Análisis
¿Por qué lo llaman empleo cuando quieren decir pobreza?
Nos encontramos en una transición de una sociedad del empleo y, en algunas ocasiones, del pleno empleo, a una sociedad de los empleos, en la que tener trabajo no garantiza pertenecer a la clase media, ni siquiera escapar de la pobreza
Andrés Villena Oliver 2/11/2016
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Hace ya más de 16 años que el sociólogo alemán Ulrich Beck publicó Un nuevo mundo feliz. En este ensayo, el profesor de la London School of Economics recientemente fallecido exponía su teoría de la “brasileñización de Occidente”: los países desarrollados se encaminan, por la vía de la globalización neoliberal y de la automatización de muchas de las operaciones de las empresas, a una era en la que el subempleo es la característica más sobresaliente; en este sentido, no será raro que un padre o una madre de familia terminen su primer trabajo a la una de la tarde y caminen hasta coger el autobús para su segundo empleo, que se prolongará hasta el final de una larguísima jornada. Serán pocos los que disfruten de un trabajo fijo y adecuadamente remunerado; estos pertenecerán a una élite súper formada que, no obstante, tendrá también que aceptar la irreversible flexibilización laboral en una era en la que la inseguridad individual y colectiva es el medio en el que vivir y relacionarse. Para el antropólogo David Harvey, se trata de la “acumulación flexible”, una fase del capitalismo en la que el dinero ha roto las barreras espacio temporales para obtener más rentabilidad: una fiesta financiera que tiene notables consecuencias en la asignación de los recursos económicos y, como consecuencia, en la organización de la vida de las personas.
En este escenario distópico descrito por Beck, el paro es prácticamente inexistente: el Estado del bienestar no puede proveer de seguridad a los ciudadanos que, como caracoles, van acumulando y guardando en su caparazón experiencia, ahorros --si esto es posible-- y contactos (redes) para utilizarlos como adaptación al nuevo entorno social, económico y político. Los efectos sobre la democracia son letales; para Beck, “el neoliberalismo es una forma de analfabetismo democrático”. No obstante, su solución para este problema no es tampoco la panacea: garantizar una renta mínima a todos los ciudadanos para que puedan ejercer trabajos necesarios en la comunidad: cuidados familiares, trabajos artísticos, tareas domésticas, etc. No se trata de una renta básica sino de un contrato con la comunidad que, eso sí, marca una fuerte diferencia entre empleo y trabajo. Pese a que Beck trata de ser progresista en sus soluciones, sus reflexiones flotan en un determinismo negativo: terminada la era del empleo, toca estrenar estrategias para evitar la caída al vacío.
¿Ha iniciado España el camino hacia su “brasileñización”? ¿Asistimos a una progresiva sustitución de los parados subsidiados por trabajadores bajo condiciones de privación material?
¿Ha iniciado España el camino hacia su “brasileñización”? ¿Asistimos a una progresiva sustitución de los parados subsidiados por trabajadores bajo condiciones de privación material? Según la Encuesta de Población Activa (EPA) correspondiente al tercer trimestre de este año, el paro ha descendido al 18,9%, quedando en 4.320.000 el número de españoles que, pese a estar buscando activamente un empleo, no son capaces de encontrarlo en el territorio nacional. Si bien la reducción del desempleo constituye en España una buena noticia (si esta no se debe a la emigración, al efecto desánimo, a la depresión o a los suicidios, por señalar algunos factores explicativos a los que no suele prestarse mucha atención), existen sobradas razones para pensar que se está produciendo una transformación del mundo del trabajo que se puede resumir de la siguiente manera: nos encontramos en una transición de una sociedad del empleo y, en algunas ocasiones, del pleno empleo, a una sociedad de los empleos, en la que tener trabajo no garantiza pertenecer a la clase media, ni siquiera escapar de la pobreza. En ese “trade off” entre pobreza y desempleo, el primero de los dos fenómenos gana enteros con el paso de los años y de las reformas legislativas. En este sentido, el continuo ascenso del trabajo temporal, la importancia del empleo a tiempo parcial no siempre elegido y el recurso a un trabajo indefinido progresivamente descargado de protección por las sucesivas reformas laborales son otros índices de este proceso de deterioro.
Todos los manuales ortodoxos de Economía coinciden al advertir de que España crea y destruye empleo de manera muy intensiva a lo largo de los ciclos económicos: al estar centrada en sectores de bajo valor añadido, como la construcción y la hostelería que, además, integran a mucha gente en el mercado laboral, experimenta caídas y recuperaciones que normalmente son de mayor cuantía que las de nuestros vecinos europeos. Pese a las 17 reformas laborales que hemos experimentado a lo largo de nuestra democracia, el ajuste económico en España suele hacerse “en cantidades”: la tendencia a despedir es claramente superior a la predisposición a rebajar los salarios o a sustituir los contratos vigentes en una empresa por otros dotados de menos horas (ajuste “en precio”). El hecho de que después de tantas reformas el desempleo ascienda cada vez a cotas más altas nos hace pensar que la variable legislativa explica bastante poco de este fenómeno.
El hecho de que después de tantas reformas el desempleo ascienda cada vez a cotas más altas nos hace pensar que la variable legislativa explica bastante poco de este fenómeno.
Paralelamente al incremento del empleo (y al descenso del paro), hay otros datos que demuestran que la citada brasileñización va más allá de la imaginación de algunos teóricos pesimistas: la última Encuesta de Condiciones de Vida del Instituto Nacional de Estadística (INE) revela que, a pesar de la recuperación del empleo, existe aún un 28,6% de los españoles que se encuentran en riesgo de pobreza y exclusión social: 13 millones de ciudadanos, una cantidad que, no obstante, se ha reducido ligeramente con respecto al ejercicio del 2014 (y que, además, un estudio de FAES reduce a solo el 7% gracias a una serie de supuestos propios). No obstante, la cercanía de esta fundación al ahora principal partido gubernamental suscita muchas dudas sobre la objetividad de los contenidos de este estudio.
Lo que está claro es que en España hay un grado más que preocupante de pobreza, dado que ese 28,6% señalado por el INE indica que casi uno de cada tres españoles sufre privaciones materiales preocupantes. Pero la evolución de otras variables aclara aún más el panorama: cuando observamos en la Encuesta de Condiciones de Vida la denominada “tasa de trabajadores pobres”, constatamos que esta era de 11,7% en el 2013, de 14,2% en el 2014 y de 14,8% en el 2015. Estos “working poor”, figura típica de lo que se ha denominado el “precariado”, representan un colectivo de ciudadanos que, a pesar de estar integrados en el mercado laboral, no ingresan lo suficiente para cubrir todas sus necesidades, sean estas alimenticias, energéticas o incluso vacacionales. Una prueba de que las cifras de empleo no lo dicen todo y de que España, a su manera, sí va penetrando en ese modelo de brasileñización ya proyectado para Europa hace ya casi dos décadas.
Este nuevo modelo se caracteriza, además, por la existencia de importantes redes de economía informal o sumergida (que en nuestro país tienen, además, un fuerte arraigo), formas de supervivencia alternativas a las ofrecidas por las instituciones oficiales. Sobrevivir puede depender de vivir al día, de los tratos con otras personas o de las redes familiares: en este sentido, una observación de las publicaciones sociológicas de estos últimos años revela la importancia que desde esta disciplina se está concediendo a las denominadas “redes de apoyo” para contrarrestar lo que se consideran debilidades crónicas del Estado del Bienestar. Una sociedad en estas condiciones se encuentra en permanente crisis fiscal (no se recauda lo suficiente), problemas redistributivos (el Estado no puede invertir tanto en partidas sociales) y alberga una gran bolsa de excluidos socialmente, un concepto que la Economía convencional no se ha preocupado por definir adecuadamente pero que la Sociología sí enmarca con mayor exactitud. La exclusión social no se identifica únicamente con la pobreza, sino que es la condición de los pobres que perciben con nitidez que no dejarán ya de serlo, así como que sus oportunidades de integrarse en la sociedad de consumo no son ya alcanzables.
Esto no es todo, ni mucho menos. Si se quiere sortear con cautela lo que el economista heterodoxo Ha Yoon Chang ha denominado la ideología económica (“todo es Economía”), hay que tener en cuenta que para medir el malestar de una determinada población no basta con realizar eficaces observaciones de los niveles de ingresos o del desempleo. Ni siquiera de la exclusión social. Existe hoy día un importantísimo colectivo de jóvenes y no tan jóvenes que experimentan un fenómeno definido por el sociólogo Robert Merton como la “privación relativa”: la impresión de que otros viven mejor que estos con unas condiciones de partida similares; la sensación de que no se mejorarán los resultados de las generaciones anteriores y, peor, la constatación, ya casi empírica, de que aquellas expectativas generadas durante los años de estudio nunca llegarán a cumplirse. No todo es medible con exactitud, pero estos fenómenos pueden tener efectos más que relevantes en el comportamiento económico de un país. Y, además, en la manera y en la solidez con la que una Economía nacional se recupera.
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