TRIBUNA
Llegó la hora de desmantelar el Partido Demócrata y empezar de nuevo
El poder establecido está escandalizado por el resultado de las elecciones de 2016, pero quizá tampoco quiera entenderlo, porque hacerlo supondría admitir su responsabilidad en la presidencia de Donald Trump
Robert Reich (In These Times) 20/11/2016
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Como primera medida, creo que es necesario que dimitan los miembros y los líderes del Comité Nacional Demócrata, para que sean reemplazados por personas dispuestas a crear un nuevo partido que represente a EE.UU., en el que estén todos aquellos que se sienten impotentes y marginados, ya sea porque nuestro sistema político los dejó fuera o porque nuestro sistema económico los dejó atrás.
El Partido Demócrata, tal y como está actualmente constituido, se ha convertido en una enorme máquina de recaudar fondos, que en demasiadas ocasiones representa los objetivos y valores de los intereses financieros. Esto no puede continuar. Las elecciones de 2016 han repudiado esta situación. Necesitamos un partido de la gente, un partido capaz de organizar y movilizar a los estadounidenses en contra del Partido Republicano de Donald Trump, que en breve se hará cargo de todos los poderes del gobierno de EE.UU. Necesitamos un Nuevo Partido Demócrata que luche contra la intolerancia y la creciente desigualdad.
Sería más preciso entender la victoria de Trump como un rechazo a las estructuras de poder estadounidenses
Lo que sucedió el martes en EE.UU. no debería verse como una victoria del odio sobre la decencia. Sería más preciso entenderlo como un rechazo a las estructuras de poder estadounidenses.
Estas estructuras tienen en su núcleo a los líderes de ambos partidos, sus estrategas políticos y sus recaudadores de fondos; a los principales medios de comunicación, ubicados en Nueva York y Washington D.C.; a las empresas más grandes del país, sus altos ejecutivos y los grupos de presión y asociaciones comerciales de Washington; a los bancos más grandes de Wall Street, sus altos cargos, corredores, gestores de fondos de inversión libre y capital privado y sus lacayos de Washington; y a los individuos millonarios que invierten directamente en política.
A comienzos del ciclo electoral de 2016, esta estructura de poder eligió como caballos ganadores a Hillary Clinton y a Jeb Bush para los partidos Demócrata y Republicano, respectivamente. Al fin y al cabo, ambos individuos contaban con una amplia base de personas que les financiaran, sólidas redes de informadores políticos, asesores políticos con experiencia y todo el reconocimiento imaginable que puede otorgar un apellido político respetado.
Pero sucedió una cosa curiosa en el viaje hacia la Casa Blanca. Donald Trump acabó siendo elegido para la presidencia, una persona que hizo fortuna vendiendo torres de oficinas y casinos y, más recientemente, protagonizando un popular programa de telerrealidad, que nunca ha ocupado un cargo electivo y que nunca ha tenido nada que ver con el Partido Republicano. Hillary Clinton ganó el voto popular por un pequeño margen, aunque no fue suficiente para que los Estados y sus electores pudieran adjudicarse la victoria.
Lo más llamativo de la derrota de Hillary Clinton es que su campaña superó con creces el gasto realizado por la campaña de Trump en anuncios de televisión y radio, así como en esfuerzos realizados para pedir el voto.
La campaña de Clinton superó con creces el gasto realizado por la de Trump en anuncios de televisión y radio
Además, para las elecciones generales su campaña recibió el apoyo no solo de los mandamases del Partido Democrático, sino también de muchos líderes Republicanos, entre los que se encontraban la mayoría de los habitantes de Wall Street más activos políticamente, los grandes ejecutivos de las empresas más grandes de EE.UU. y hasta el expresidente Republicano George HW Bush. Su equipo de campaña estaba dirigido por profesionales experimentados que conocían el terreno, contaba con el apoyo visible y poderoso de Barack Obama, cuya popularidad se ha disparado en los últimos meses, y también con el apoyo de su popular mujer. Además, por supuesto, tenía a su marido.
Trump, en cambio, fue rechazado por los núcleos de poder. Mitt Romney, el candidato republicano a la presidencia en 2012, trabajó activamente para evitar la nominación de Trump. Muchos altos cargos republicanos se negaron a avalarlo o incluso a apoyarlo públicamente. El Comité Nacional Republicano no recaudó tanto dinero para Trump como hizo para otros candidatos a presidente republicanos.
¿Qué sucedió?
Hubo señales previas del terremoto político que se avecinaba. Al fin y al cabo, Trump había ganado las primarias republicanas. Más aún, el oponente de Clinton en las primarias demócratas había sido el candidato más improbable que se pueda imaginar: un senador judío de 74 años procedente de Vermont que se autodenominaba un socialista democrático, aunque ni siquiera pertenecía al partido demócrata. Bernie Sanders acabó ganando 22 Estados y el 47% del voto en esas primarias. El argumento principal de Sanders fue que el sistema político y económico del país estaba manipulado para favorecer a las grandes empresas, a Wall Street y a los multimillonarios.
Los grupos de poder de EE.UU. tacharon a Sanders de aberración y, hasta hace poco, tampoco se tomaban a Trump en serio. Un conocido asesor político me contó hace poco que la mayoría de los estadounidenses estaban contentos con el statu quo: “La economía está en forma”, me dijo, “muchos estadounidenses están mejor que nunca”.
Los indicadores económicos puede que estén al alza, pero esos mismos indicadores no reflejan la inseguridad que muchos estadounidenses siguen padeciendo, o la aparente arbitrariedad e injusticia de la que siguen siendo objeto. Como tampoco reflejan la relación que muchos estadounidenses observan entre dinero y poder, salarios reales estancados o bajando, sueldos de directivos por las nubes y cómo los centros del dinero menoscaban la democracia.
Los indicadores económicos no reflejan la inseguridad que muchos estadounidenses siguen padeciendo
El sueldo medio de una familia es más bajo de lo que era hace 16 años, restando la inflación acumulada. Los trabajadores sin carrera universitaria, la antigua clase trabajadora, se han quedado todavía más atrás. Mientras tanto, la mayoría de las ganancias han ido a parar a los de arriba. Todas estas ganancias se han traducido en suficiente poder político como para conseguir rescates bancarios, subsidios a empresas, lagunas tributarias especiales, acuerdos comerciales favorables y cada vez más poder en el mercado sin que las leyes antimonopolio interfieran en sus asuntos, todo lo cual ha resultado en salarios más bajos y en mayores beneficios.
La riqueza, el poder y el capitalismo clientelista están hechos el uno para el otro. Los estadounidenses son conscientes de que les han adelantado y culpan a las clases dirigentes de lo ocurrido.
Hubo un tiempo en que el Partido Demócrata representaba a la clase trabajadora. Sin embargo, a lo largo de las últimas tres décadas, los recaudadores de fondos de Washington, los analistas y los encuestadores se han apoderado del partido y han centrado sus intereses en conseguir dinero para financiar campañas por parte de empresas y ejecutivos de Wall Street y en conseguir los votos de los hogares de clase media-alta en los barrios fluctuantes. Clinton y Obama promovieron acuerdos de libre comercio sin proporcionar a millones de trabajadores, que perdieron su trabajo por ello
Los demócratas han ocupado la Casa Blanca 16 de los últimos 24 años, y durante cuatro de esos años tuvieron el control de ambas cámaras del Congreso. Sin embargo, durante todo ese tiempo fueron incapaces de contrarrestar la bajada de los salarios de la clase trabajadora y la falta de seguridad económica. Tanto Bill Clinton como Barack Obama promovieron de manera vehemente acuerdos de libre comercio sin proporcionar a millones de trabajadores, que perdieron su trabajo a causa de ello, los medios necesarios para conseguir nuevos trabajos que pagaran al menos como los que habían perdido.
La afiliación a los sindicatos cayó del 22% de los trabajadores cuando Bill Clinton fue elegido presidente a menos de 12% hoy en día
Permanecieron inmóviles mientras las empresas azotaban a los sindicatos, la espina dorsal de la clase blanca trabajadora, y fueron incapaces de hacer una reforma laboral que impusiera sanciones ejemplares a las empresas que las violaban las leyes, o de ayudar a los trabajadores a formar sindicatos con simples votaciones a favor o en contra. En parte, el resultado es que la afiliación a los sindicatos cayó del 22% de los trabajadores cuando Bill Clinton fue elegido presidente a menos de 12% hoy en día, y que la clase trabajadora perdió el poder de negociación que tenía para exigir una parte de las ganancias económicas.
Bill Clinton y Obama permitieron también que se atrofiaran las normas para el cumplimiento antimonopolio, lo que dio como resultado que las grandes compañías se hicieran todavía más grandes y que las industrias principales estén ahora concentradas en unas pocas manos. La consecuencia lógica de esta combinación, más comercio, menor afiliación sindical y mayor concentración industrial, ha sido que el poder económico y político se ha desplazado hacia las grandes empresas y que la clase trabajadora ha salido duramente perjudicada. Esta situación generó un espacio para la demagogia autoritaria de Donald Trump, y por tanto para su presidencia.
Los estadounidenses han acabado por rebelarse y apoyar a alguien que quiere fortalecer los EE.UU. frente a los extranjeros y frente a los bienes fabricados en el extranjero. Sin duda, los poderosos temen que el aislamiento de Trump ponga obstáculos al crecimiento económico, pero para la mayoría de los estadounidenses esto carece de valor ya que llevan años sin poder participar de esos beneficios, aunque sí estaban cargando con la mayoría de sus consecuencias negativas, en forma de pérdida de trabajos y salarios reducidos.
El poder establecido está escandalizado por el resultado de las elecciones de 2016 porque había cercenado todo contacto con las vidas y preocupaciones de la mayoría de los estadounidenses, pero quizá tampoco quiera entenderlo, porque hacerlo supondría admitir su responsabilidad en causar la presidencia de Donald Trump.
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Traducción de Álvaro San José.
Este texto apareció publicado originalmente en la revista In These Times.
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