Rap de los nagües en el calabozo de Baracoa
Un periodista relata en primera persona su detención "por interés de la seguridad del Estado" tras el paso del huracán Matthew
MAYKEL GONZALEZ VIVERO (El Estornudo) Cuba , 2/11/2016
El periodista Maykel González Vivero.
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El carcelero explica cómo hacer un hatillo: enrollas el cinto, doblas las medias, amarras y juntas con los cordones que sacaste de los zapatos. Al carcelero hay que llamarlo Control.
–Das un grito, ¡Control!, cuando necesites agua. Ahora dame los espejuelos.
El carcelero se los prueba, dice “ño”, cierra los ojos. Anota “cristales graduados” en la escueta acta de ocupación. El corredor de los calabozos se borra, confunde las líneas con el fondo, difumina la cuadrícula de las rejas. Entro a la celda con la certeza de tropezar.
–El baño –Control señala un tabique al fondo, y sale. Es un baño a la turca, de mugre densa, sin agua corriente.
El dormitorio tiene seis camas de hormigón. Una curva eleva cada cabecera, a guisa de almohada. Al principio abrazo mis propias piernas. En un gesto universal de vulnerabilidad me compacto en mí mismo, me hago un rollo, un hatillo. Las instrucciones del carcelero me dejan amarrado y junto, conmigo.
–Control, ponlo aquí, que me voy a volver loco si no hablo con alguien –solicita el preso de la celda vecina.
–¡Espérate! –aúlla Control en su oficina–. Por ahora cumplo instrucciones de dejarlo solo. Más tarde veremos.
No he visto al que quiere reunirse conmigo, pero oigo cómo canta, acaso haciendo bocina con las manos por un hueco de la reja. Entona bien, otras veces desafina su repertorio de rancheras. Y le hago coro, con placer, porque sus patéticas rancheras son magníficas. La voz alcanza el patio, la mía quiere alcanzarlo a él pero disfruta la zaga, se conforma con su tempo lento.
Yo iba, en efecto, demorado, cuando la policía me abordó en la calle 1 de abril, barrio La Playa. Cámara en el bolsillo, computadora bajo el brazo, me adelantaba a una panadería de la Baracoa en apagón, para cargar baterías. Por la mitad de la calle, a la vista de la cola del pan, me reconoció Frecia.
–¿Por fin cuándo vienes a entrevistarme?
Nos vimos en la audiencia que conducía un lugarteniente político. Ella me eligió depositario de sus peripecias del ciclón. Porque tú eres el primer periodista que ha venido –explicó–, y algunos parecen creer que la gente de La Playa se ha muerto.
Frecia Toirac Cuza preside un Comité de Defensa de la Revolución, es funcionaria de la Asociación de Combatientes de la Revolución Cubana y denunció a cincuenta y siete dirigentes de Baracoa por corrupción. Le gustaría hablar ahora con Raúl Castro porque no lo hizo hace años, en la brigada de la frontera, cuando le correspondió dar parte al general. Frecia se queja de la fortuna de sus cartas, jamás respondidas por el general, aunque ella le recordara, ahora que también el general es presidente, cómo le dio el parte, hace años, en la brigada de la frontera. Y ahí, en medio de una conversación circular, apareció la policía. El teniente coronel Leiva y dos edecanes. No hay más cuerpo aquí que una moto, con Leiva al timón. Un subalterno me acomodó el casco, el otro sujetó la computadora. Por el camino se caía el casco, antes de llegar a las oficinas de la Seguridad del Estado ya me colgaba del cuello.
Cómo supe que Leiva se llamaba Ricardo: tuve que reunir los apelativos que le daban sus subordinados y sus iguales. Cómo supe que no saldría de allí ese día: tuve que agarrar bien la computadora y decirle al teniente coronel que no dejaba revisar, menos borrar, nada mío. Leiva hablaba como un borracho. Se veía sobrio, pero usaba las cadencias, el ritmo de un borracho.
–¿Quién es Leticia? –preguntó con el temblor de su delirium tremens.
Leticia
Creo que yo le gustaba a Leticia. Y que ella me indulte por esa vanidad, porque tengo un rostro gótico –demasiado agudo y ojival–, un talante a la manera del Greco. Pero a Leticia le agradó verme forastero.
–¿Cómo es la vida de un periodista? –sonreía en la sala de su casa, ingenua o ingenua por cálculo.
Caramba, es dura, sobre todo porque el huracán Matthew arrasó esta vez con la sintaxis que le atribuí a Baracoa. En cualquier sitio podríamos empezar a contar la arena de la playa que el propio mar echó a las lomas. Todo está desajustado, la página también.
–Este barrio quedó revuelto, ¡pero deja que veas Guanacón! –y me convida a ir juntos hasta Guanacón.
Caminamos por una calle común, entre líneas de soldados, hasta tomar la carretera. Un puente cruza hacia El Turey. Guanacón surge como una fila de casas de frente al río, una línea sinuosa con paseo de tierra dictado por los dobleces del río.
–Tengo la desgracia de llamar la atención –Leticia es alta–. ¿Viste a la gente que jugaba dominó en mi barrio? Todos dicen ahora que tú eres mi marido.
Ha querido matarse tres veces y transitamos por Guanacón hablando del suicidio. Esa noche mencionó sus visiones espantosas: un bebé en el césped; un fantasma que la miraba, obsceno, y acabó poseyendo a una vecina; ella misma, en la cuna, habló a su abuela como una adulta y no recuerda qué pudo decirle.
Cuando salí de la cárcel llamé a Leticia. Vino hasta la plaza de la iglesia, pero no quise exponerla a la vigilancia. Fuimos lejos. Le conté del calabozo en una acera, frente al malecón.
–Yo pensé “qué falso, no vino más a La Playa”.
Ah, pero cómo, si tú misma empezabas a pensar como periodista y hasta me hiciste probar en tu propia cuchara la comida de los evacuados. Así tragué el picadillo.
–Mira, no te vayas a Guantánamo, que mi mamá mató un pollo para invitarte a comer.
Pero tengo que irme, ahora. Leticia y yo rodeamos los edificios agujereados del malecón. La última recomendación del capitán Giorvys Hodelín Lamoth fue “váyase de Baracoa”. Por un hueco.
Hodelín
Me interrogó en un cuarto pequeño, con una efigie surrealista del Che Guevara a su espalda, el capitán Giorvys. El guerrillero, envuelto en una ventisca fantasmagórica, presidía un cielo, el cielo de Cuba, observaba desde arriba a los mortales caminantes. Aquello abigarrado ponía unas alas en la espalda del instructor Hodelín, que me sentó enfrente y empezó a describir, paciente, todas las cosas. De dónde sacaste la computadora, por qué la cámara tiene este agujero tan raro, qué metías ahí, qué se mete por ahí. Tengo un periódico que compré en Santa Clara, camino de Baracoa. El capitán se pone a leerlo y ya creo que va a preguntarme, ahora mismo, imperativo, de dónde saqué ese periódico, qué es, aunque sea evidente que se trata de un periódico, y le digo, sin que pregunte, “es el órgano oficial del Partido Comunista de Cuba”.
Leiva dijo “te vas con Hodelín”. Vi al capitán y supe que no podíamos conversar. Su estilo de entrevista era esquemático, de preguntas y respuestas, nada que semejara una conversación toleraba el instructor. Recuerdo, en cambio, que le gusta la bachata. En el timbre de su teléfono sonaba la güira dominicana y una guitarra recalcitrante.
Hodelín me llevó al calabozo. Por un patio, por un pasillo con un letrero, “Celdas”, en el dintel. Me habló un par de veces en el cuarto de los interrogatorios. Aprendí su nombre completo porque tuve que firmar algunos documentos redactados por él, papeles que explicaban a alguien por qué vine a Baracoa, qué hacía en los barrios, qué es el periodismo autónomo. Las primeras versiones concluían que quedé arrestado “por interés de la Seguridad del Estado”.
–Pero eso no es un delito, capitán.
–Podemos hacerlo.
A partir de la jornada siguiente, los manuscritos de Hodelín concluían que quedé arrestado por “actividad económica ilícita”. El instructor tuvo tiempo de pensárselo: soy un contrabandista, un traficante periodístico, uno que roba palabras, las embala en párrafos o parrafadas, y las vende, vive de ese comercio.
–Podemos hacerlo –repitió Hodelín en el cuarto de los interrogatorios.
El cuarto de los interrogatorios
El 10 de octubre de 2016, Diosquenis amaneció gritando.
–¡Deberían soltarme, hoy es el Día de los negros!
Vi a Diosquenis la primera vez que me llevaron a comer. Yo no había desayunado cuando Leiva me arrestó, al mediodía del 9 de octubre. Pasé un día así, hambriento, hasta que Control avisó esa noche que pasáramos al comedor, abrió la reja y vi a Diosquenis. Su exclamación favorita era “¡Ay, Dios santo!” Se quedaba ensimismado y de pronto decía “¡Ay, Dios santo!”, y luego empezaba a rapear, improvisando, y reía de su propio ingenio. El rap para Camilo Cienfuegos, por ejemplo, apuntaba: “Ay, Camilo, te lo dije, ay, Camilo: Fidel no es tu amigo”. Diosquenis hilaba cláusulas inagotables en ese estilo.
–Yo he cumplido tantos años en prisión como los Cinco Héroes –así dijo en la sobremesa–. Como si yo fuera un terrorista de Afganistán.
A Diosquenis lo indultaron cuando vino el Papa y ahora reincidió. Entró a una escuela con un saco de yute, cargó una computadora vieja. Pudo salir de Baracoa y casi llega a su refugio. Cuando caminaba por una calle de Moa, con el cacharro a cuestas, un policía apareció en la acera. El ladrón supo que estaba perdido y no corrió, para evitarse la persecución inútil. Dijo que llevaba una computadora en el saco de yute, y que había robado en la escuela para comprar la canastilla de su hija.
–Sea como sea –dice Control, mientras sirve la comida en sendas bandejas–, robar está mal. ¿Tú no trabajabas en Comunales.
–Yo limpiaba calles –asiente Diosquenis–, pero el año pasado mi mamá me botó de la casa. A mi mujer la traje para Moa sin un blúmer.
A Diosquenis, como suele pasar, una voz le decía “No te lleves la computadora”, y otra replicaba “Con eso resuelves la canastilla”. A Diosquenis todo le ocurre según las pautas consabidas. Su papá, Dioscórides, era alcohólico, y le enseñó a robar para beberse el botín. Una vez se llevó la cartera de alguien, olvidada en la mesa, y le atribuyeron robo con fuerza. La cartera estaba sola; la puerta, abierta. Diosquenis impreca a la fiscal y le regocija que ahora tenga cáncer. Control cree que son malos pensamientos. Un año antes de aquel episodio, Diosquenis hubiera podido ir a una Casa de amparo familiar, de Hijos de la Patria, dice él. Pero aquella cartera, casi vacía, apareció un poco tarde. La computadora tampoco vale ocho años, condena que sugiere, sonriente, su fiscal de ahora. Oí desde mi celda:
–Tú eres un reincidente, chico. No podemos tener la mano blanda contigo…
–Era una máquina mala, con un Windows viejísimo –se reprocha Diosquenis, y protesta–. ¡Si me hubieran agarrado con una computadora moderna, al menos! ¡Ay, Dios santo!
La primera noche Diosquenis me prestó un jabón y la toalla que heredó de otro preso. Mi equipaje se quedó en el hostal y no fue recluido, a su turno, hasta mucho después. Durante la madrugada estuvo hablándome de sus prisiones con una cadencia serena, que a veces se violentaba cuando miraba en torno y le sobrevenía un déjà vu.
–Llevo casi un mes aquí –se miraba un tatuaje, acariciaba las letras–. Deben trasladarme a la prisión de Paso de Cuba, luego al combinado de Guantánamo. Pasé el ciclón aquí, en este calabozo, me mojé, he dormido en un colchón mojado. Eso no importa. Solo quiero que me dejen salir a coger un poco de sol.
–Tú no debes estar aquí –le explicó Arístides, el jefe de la policía–. Es culpa de unos papeles que no llegan. Pero cállate ya. No te hagas el hombrecito.
Eso, porque Diosquenis no se conformaba con rapear, y a veces, por las tardes, gritaba por un hueco de la reja que todos, policías, fiscales, eran unos descarados. Control simulaba no escucharlo. El ladrón se cansaba y empezaba a contarme, para entretenerse, los cuentos de sus prisiones.
–En la cárcel donde yo estaba, antes del indulto, cuando un preso se pone histérico lo mandan a fijar. “Fíjalo”, dicen los jefes. Entonces los guardias te amarran, te esposan a una cama de modo que no puedas moverte. Mira –señala al frente–, ahí está el cuarto de los interrogatorios, el cuarto frío. Mañana te llevarán. Pero no te preocupes: no hay corriente para encender el aire, ni tú tienes nada que esconder.
En el cuarto frío vi al capitán Giorvys por última vez. Me hizo firmar varias actas, mi nombre junto al suyo en cada una. Es una habitación pequeñísima, inverosímil, con silla y mesa fijadas al suelo, como todo el mobiliario del calabozo. Tiene doble puerta hacia el pasillo de las celdas, y las paredes recubiertas de madera, para mantener la temperatura. Un aire acondicionado abre su gélida boca a la altura de mi cuerpo.
Control, al traerme a la celda desde el cuarto de los interrogatorios, hace un cuento muy propio de un carcelero. Aprovecha su oportunidad para hacerme la historia de sus prisiones.
–Aquella reja, toda cubierta por una plancha de hierro, era peor que esta. Los presos no dejaban de golpearla. Les dije “el que sea hombre que siga, si quiere que lo madure, aquí afuera, como a un guineo”. Nagüe –me dice Control–, ustedes están bien aquí. Allá vi presos que entraron musculosos y salieron agarrándose el pantalón por la cintura.
Diosquenis replica sin exaltarse, espanta una cucaracha del colchón, se estira:
–Aquí no nos violan porque ya sería demasiado.
–¡Pero qué tú dices, nagüe! –Control sigue en sus tareas de limpieza–. Calma, verás que a ti te mudan pronto.
Control
Control nunca es la misma persona. Cada mañana se turnan. Hubo cuatro. El primero, un viejo campesino, parecía recio, apreciaba las reglas: “Si estamos aquí, vamos a llevarnos bien”. Una noche nos ofreció otro cucharón de sopa, un sorbo extra. Cuando fuimos por los colchones recomendó que mirara bien, que palpara bien, para evitarme un colchón húmedo. Estos colchones dormían en la celda destinada a los extranjeros, con baño enchapado y literas de verdad.
–Te trajeron y yo pensé “este yuma se jodió” –bromeó Diosquenis una noche–. Por suerte eres cubano, no te llevaron para la tercera celda, no sigo solo.
Control del 10 de octubre era otro guajiro, pero joven. Le pidieron que nos aislara, pero nos dejó dormir acompañados esa noche.
–Nagüe –me dice Control, amistoso–, yo estoy con el Gobierno y no me preocupa lo que piensen otros. Estoy definido –esta frase se usa en Cuba para aludir a la convicción de la propia orientación sexual, y parece revelador que Control la use aquí con connotación política–, por eso te digo esto: sal de aquí y vete de Baracoa, no vayas a Maisí. Porque te van a trancar de nuevo y allá es peor.
Control del tercer día jamás habló. A la hora del almuerzo me negó el cepillo de dientes: “Sólo por la noche”. Este cincuentón amargo no quiso llamar al instructor una tarde que necesité verle. Los derechos de los presos aparecían escritos en la pared de la entrada y avisaban que podía llamarse al instructor para cualquier comunicación de importancia. Yo quería decirle que estaba enfermo. Control declinó llamarlo: “Él vendrá a verte cuando quiera”. Los derechos y deberes de los presos estaban en la pared, escritos en guantanamero. “El preso se depojará (sic) del cinto”, por ejemplo; o, “Prohibido dormir ante (sic) de la dié (sic) pm.
Control es conserje, cocinero, recadero. Por las tardes limpia con disgusto el pasillo de la cárcel. Sirve las bandejas con asco. Te ofrece una botella plástica, sucia, para que bebas un poco de agua.
Control del tercer día me trajo un médico, bien adelantada la noche. Este médico de prisiones me encendió la cara con una linterna.
–Enséñame las encías.
Alcé los labios con el dedo.
–¿Cómo era la diarrea?
Le expliqué, tirado en el colchón, al borde de la reja. Me acostumbré a acercar el colchón a la reja para sentirme más cerca del exterior. Y también, digámoslo ya, para alejarme el olor del baño, porque las cabeceras de concreto daban al muro del escusado.
–¿Era líquida?
El médico no me tocó. La enfermera dejó cuatro tabletas antibióticas. Saqué la mano por una cuadrícula, las puso ahí.
–Con esto mejorarás. Traeré cloro para que Control purifique el agua y, entonces, empieces a tomar sales.
Se despidieron. Apagaron la linterna del otro lado de los barrotes. A Control se le olvidó darme sales. Pensó que me tocaría salir al día siguiente, se consoló, y se fue a dormir. Control del cuarto día, en efecto, inventarió mis cosas y me dejó salir del calabozo.
El calabozo
La cárcel de Baracoa es oblonga, un corredor estrecho, con tres puertas a cada lado: Oficina, depósito de pertenencias, cocina –la primera puerta–; comedor –la segunda puerta–; cuarto frío, cuarto de interrogatorios –la tercera puerta. Al frente, sobre un zócalo con escalones, las celdas. Dos para cubanos, una para extranjeros. La última noche hubo redada de especuladores, panaderos inclinados a dividir los panes en lugar de multiplicarlos, líderes opositores, bravucones etílicos, más periodistas por cuenta y riesgo. Así se instauró el hacinamiento en el calabozo. Y hablábamos a gritos, haciendo bocina con las manos en las cuadrículas de hierro.
–¿Hay un periodista allá al lado? –preguntó un preso, uno grave.
–Maykel, ¿estás ahí? –Diosquenis verificaba que seguíamos cerca, un par de veces al día.
El que preguntaba por el periodista, a gritos dijo llamarse Víctor Campa y dijo ser un coordinador político de Palma Soriano. Hablé con Campa, más holgados, en el comedor.
–Tengo más de cien arrestos en el expediente –dijo–. Vine a Baracoa para ver en qué podía ayudar, traje unas donaciones, pero me detuvieron al poco tiempo, mientras tomaba un chocolate. No acabé la taza.
Sólo volví a verlo cuando lo trasladaban al cuarto de los interrogatorios, cuando lo conducían, esposado, a otra prisión. Campa fue interrogado por el capitán Giorvys Hodelín Lamoth en el cuarto frío. La puerta doble quedó abierta. Seguía sentado en la mesa fundida con el suelo, cuando le dijo al instructor: “Nosotros existimos para que ustedes sean mejores”. Campa viajaba con un amigo ajeno a los activismos políticos, que también cayó en la batida del 11 de octubre de 2016. Compartió su suerte en el calabozo de Baracoa, y también lo mudaron hacia Guantánamo.
La noche antes de mi liberación, oí a Víctor Campa haciendo un taller político en la celda vecina. Se oía lejos, atenuado por el muro del siglo diecinueve, una pared con cien centímetros de espesor. Se oía remoto, como una cantilena, y convidaba a dormirse. Pero esa noche no hubo sosiego: trajeron unos borrachos cumpleañeros que, en la ira de la fiesta frustrada, patearon la reja de salida, gritaron consignas antigubernamentales, ingresaron una botella de contrabando.
–¡Escóndela, escóndela! –pedía uno, el más ebrio–. Que no nos quiten la novia.
Y guardaron el ron en la celda vacía de los extranjeros, según pude ver, forzando la perspectiva desde la boca de mi calabozo.
Esta gente salió en la mañana con una recomendación paternal: “Festejen con menos ruido”. En la celda quedó el resto: Emilio Almaguer, periodista amateur; dos panaderos; Diosquenis, el ladrón; un vendedor de alcohol que dio un apellido confuso; un campesino, agresor de un policía en el albergue de evacuación.
–Panadero, panadero –le digo a uno de ellos, antes que lo tranquen–, haz una llamada a mi familia, que no sabe dónde estoy.
Y la hace en un santiamén, porque todavía conserva el teléfono móvil.
–Dice Maykel que está en el calabozo de Baracoa. Necesita unas pastillas y unas chancletas.
Empezaba la última noche. Mi familia lo tomó por un policía, lo trató mal. Esa noche, la última, comí algo del plato que llevaron los parientes del panadero. Arroz y salchicha. El menú del calabozo siempre traía sopa fría. Mezclé.
–A ti te sueltan pronto –Campa conocía bien el método–. No pueden retenerte más de tres días.
Se prolongaron aquellas horas. La coda se alargaba, mentalmente, por causa del fragor infinito de una planta eléctrica al servicio de las oficinas policiales. El calabozo continuaba a oscuras, sobre las ruedas de una temporalidad insondable. Esa noche Control dejó un mechón rústico, una botella encendida, algo como un cóctel molotov, para que la hebra de luz me iluminara el baño. Y leí, como despidiéndome, los grafitis e incisiones en el muro de la celda. Una veces eran simples nombres: Anderson, Camejo, Aspiazu. Pero cerca de la puerta grabaron consignas: “No + abuso”.
Durante las horas impacientes, en esta coda, la violencia del calabozo se ralentiza. Te afecta en tu carne, y en la ajena, porque empiezas a reprocharte la inocencia anterior. Leíste a Foucault con un sosiego que se ha quebrado ante los rótulos del calabozo. Oíste peripecias de presos comunes e ilustres, sin comprender bien la dimensión de la violencia. Y es tal, que algunos amigos creerán, de cualquier modo, que hiciste algo, que merecías el calabozo iluminado por la mecha del cóctel molotov. Acostado en tu cama de hormigón, de cabeza al baño turco, no crees la historia de tu camarada ladrón.
–Yo pasé el ciclón aquí –Diosquenis señala un ventanuco enrejado–, por allí entraba la lluvia, soplaba el viento, y parecía que el mar llegaba hasta mí.
Aún no le crees nada al quejoso, porque la violencia que te implica, a ti que estás casi afuera, ya construyó la noción inapelable de que algunos merecen quedarse ahí, bajo el vendaval de Baracoa. Y no le creerás nada al ladrón hasta que aparezca un policía y te sirva de fuente complementaria.
–Diosquenis, ¿qué haces aquí, mijo? ¿A ti no te indultaron?
–Sí, pero Raúl dijo que había que darnos trabajo, y nadie quería contratarme. Volví a robar, entonces.
–Este muchachito es de Quiviján –compadece el policía–. Ha pasado mucho trabajo desde que estaba chiquito.
–Yo andaba alzado –confirma Diosquenis–, para que mi papá no me agarrara.
Entré al calabozo sin espejuelos, pero pestañeé rápido, para recobrar alguna agudeza. El calabozo, el corredor, la oficina, se me presentan desenfocados. Pongo la nariz en el papel para leer las actas del instructor Hodelín.
–Si quieres presentar alguna reclamación, hazlo en la fiscalía.
Caramba, ya vi a los fiscales. El 10 de octubre vino una fiscal, una elegante que no pasó la reja, se informó sobre el número de detenidos, y siguió.
–Ah, sí. Aquel está ahí por interés de la seguridad del Estado.
El capitán Giorvys me informa de mi singular delito y de su errático proceso, añade que saldré sin la computadora, sin la cámara del agujero extraño. Diosquenis me alcanza un papel desde su calabozo, poco antes de irme a la oficina, depósito de nuestros objetos ocupados. Escribió las señas de su probable destino. Le dejé un jabón al nagüe, uno usado de mi equipaje, y un desodorante de vetiver. Mi nagüe rapero olerá bien.
Control echa el hatillo sobre la mesa. Está intacto: cinto y medias, inseparables, amarrados con los cordones de mis botas. Aprendí a hacer, impecable, mi propio fardo de cosas menudas.
El carcelero explica cómo hacer un hatillo: enrollas el cinto, doblas las medias, amarras y juntas con los cordones que sacaste de los zapatos. Al carcelero hay que llamarlo Control.
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MAYKEL GONZALEZ VIVERO (El Estornudo)
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