La aventura del Milenium: cubanos en Panamá
Miles de emigrantes de la isla se encuentran varados en el país centroamericano a la espera de poder continuar su viaje hasta Estados Unidos
Carlos Manuel Álvarez Rodríguez (El Estornudo) Paso Canoas (Panamá) , 6/07/2016
Un grupo de cubanos mira las listas de los primeros afortunados que podrán volar en Estados Unidos.
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A las nueve de la mañana de su último sábado en Panamá, en el portal del concurrido albergue que desde hace un par de meses ocupa junto a otros centenares de cubanos, Arelys Trujillo rasura sus largas y refinadas piernas de cuarenta y cinco años con afeitadas temerarias que avanzan sin detenerse desde los tobillos hasta la rodilla o bien desde la zona inferior de los muslos hasta el nacimiento de los glúteos. Enjuaga la cuchilla en el agua jabonosa de un cubo azul, y mientras varias amigas suyas restriegan a mano, también en cubos, alguna ropa interior o camisetas ligeras, Arelys despliega una sonrisa contagiante que va de oreja a oreja y que tres días antes difícilmente hubiera dejado ver, aún cuando en cualquier circunstancia ella sea todo agasajo y buena cara.
–Al fin me voy –dice–. Muy feliz. Uh, sí, muy feliz.
Después de una deportación y dos virulentas travesías a lo largo de Centroamérica, Arelys –ingeniera industrial, oriunda de Quemado de Güines, Villa Clara– al fin podrá llegar a los Estados Unidos. Justo antier –en la noche del jueves 5 de mayo– el presidente panameño Juan Carlos Varela anunció en rueda de prensa que su gobierno daría inicio a una nueva operación humanitaria para, de manera gradual, trasladar hasta el norte de México a los 3.500 cubanos que desde diciembre pasado se encuentran en la frontera con Costa Rica, ya sea en Paso Canoas, Chiriquí o los Planes de Gualaca. A modo de ultimátum, y con el firme propósito de ponerle fin a la severa crisis que en noviembre de 2015 comenzara en la región después de que Nicaragua cerrara sus fronteras a los migrantes cubanos, Varela también comentó que sería la última ayuda explícita de su gobierno, el cual, al igual que Nicaragua y Costa Rica en su momento, ya ha comenzado a cerrar la frontera con Colombia. Los últimos cubanos que a cuentagotas continúan llegando a Puerto Obaldía desde Ecuador han sido recibidos con palos y gases lacrimógenos.
Sin embargo, el conflicto de los indocumentados continuará por un tiempo más, lo quiera o no el presidente Varela. No todos tienen el dinero inmediato para costear el viaje de salida: 835 dólares que garantizan un bus hasta Ciudad Panamá, luego un avión hasta Ciudad Juárez, en el estado mexicano de Chihuahua, y de ahí otro bus hasta la frontera gringa en Nuevo Laredo, Tamaulipas.
–Nosotros estábamos preparados para un boleto de 500 o 600 dólares, pero no 800 –dice Lorenzo, cara compungida, cienfueguero cuarentón que habla en nombre suyo y de dos amigos que lo acompañan en esta mañana excesivamente soleada, de sentimientos encontrados.
Contrario a Arelys, que se acicala, a Lorenzo una patilla desaliñada le sombrea el rostro, otorgándole un aire entre enfermizo y grave.
El calor es, desde ya, opresivo, granuloso. Molesta en la piel casi de la misma manera que la arenilla en los ojos. El hotel Milenium en Paso Canoas, a unos cien metros de la frontera con Costa Rica, es una pecera de cemento de tres pisos con deprimentes cristales color café y, según dicen, pésima infraestructura, como si el Milenium fuera una travesía y los arquitectos, ingenieros y albañiles la hubiesen abandonado a la mitad. El primer piso cuenta con aire acondicionado, agua, iluminación adecuada y los compartimentos elementales que cabría esperar de cualquier habitación decente. El segundo y tercer piso, en cambio, no son más que amplios cubículos desangelados –sin agua, con calor, sin privacidad mínima– donde los emigrantes se han ido uniendo por afinidad o por provincia de origen o por orden de llegada, hasta formar resignados grupos de veinte o treinta. Duermen en colchones sobre el suelo, con sus pertenencias a un lado.
–No, no se roba. Qué se va a robar, no hace falta –dice Mirka, 40 años, de San Leopoldo en Centro Habana–. Aquí hay ropa, cosas baratas, esto no es Cuba.
Independientemente de ello, parece primar un genuino sentimiento de hermandad entre los migrantes, y la completa seguridad de que nadie sería capaz de aliviar su precariedad a costa de más precariedad para otro que, en principio, está igual de jodido. Es sabido que pocas cosas unen tanto como las situaciones límites. Y esta –el hotel Milenium– lo es.
Actualmente se albergan alrededor de quinientos cubanos, una cifra que con la salida de los primeros grupos en los próximos tres días cederá considerablemente. Aún así, basta recordar la época en que el gobierno panameño no había habilitado otros campamentos, y el Milenium acogía a más de mil varados, para que los quinientos actuales no parezcan un registro alarmante.
–Yo tuve que dormir en el portal y hubo gente que se pasó semanas al aire libre –dice Arelys.
Este trasiego, que ya suma cinco meses, ha terminado convirtiendo al Milenium en un edificio típicamente cubano, perfectamente reconocible por el ojo insular, repleto de atributos folclóricos; lo cual, por contraste, viene a confirmar que la estética cubana última, cuando no ha estado dictada por la improvisación, lo ha estado por la necesidad, o ya, de plano, por ambas.
De las ventanas color café cuelga la ropa, lavada a mano minutos antes por mujeres desaliñadas que forman en fila hasta alcanzar la única llave de agua disponible en las afueras del hotel. A veces, incluso, alguna bayamesa trigueña, con un perchero en la mano en vez de una bandera, se asoma a la ventana. El cabello tupido y oscuro, un moño empinado, altanero, y los rasgos mezclados. Solo se extraña, sobre la oreja, el marpacífico rojo encendido.
Pero para lugar común el lobby del hotel. En una cartulina verde, pegada con precinta al cristal de la entrada, se lee la lista de instrucciones que los cubanos deben cumplir, a riesgo de una multa de 250 dólares o un día de prisión por cada dólar no pagado. El lenguaje de algunos puntos parece graciosamente calcado de alguna PNR provincial: deambular a deshora, alterar el orden público, desobediencia a la orden policial, atentar contra la moral y las buenas costumbres. En el Milenium, que es también, propiamente, una colmena, les prohíben a los cubanos libar (sic) alcohol en la vía pública. Las puertas del hotel cierran a las nueve de la noche.
–Nosotros no le hacemos caso a eso –dice William Carralero, tunero, el rostro infestado de pecas–. Nos quedamos hasta las diez y hasta las once conversando afuera, matando el tiempo.
–¿No los regañan?
–¿Qué nos van a hacer?
Lleva razón. El castigo supone la privación de un bienestar. El bienestar de un emigrante varado, ¿cuál es?
Otras prohibiciones, a su vez, semejan las de una guardería infantil: arrojar piedras a los techos. En las paredes del lobby se suceden los carteles –entre lo didáctico y preventivo– que te aconsejan cuidarte del virus A (H1N1) y de la pandemia de gripe, así, en general. Hay además un mural inocente, tierno y ridículo a un tiempo, justo como los murales de las escuelas primarias. Su marco es violeta, el fondo amarillo, y, en él, un cartel multicolor de tipografía a mano alzada dice lo siguiente:
YO TENGO ESPERANZA
Aquí y allá, como una emulación triste, corazones blancos, rojos, naranjas, rosas y verdes parecen guardar deseos íntimos y distintos que, una vez leídos, no son más que uno.
“Yo quiero llegar a Estados Unidos para ayudar a mi familia.”
“Quiero llegar a los Estados Unidos para poder tener una alimentación.”
“Quiero llegar a USA para estudiar y ayudar a mi familia.”
“Ser feliz.”
Entre las diez y las once de la mañana, el ambiente se agita un tanto. Un camión de suministros de la confederación Cáritas de la Iglesia Católica entrega paquetes de víveres y una señora bajita y adusta anota con fingido interés los nombres de los migrantes que no cuentan con el dinero suficiente para el viaje. Todos se anotan porque no está de más hacerlo, pero tampoco son tontos.
–Eso es muy informal –dice Juan Carlos de la Torre, camagüeyano, gorra y coleta de caballo–. No tomó número de pasaporte, habitación, nada.
De la Torre –como tantos otros que no tienen dinero ahorrado ni cuentan con la mínima posibilidad de remesas– ha fijado sus esperanzas en actores de cuestionables intenciones o, por lo menos, de maneras un tanto vulgares: estrellas de la televisión miamense que vistiéndose de Mesías han visitado los campamentos de migrantes y, estrepitosamente, orgullosos de sí mismos, han prometido costear la salida de aquellos cuya situación extrema lo requiera.
En el Milenium, ante realidades tan contrastantes –los que ya se van y los que tendrán que permanecer– es fácilmente identificable, a través de gestos, posturas y actos por lo general intrascendentes –el modo de caminar, las ropas, incluso la frecuencia con que entran y salen del hotel, la cantidad de palabras que dicen sin que nadie les pregunte nada– quién pertenece a qué bando.
Un camarógrafo filma la entrega de víveres y, al preguntársele de dónde viene, dice que de un canal de televisión panameño, pero resulta obvio que trabaja para los Cáritas. La Iglesia también tiene el mal gusto y el extendido defecto de la solidaridad memoriosa: recordar a toda costa lo que hace.
Al mediodía, el clima gira de manera inconcebible y brusca. Amenaza con llover. El cielo comienza a cerrarse como una bóveda siniestra. El paisaje que se observa desde el Milenium es particularmente desolador. Una carretera atravesada constantemente por busetas y camiones, luego un descampado opaco que no parece llevar a ningún lugar, y el creciente bullicio mercantil de los puestos fronterizos rurales. Es el decorado idóneo para que se despliegue en toda su virtud la estolidez vespertina que caracteriza la vida cubana: un país en el que desde hace mucho tiempo la gente no tiene nada que hacer, no encuentra manera de entretenerse, y permiten sin resistencia, en contenes, esquinas y balcones, que el tiempo de sus barrios los mastique.
Un grupo variopinto se aglomera en el portal del Milenium y no acometen ninguna actividad específica. Algunos sentados; otros de pie, apoyados en la pared y de brazos cruzados; otros caminando alrededor de sí mismos. ¿Qué esperan? A veces parecen burlarse de alguien que pasa, o se fuman un cigarro, o sueltan algún comentario sobre alguien ausente, o se acuestan sobre un cartón y se comen las uñas, o, también, revisan el timelines de sus Facebook sin prestar atención a ninguna publicación específica. El profundo despropósito de la gente reunida sin nada que hacer siempre parece esconder un motivo oculto, realmente importante, que desde afuera resulta imposible de descifrar.
Mientras, algunos sí tienen que hacer, y mucho. Arelys toma, por dos dólares, una buseta hasta la Sede Nacional de Migración en el Mall de Chiriquí, en David. Durante una hora tiene que escuchar la música más horrible que alguna vez alguien haya compuesto. Es como una grasa chorreante, un tornillo melódico que diera vuelta justo al revés del sonido. Reguetones aguados, bachatas y anuncios publicitarios locales que los conductores pasan a todo volumen.
El Mall de Chiriquí complementa el sopor manifiesto del Milenium, y en ese sentido, lezamianamente, el carácter nacional alcanza su definición mejor. A la desidia casi constante se le opone el caos eventual, la conga que arrolla, la barahúnda espontánea de la que solemos estar tan orgullosos.
Hay migrantes acostados entre las mesas, sentados en quicios, comprando comida, vociferando, desbaratando la calma del lugar, profanando esta pequeña abadía del consumo. Le imprimen al mall –siempre tan pulcros– un raro sentido de contingencia. Hay una lista impresa publicada en los cristales exteriores de la oficina de Migración. Contiene los nombres de los afortunados que entre domingo, lunes y martes llegarán a Estados Unidos. 238 entre domingo y lunes y 154 el martes. Además, hay formadas dos extensísimas colas, ininterrumpidas desde el viernes en la tarde. La primera de estos mismos migrantes, que aguardan un visado por tres días para poder moverse hasta Ciudad Panamá, y la segunda de un grupo que espera comprar sus pasajes para miércoles y jueves.
A pesar del cansancio, no hay en esta multitud nadie excesivamente apesadumbrado. Es la ofensiva final, probablemente la espera más dulce de sus vidas. Más que la del pan para los viejos jubilados y más que la de las compras al por mayor para los negociantes que luego vendían a sobreprecio los productos –muchos, muchísimos– que en Cuba solían escasear.
–Cuando llegue a Miami ya tengo un trabajo de veinte dólares la hora –dice Yandriel Siberio, cibernético–. Y cuando tenga permiso, no me bajo de los cuarenta. El problema es la prueba que tengo que hacer. Matemática no se me da bien, yo aprobaba el análisis matemático en la universidad porque no me quedaba más remedio. Pero si es algoritmo, o trabajar en algún lenguaje que ellos pongan, eso yo lo bateo.
Cuba tiene, además de todas las tipologías de emigrantes conocidos, una especie endémica, los emigrantes universitarios.
Visto lo visto, podemos asegurar que el emigrante no se va completamente de su país hasta que no logra llegar al lugar que ansía. La travesía es un insólito purgatorio que, no importa cuánto avance o cuán terrible sea, mientras esté transcurriendo, el emigrante sigue detenido. Estos cubanos –entre el espasmo, la ilusión, la expectativa; y a pesar de los ajustes– viven todavía en Cuba.
Pero en Miami, adonde bien pronto irán a dar los huesos de la mayoría, el tempo nacional se verá drásticamente violentado, suprimido, traumado. El metabolismo lento de las sociedades que no exigen demasiado de uno –y en las cuales el individuo puede lanzarse un poco a la deriva, dejándose llevar cauce abajo– en el oxígeno vertiginoso de Miami no sobrevivirá más de veinticuatro horas. Aquellos que no han pedaleado jamás una bicicleta tendrán que comprarse un auto y aprender a manejar en una semana, cruzar como saetas las express way que atraviesan la ciudad, negociar con dealers, trabajar diez horas y más, pagar rentas e impuestos de los cuales no entienden la mitad, asumir el trabajoso hábito de la puntualidad, obedecer a los superiores, adquirir tarjetas de débitos y de crédito, un aparte sobre el que tampoco tienen la menor idea.
Les irá bien, porque además cargan con el recuerdo del lugar del que provienen, un país que lamentablemente no supo ofrecerles demasiado, pero no será coser y cantar. No hay casi ninguna prueba factual por la que, a la larga, un cubano que se vaya a Miami tenga que pensar que no tomó la decisión correcta. Menos aún si ha quemado las naves, como todos estos.
A las cuatro de la tarde, en medio de un bullicio que no termina, el mall de Chiriquí organiza una pasarela canina. Perros de todas las razas, coquetamente vestidos, pasean por una rampa y en los parlantes se escucha Major Lazer.
En la parada del bus, un arquetipo de cubano veinteañero –pantalón estilo Aladino, una camiseta holgada roja y unas zapatillas New Balance también rojas– revolea su pasaporte y, saltándose todos los tiempos de estancia establecidos, le grita a otro:
–Ya esto no da más, broder. Ya soy americano. Aquí lo dice. A-m-e-r-i-c-a-n-o.
Afuera comienza a llover con rabia. Es el sábado 7 de mayo de 2016. La grisura rígida del cielo panameño finalmente se ha cuarteado, como una estría en la piel.
Este texto fue originalmente publicado en Univisión Noticias y luego en El Estornudo, medio amigo de CTXT.
A las nueve de la mañana de su último sábado en Panamá, en el portal del concurrido albergue que desde hace un par de meses ocupa junto a otros centenares de cubanos, Arelys Trujillo rasura sus largas y refinadas piernas de cuarenta y cinco años con afeitadas temerarias que avanzan sin detenerse desde los...
Autor >
Carlos Manuel Álvarez Rodríguez (El Estornudo)
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