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Arlie Russell Hochschild / Socióloga

“Para la clase trabajadora blanca, Trump es casi un fenómeno religioso”

Álvaro Guzmán Bastida Nueva York , 26/10/2016

<p>Arlie Hochschild en una conferencia en la Universidad de Stanford.</p>

Arlie Hochschild en una conferencia en la Universidad de Stanford.

Paige K. Parsons

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¿Qué pasa después de las elecciones del 8 de noviembre? La mayoría de los comentaristas liberales, en el sentido anglosajón del término, sueñan con correr un tupido velo sobre la revuelta del ‘trumpismo’ --como una pesadilla repleta de fanatismo y “deplorable” ignorancia-- tras vencer al magnate en las urnas. Eso, considera Arlie Russell Hochschild (Boston, 1940), sería un terrible error. La aclamada socióloga lleva un lustro haciendo un examen de conciencia en nombre del Partido Demócrata. Ha plasmado sus penitencias en un nuevo libro,  Strangers in their Own Land: Anger and Mourning on the American Right (Extranjeros en su propia tierra: ira y luto en la derecha americana).

Russell Hochschild, que comenzó su investigación mucho antes de que Trump entrase en política, detectó la fractura entre la derecha radical ‘antiEstado’, materializada en el entonces advenedizo Tea Party, y unas élites progresistas cargadas de desdén y suficiencia. Para esta profesora emérita de Berkeley, gran parte de la clase trabajadora blanca, “muy buena gente con preocupaciones muy reales”, se siente olvidada por el Partido Demócrata, a pesar de ser sus aliados naturales. “Muchos sienten simpatía por Bernie Sanders. La pelota está en el tejado de los demócratas. El error es suyo: han abandonado a la clase trabajadora”, advierte en una conversación por Skype.

A sus setenta años, Hochschild, decidió dejar atrás un cómodo hábitat de intelectuales que compartían sus ideas progresistas para adentrarse en el sur profundo de los Estados Unidos. Se mudó al seno de la Luisiana más homogéneamente blanca, cristiana, rural y empobrecida, para tratar de entender qué alimentaba el odio al Estado y a la redistribución que imperaban en esta zona. El resultado es un formidable retrato de la derecha estadounidense y de lo que Russell Hochschild llama su deep story (historia profunda), que le ha valido la nominación al  National Book Award.

¿Por qué decidió embarcarse en este proyecto, que le ha costado cinco años?

Hace cinco años, ya notaba una enorme división en Estados Unidos entre izquierda y derecha. Esta brecha crecía y crecía no porque la izquierda se estuviese moviendo hacia la izquierda, sino porque la derecha se hacía más de derechas. Me di cuenta de que no entendía este fenómeno en absoluto, de que vivía en un lugar  habitado por gente que tampoco lo entendía. Así que decidí salir de ahí y encontrar un entorno lo más diferente del mío que pudiese. Lo halle en el sur, donde la derecha ha crecido más rápidamente. Luisiana era el supersur, blanco, viejo y religioso. Era lo que de verdad quería conocer.

Mi objetivo era descifrar la paradoja de este Estado rojo [Estado republicano]. En Estados Unidos, son los Estados más pobres, los que tienen más familias desestructuradas, los peores sistemas sanitarios y de educación, y reciben más dinero del Gobierno federal del que pagan en impuestos, los que, a su vez, se oponen con más virulencia al Estado y quieren reducir su poder. Esa es la paradoja. Si tienes un problema, ¿por qué no quieres que te ayuden?

Todo eso se llevaba al extremo en Luisiana. Era el Estado más pobre en la Unión. El 44% de su presupuesto venía de Gobierno federal, y aun así era el Estado más pro Tea Party, el más conservador. Pensé “esto es perfecto”. Desconecté mi sistema de alarmas político y moral para poder escuchar e intentar escalar la ‘pared de empatía’, que me separaba de esa gente. Quería averiguar qué sentían y por qué sentían lo que sentían. Ese era el proyecto.

Describe su viaje de cinco años como la búsqueda de una historia profunda. ¿A qué se refiere?

Es el concepto básico del libro. Cuando preguntamos a alguien “¿Cuáles son tus ideas políticas?” es de esperar que respondan hablando de sus valores, y del tipo de políticas que les gustaría ver aplicadas. Pero debajo de eso hay algo más básico. Yo lo llamo deep story (historia profunda).

El Partido Demócrata se está desangrando. La gente obrera lo abandona en masa, haciendo que sea la izquierda la que se convierte en extranjera en su propia tierra

Todos, seamos de izquierdas o de derechas, la tenemos. Es la historia de la vida como cada uno la siente, desprovista de juicios morales y de hechos. Es como un sueño, pero uno que parece real. La historia profunda de la derecha que subyace en todo lo que escuché durante estos cinco años es esta: uno se encuentra haciendo fila, como en un peregrinaje. Al final de esa fila está el sueño americano, que desea y cree merecer, porque ha cumplido las reglas y trabajado duro toda la vida. Pero la fila no se mueve. De repente, uno empieza a ver cómo otra gente se cuela por delante de él en la fila. Eso provoca una enorme sensación de injusticia

¿Quién ‘se cuela’ en esta historia? ¿No hay nadie encargado de evitarlo?

Los que se cuelan son negros que, mediante políticas de discriminación positiva, tienen acceso a trabajos que normalmente estaban reservados para blancos. Antes de la Affirmative Action, las políticas estatales de discriminación positiva, las mujeres no podían acceder a los trabajos de hombres. Ahora pueden. Inmigrantes y refugiados, todos estos grupos.

Esta gente que espera en la fila no tiene ningún rencor contra nadie en concreto. Solo quieren alcanzar el sueño americano, pero algo se interpone en sus caminos y les empuja hacia atrás. En esta historia, esto es culpa de Barack Obama, que debería patrullar la cola. Para todo el mundo parece que él sea el que facilita que otros se cuelen. Esto hace del Gobierno federal una máquina gigante de marginalización. “Es su gobierno, no el nuestro. No quiero pagarles impuestos. Quiero estar fuera. Soy un extranjero en mi propia tierra”.

Hay otra parte de esta deep story: mientras la fila no avanza, ves a alguien delante de ti darse la vuelta y decir “Estúpidos sureños. Estáis atrasados. Sois unos ignorantes”. Es como una bofetada.

¿Qué pensó cuando oyó a Hillary Clinton llamar “deplorables” a la mitad de los votantes de Trump?

Me hubiera gustado meterla en un avión conmigo, traermela a Lake Charles, Luisiana, y presentarle a la gente de estos pequeños pueblos, a la que he llegado a conocer muy bien, y pedirle que se sentase, tomase una cerveza, fuese de pesca y conociese a alguna de esta gente estupenda que en absoluto es deplorable, sino muy admirable, pero vive en una verdad diferente. De hecho, ella podría hacer mucho para resolver sus problemas si se preocupase por conocerlos.

¿Cree que esa gente siente se siente ignorada por el Partido Demócrata?

Exactamente. Ese es el mensaje del libro, que hay muy buena gente con preocupaciones muy reales, que se siente olvidada. El Partido Demócrata, el partido de los trabajadores, se está desangrando. La gente trabajadora abandona el partido en masa, haciendo que sea la izquierda la que se convierte en extranjera en su propia tierra. No son en absoluto deplorables. Son sus aliados naturales. Muchos sienten simpatía por Bernie Sanders, a quien llaman, con afecto, “tío Bernie”. De hecho ya estamos de acuerdo en muchas cosas. La pelota está en el tejado de los demócratas. El error es suyo: han abandonado a la clase trabajadora.

Uno de los personajes del libro, Mike, sufrió a causa de un desastre medioambiental, y es muy activo en luchas ecologistas, pero también se opone a la regulación estatal. ¿Cómo conviven en él esas ideas?

Es cierto. Mike es ahora ecologista, pero también va a votar a Donald Trump. ¿Por qué desconfía del Estado y quisiera no pagar impuestos? Creo que hay tres respuestas en su caso. Uno es la historia profunda. Me dijo: “Encarno tu metáfora”. Considera que el Estado es un instrumento de su propia marginalización. También cree que representa al Norte, siempre diciéndole al Sur qué hacer, como en tiempos de la Guerra Civil, y eso no le gusta. Y hay una tercera razón: Mike siente que el gobierno de Luisiana ha sido un instrumento al servicio del petróleo, y piensa lo mismo sobre el Gobierno federal, que es un instrumento al servicio de la industria.

Eso se acerca bastante a una perspectiva progresista. Tal y como yo lo entiendo, las grandes empresas petroquímicas y petroleras son las nuevas plantaciones esclavistas. Son instituciones de alta inversión y de enorme rentabilidad que han comprado el gobierno estatal. Pagan al Estado para que este haga su licitación. Es como si el Estado formase parte de la empresa. Estas grandes empresas han usado una estrategia emocional. Dicen: “Necesitamos mil quinientos millones de dólares del dinero de los contribuyentes para poder poner nuestras raíces aquí en Luisiana y no ir a Tejas”. Con un pellizco de ese dinero, reparten regalos. Pagan los uniformes del equipo de fútbol americano de la Universidad Estatal de Luisiana, de la Audubon Society para la protección de la naturaleza, o financian una clase de ciencias de primaria. La gente dice: “Las empresas son bondadosas. Nos dan regalos y nos dan trabajo”.

Se sienten en competencia con los negros. Sienten que los negros han ido hacia arriba y ellos hacia abajo, y que ellos también son una minoría

Son, sin embargo, plantas altamente automatizadas que importan trabajadores extranjeros, instaladores de tuberías filipinos y químicos del Instituto Tecnológico de Massachusetts. Generan muy pocos trabajos permanentes para la gente de Luisiana, un 16%, según la mayoría de las estimaciones. El resto son profesores, enfermeras, funcionarios estatales Pero la empresa goza de una buena reputación. Mientras tanto, el Estado está haciendo el trabajo sucio de las empresas. Su misión es hacer como que protegen a las personas de la contaminación, aunque no las protejan realmente. De este modo, la gente odia al Estado y ama a las empresas.

Los progresistas llegan y preguntan, consternados: “¿Por qué amas a la empresa que está contaminando y odias al Estado que podría solucionar tu problema?”. Ellos no lo ven así. Este es un Estado cautivo. No me extraña que no les guste. Está dominado, es un instrumento del petróleo.

Ha mencionado las plantaciones de esclavos, parte de la larga, profunda y enraizada historia de la discriminación racial en Luisiana. Muchos progresistas achacan las quejas de gente como los personajes de su libro a la nostalgia por los privilegios inmerecidos de ese pasado. Los acusan de racistas. ¿Qué falla en ese análisis?

Es parcial y distorsionado. Sugiere que el problema solo está en el Sur. Creo que es un problema nacional. También saca los prejuicios raciales fuera de un contexto más amplio, al que me refiero en el libro como honor squeeze, o sofocamiento cultural. Esta es gente que se siente abandonada en el camino de muchas maneras. Son gente religiosa en una sociedad secularizante. No se puede decir Feliz Navidad en un lugar público, hay que decir felices fiestas o solo feliz. Como sureños, se sienten despreciados como región. Es más cool estar en Nueva York, San Francisco, Los Ángeles.

Llegar a entender la historia profunda de cada persona es un paso preliminar para respetar y entender qué  lleva a la gente a pensar lo que piensa en política

Sienten que su actitud con respecto la familia es ahora ilegal en el país, desde que el Tribunal Supremo dictaminó que las mujeres tienen derecho a abortar en ciertas circunstancias y que los gais tienen derecho a casarse. Todo esto les lleva a sentirse demográfica, social, cultural y económicamente marginados. Los sentimientos raciales son una parte de eso. Se sienten en competencia con los negros. Sienten que los negros han ido hacia arriba y ellos hacia abajo, y que ellos también son una minoría.

Donald Trump no había dado el salto a la política durante la mayor parte de su investigación. ¿Cómo afectó a la gente que aparece en su libro el ascenso de Trump hasta la nominación del Partido Republicano?

Cuando fui a un mitin de Donald Trump antes de las primarias en Luisiana, en marzo de este año, me di cuenta de que había pasado cuatro años y medio estudiando un montón de leña, y ahora con Donald Trump estaba estudiando la cerilla que encendería la hoguera. Ellos se sienten extranjeros en su propia tierra, a la deriva a bordo de una América sin rumbo. Él se presentó como un salvador. Les prometió todo, recuperar la dignidad. Hablaba por ellos “Sí, os sentís tirados. Vais cayendo poco a poco…. Yo os levantaré”. Era un fenómeno casi religioso.

En el libro describe su encuentro con una cantante de gospel, Madonna Macy, quien le habló de locutor de radio favorito, un periodista extremadamente conservador. ¿Qué aprendió cuando la conoció?

La conocí en una reunión de Mujeres Republicanas del suroeste de Luisiana, en Lake Charles y me dijo “Amo a Rush Limbaugh”, un popular comentarista de radio de derechas, agresivo y extremadamente conservador, probablemente el más popular en las ondas americanas. Le pregunté por qué le gustaba. “Odia a las feminazis”, me respondió. Entonces, le pregunté: “¿Qué es una feminazi?”. “Son esas feministas que quieren ser iguales que los hombres. Son malas, ambiciosas, egocéntricas”. Esa era su visión. Luego dijo amablemente: “¿Ha sido difícil escucharme?” y añadió: “En realidad, veo en Rush Limbaugh a alguien que me protege de gente como tú. Los liberales creen que soy retrógrada e inculta, y que tengo una actitud equivocada, que soy racista, sexista y homófoba, y, a lo mejor, también gorda”. Sentía que los progresistas imponían incluso reglas alimentarias en el sur, donde aman la comida frita.

Hay otro personaje en el libro, llamado Lee, que encarna la gran paradoja porque apoya, también, las causas ecologistas a la vez que las políticas antiregulación del Tea Party. ¿Le despidieron por contaminar un estuario? ¿Cómo puede ser que no culpe a la empresa que le empleaba, que sigue siendo muy poderosa en Luisiana?

Es un hombre que tuvo que hacer el trabajo sucio de la empresa durante años. Todos los días, al caer el sol, vertía a escondidas un residuo caliente, tóxico y peligroso en una vía de agua pública. Se sentía muy culpable por hacerlo. Luego enfermó por culpa de aquello, porque estaba expuesto a un producto químico tóxico. Estuvo de baja por enfermedad, y entonces le despidieron por absentismo.

Odiaba a la empresa, Axiall, por haberle hecho eso. Me dijo: “Mi mujer tuvo que esconder la pistola. Estaba tan enfadado por lo que me habían hecho...” Al mismo tiempo, sintió que el Estado no le estaba protegiendo de los abusos de la empresa. Es la lógica que he visto por todas partes: la gente odia al Estado porque recauda impuestos y se supone que tiene que hacer cosas buenas, pero después sienten que sirve para marginarlos.

La historia de Lee continuó, y logró vengarse de la empresa. Los residuos estaban contaminando los peces, y esto llevó al gobierno a sugerir un límite en el pescado que la gente podía comer. Los pescadores y los dueños de restaurantes se pusieron furiosos. La recomendación del Estado les dejaba sin negocio. Hubo una gran reunión con 1.000 personas. Lee Sherman subió al escenario con una pancarta que rezaba: “Yo fui el que vertió el residuo tóxico en el agua”. Los pescadores tuvieron que rascarse la cabeza y decir: “Supongo que la culpa no es del gran Estado, sino de la gran empresa”.

Ahora Lee quiere vengarse del Estado. A sus 83 años está poniendo pancartas para el candidato del Tea Party al Congreso por Luisiana.

Usted menciona en su libro la emoción como un ingrediente clave en la política. ¿Por qué es importante como elemento de análisis?

Creo que llegar a entender la historia profunda de cada uno de nosotros es un paso preliminar para respetar y entender, fundamentalmente, qué  lleva a la gente a pensar lo que piensa en política. Eso nos abre a otros. No es un fin en sí mismo exactamente, pero hay que hacerlo, De lo contrario el diálogo será inútil y defensivo. Tenemos que crear --y me refiero a la nación en su conjunto, izquierda y derecha-- una zona de seguridad en la que podamos comunicarnos sobre estos asuntos de manera abierta y productiva. Esto no sucederá a no ser que analicemos las bases emocionales de nuestras convicciones políticas.

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Traducción: Adriana M. Andrade.

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Autor >

Álvaro Guzmán Bastida

Nacido en Pamplona en plenos Sanfermines, ha vivido en Barcelona, Londres, Misuri, Carolina del Norte, Macondo, Buenos Aires y, ahora, Nueva York. Dicen que estudió dos másteres, de Periodismo y Política, en Columbia, que trabajó en Al Jazeera, y que tiene los pies planos. Escribe sobre política, economía, cultura y movimientos sociales, pero en realidad, solo le importa el resultado de Osasuna el domingo.

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1 comentario(s)

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  1. yo

    Les promete que volveral las fabricas y el tipo tiene las suyas fuera de USA ja,ja,ja,ja,ja.Y se lo creen ,q es lo peor.Pues si es algo "religioso" no esta mal la comparacion.

    Hace 8 años

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