alexis de Tocqueville. Para responder a las dudas sembradas por Trump sobre el proceso electoral, Clinton se erigió como defensora de la excepcionalidad estadounidense: “Eso no es nuestra democracia”, respondió a Trump con gran sentido del espectáculo. “Llevamos 240 años de historia, y desde entonces, nuestras elecciones han sido libres y justas”.
Habría que recordarle a Clinton que, hasta 1920, las mujeres no pudieron votar en EE.UU., y que hace solo 50 años se aprobó la ley que garantizaba el derecho al voto a los negros en todo el país. Pero, más allá del déficit histórico, el sistema político estadounidense se encuentra en una crisis de raíz: el año pasado, un estudio de la Universidad de Princeton afirmó, sin paliativos, que los EE.UU. no podían considerarse una democracia, sino una oligarquía, en la que los intereses de los privilegiados se imponen, sin excepción, a los de la mayoría. ¿Cómo es posible que un plutócrata, rico de cuna, intolerante evasor de impuestos aparezca todavía como la alternativa anti-establishment a dicho sistema, a escasas dos semanas de las elecciones? Pregúntenselo al Partido Demócrata.
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CTXT ha acreditado a cuatro periodistas --Raquel Agüeros, Esteban Ordóñez, Willy Veleta y Rubén Juste-- en los juicios Gürtel y Black. ¿Nos ayudas a financiar este despliegue?
Autor >
Álvaro Guzmán Bastida
Nacido en Pamplona en plenos Sanfermines, ha vivido en Barcelona, Londres, Misuri, Carolina del Norte, Macondo, Buenos Aires y, ahora, Nueva York. Dicen que estudió dos másteres, de Periodismo y Política, en Columbia, que trabajó en Al Jazeera, y que tiene los pies planos. Escribe sobre política, economía, cultura y movimientos sociales, pero en realidad, solo le importa el resultado de Osasuna el domingo.
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