Un sorbo de agua en el Neva: a 99 años de la Revolución Rusa
¿Pueden los izquierdistas brindar aún por la caída del Palacio de Invierno? Los principios del socialismo están adquiriendo una viabilidad renovada pero requieren voluntad política e imaginación
Luis Fernando Medina Sierra 23/11/2016
En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
---------------------------------
CTXT necesita la ayuda de sus lectores para seguir siendo un medio radicalmente libre e independiente. ¿Nos echas un cable?
---------------------------------
Aunque las tecnologías confiables para tal propósito solo se desarrollaron en el siglo XX, el problema de cómo matar el mayor número de personas en el menor tiempo posible ha sido una vieja obsesión humana. Antes de que durante la revolución industrial se domesticaran las fuerzas del vapor, la química y la electricidad no había muchas opciones de dónde escoger. Pero el ingenio humano siempre encuentra la forma como lo pudieron descubrir en 1794 los lectores berlineses de los panfletos que allí publicaban franceses emigrados relatando los eventos de su país sacudido por la revolución y dividido por la guerra civil. Según esos panfletos, los republicanos franceses estaban metiendo gente en pequeños botes que luego hundían en medio de los ríos, ahogando a todos sus ocupantes con niveles de eficiencia comparables a los de los camiones que utilizaron los nazis antes de perfeccionar el diseño de la cámara de gas.
Es muy probable que entre los lectores de aquellos panfletos se encontrara un estudiante de teología de la impresionable edad de 24 años: Georg Wilhelm Hegel. Él seguía con avidez los eventos de Francia en aquel momento y en su correspondencia se refiere a este tipo de material. Es un hecho que la imagen de los ahogamientos masivos le impactó. En su Fenomenología del espíritu, escrita más de diez años después, afirmaba que la “obra y hecho” de la Revolución Francesa había sido “la muerte, una muerte que no tiene ninguna profundidad ni plenitud... la más fría, superficial de las muertes, sin más importancia que la de cortar una cabeza de repollo o tomar un sorbo de agua”.
Hegel era tan lúcido como cualquier otro acerca de los horrores que la revolución y la guerra civil habían representado para Francia. Criticó sin cuartel el Terror. Sin embargo, de acuerdo con una anécdota ampliamente considerada creíble a la luz de sus escritos posteriores, aún en 1826, casi cuarenta años después de la toma de la Bastilla, seguía haciendo un brindis por la Revolución Francesa.
¿Y 1917? A casi cien años de la caída del Palacio de Invierno, sabiendo todo lo que sabemos acerca de la historia subsiguiente, ¿pueden los izquierdistas de buena conciencia hacer un brindis por tal evento? Puede ser.
Según la narrativa dominante, la Revolución Bolchevique fue un fracaso absoluto y sin embargo el estado que construyó duró mucho más, y fue más exitoso en medio de más adversidades que las primeras dos repúblicas francesas emanadas de la revolución de 1789. La coronación de Napoleón como emperador en 1799 puso fin a la Primera República y, de todas maneras, para 1815 ya Napoleón estaba derrotado y la restauración estaba en plena marcha. No tuvo mejor suerte la Segunda República. Nacida de la revolución de 1848 murió sin aspavientos con la proclamación de Napoleón III en 1851. La vibrante y radical Tercera República a cargo de conmemorar el primer centenario de la Bastilla apenas tenía 17 años en ese momento y su salud era más bien equívoca como lo vino a mostrar pocos años después el affaire Dreyfuss. La otra gran revolución del siglo 18, la americana de 1776, tuvo una navegación más tranquila (sobre aguas más reposadas) y sin embargo, aquellos que celebraron su centenario entendían claramente que hacía menos de una década la república había estado a punto de autodestruirse en una guerra civil que mató mucha más gente que casi todos los conflictos europeos de la época. En el siglo 19, en suelo europeo solo todas las guerras napoleónicas combinadas durante sus trece años exceden su saldo de muertes.
A pesar de estos crudos hechos, la Revolución Bolchevique no parece que vaya a recibir la indulgencia que confieren los centenarios. Por supuesto, los descomunales eventos subsiguientes juegan un papel. El conocimiento histórico ha aumentado en los últimos años con la apertura (intermitente) de los archivos soviéticos. El número de víctimas de Stalin ha resultado menor de lo que se creía durante la Guerra Fría pero aun así, aun con los estimativos más conservadores, no hay duda de que se trató de crímenes inefables.
A un siglo de distancia no está claro el objetivo de este cotejo de números a la hora de valorar el significado actual de la revolución. Ningún reconteo va a convertir a los Bolcheviques retrospectivamente en un grupo de liberales parlamentaristas, eso está claro. Pero si en una época era considerado crucial estudiar todos los rasgos personales de Lenin o Stalin, cada vez es más difícil entender el objeto de todo esto. Después de todo, si, ignorando los muchísimos factores en juego, los desastres que se abatieron sobre la Unión Soviética se pudieran explicar simplemente por el carácter sanguinario de sus fundadores, ¿por qué no intentarlo de nuevo, esta vez con un personal de mejor calidad?
Pero esa no es la lección que se espera aprendamos. Desde 1989 se ha puesto de moda decir que la verdadera lección es que todo gran diseño de cambio social conduce inevitablemente al desastre.
Es difícil tomarse en serio esta lección cuando quienes la pronuncian generalmente son los responsables de diseños de grandiosa escala. El plan para convertir Irak y todo el Oriente Medio en una amalgama de democracias de libre mercado a partir de la superioridad en fuerza aérea es, con seguridad, uno de los planes de política exterior más ambiciosos jamás concebidos. No fue exactamente modestia lo que llevó a un grupo de tecnócratas a fusionar las monedas nacionales de diecinueve países en una sola, encargada de las transacciones de más de 300 millones de personas y gobernada por un banco central protegido de todo desorden democrático. La arrogancia con la que las autoridades de Corea del Norte declararon que para 2012 su país sería “estable y próspero” palidece al compararla con estos ejemplos.
El punto no es criticar los grandes planes. En un mundo crecientemente complejo, donde millones de personas están conectadas por todo tipo de circuitos, los grandes planes son una parte inevitable de toda formación responsable de políticas. Pero, a juzgar por el consenso prevalente, solo ciertos planes, aquellos concebidos por las personas “correctas”, son permisibles.
“Lo intentamos, falló” sigue siendo un mantra muy potente en el debate sobre el socialismo. Pero aquí es donde merece la pena mirar de nuevo el gesto de Hegel. Más que un capricho, era el resultado de una profunda reflexión sobre el papel de la historia y su apropiación por la sociedad.
En nuestras vidas privadas muy rara vez aplicamos las consecuencias negativas de la máxima de “lo intentamos, falló”. Conducir, montar a caballo, jugar tenis, actuar en escena serían actividades imposibles si decidiéramos no volver a intentar tras el fracaso inicial. Esto es obvio. Hegel, en forma más controversial, quería defender una conclusión similar acerca de las colectividades y sus experiencias históricas. Para él, los horrores de la Revolución Francesa eran no solo comprensibles sino incluso inevitables ya que los principios universales de Liberté, Egalité, Fraternité eran aún una fórmula abstracta que no había echado raíces en las instituciones sociales. Como tales, tenían que aparecer en primera instancia simplemente como consignas de fanáticos, una fórmula para el desastre.
Pero las cosas no tienen por qué parar ahí. Hegel creía que esos mismos principios abstractos podían con el correr del tiempo adquirir forma y cuerpo en nuestras prácticas sociales, volviéndose entonces una posibilidad real. De hecho, para él el constitucionalismo alemán imperante en su edad madura ya estaba anunciando dicho momento histórico.
Los detalles del argumento de Hegel no tienen por qué ocuparnos en este momento sobre todo porque ni siquiera hay consenso al respecto entre quienes han dedicado mucho más tiempo que yo a su estudio. Pero sí que plantean una posibilidad inquietante: ¿sería posible decir algo similar sobre el proceso revolucionario de 1917? ¿Sería posible fijar nuestra mirada en el catálogo de atrocidades que vinieron después y aun así saludarlo como un evento histórico mundial cuyas metas nosotros sí podemos cumplir de una manera que sus protagonistas no podían?
Para los mismos bolcheviques era claro que no estaban preparados para la tarea que se habían impuesto. Su estrategia estaba basada en la premisa de una revolución mundial que no ocurrió. Las metas mismas no eran claras, lo cual es inherente a toda revolución. Las revoluciones no son operaciones políticas meticulosamente coreografiadas sino que son una explosión súbita en la que los más diversos actores luchan por el poder en un contexto en el que todas las reglas del juego han sido canceladas. No debe sorprender que en los días tumultuosos que siguieron a la toma bolchevique la misma definición de qué era un Estado socialista estuviera en permanente disputa.
En la práctica la consigna de “Todo el poder para los sóviets” podía significar todo tipo de cosas porque los sóviets mismos eran estructuras incipientes de toma colectiva de decisiones sin mayor experiencia relevante para las tareas de administrar un país.
No es este el sitio para describir en detalle la desconcertante cacofonía que rodeaba la definición de “poder soviético” en aquel momento. A veces podía significar el aplastamiento de todas las jerarquías económicas y políticas, dejando a la ciudadanía a cargo de conducir el país, según una visión cuasianarquista (una visión que, para consternación de sus aliados, Lenin propuso en su panfleto El Estado y la revolución pocos meses después de la toma del poder). A veces podía significar un conjunto de políticas económicas que permitieran la creación de asociaciones público-privadas, una opción que Lenin (aún antes de la NEP) consideró en 1918 en respuesta a la propuesta de Alexis Meshchersky, un empresario progresista del antiguo régimen. Lo que sí parece cierto es que la mayoría de los revolucionarios de aquel momento habrían reaccionado airados ante la idea de que lo que estaban construyendo era una economía de comando central aunada al tipo más implacable de gobierno autocrático (con aquel georgiano desconfiado a la cabeza, ni más ni menos). Lo que importa para nuestros propósitos, ahora que todos aquellos eventos han quedado muy atrás, es qué hacer hoy en día, dada nuestra situación, con los principios originales.
En medio de la proliferación de eslóganes que circularon durante aquel año de vértigo de 1917, la exigencia de “todo el poder para los sóviets” se destaca como la más problemática y peligrosa, pero al mismo tiempo como la más audaz y efectiva. Representaba una visión de control popular sobre la política y la economía que buscaba desencadenar todo un torrente de iniciativas desde abajo que, por lo menos así se esperaba, resultaría mucho más democrático que cualquier combinación posible de economía de mercado con instituciones representativas.
Ahora está claro que la empresa estaba condenada a fracasar. Se pueden aducir todo tipo de razones y aún hoy toda una legión de historiadores sigue tratando de discernir el peso relativo de cada una de ellas. Más allá del papel de las facciones, la ideología y las personalidades, las condiciones del momento hacían casi imposible que se pudiera consolidar una experiencia de poder popular democrático. El frente de guerra estaba colapsando, la economía estaba en caída libre, la guerra civil estaba comenzando, las instituciones del antiguo régimen estaba en ruinas, años de rabia, resentimiento y odio reprimidos estaban aflorando a la superficie con consecuencias criminales.
Quienes no recuerdan la historia están condenados a repetirla. Pero, ¿qué ocurre con aquellos a quienes su conocimiento de la historia los paraliza? ¿No están ellos, también, condenados? El reto de crear nuevas formas de control democráticas sobre la economía y la política, formas que den a los ciudadanos un sentido de control sobre sus propias vidas del que tanto carecen hoy, es un reto abrumador sin ninguna solución simple. Por supuesto, no es un reto que se pueda cumplir en cuestión de unos pocos meses, tras un choque decisivo, como seguramente lo esperaban muchos revolucionarios rusos en aquel entonces. Pero los temores de que cualquier intento de lograrlo vayan inevitablemente a desencadenar los demonios del asesinato en masa y el totalitarismo son desmesurados.
Muchas cosas han cambiado desde 1917. La guerra aún existe y, como lo prueba el Congo, sus cifras de muertos pueden acercarse a las de la Primera Guerra Mundial. Pero las cifras de muertos solo son una parte de la historia. Las posibilidades de guerra total entre las grandes potencias económicas y políticas del mundo son virtualmente nulas. El uso de la violencia como herramienta política ha caído muchísimo. Por ejemplo, aunque la pena de muerte sigue siendo una herramienta perniciosa de control social (incluso en una democracia avanzada como los Estados Unidos), como método de supresión del disenso político está en franco retroceso.
No vamos aquí a entrar en las razones. (Steven Pinker ha escrito en forma abundante y controversial al respecto). Pero no es difícil ver que, aun dejando de lado consideraciones éticas y psicológicas, el terror y la violencia son mecanismos inviables para ganar y conservar el poder en las sociedades diversas, complejas, intensivas en conocimiento de nuestro tiempo. Así como en ajedrez es muy raro que dos jugadores sofisticados lleven una partida hasta el jaque mate, en la mayoría de los países el enfrentamiento político hoy en día se resuelve sin acudir a la violencia letal en gran escala.
Vivimos en una era en la que, a pesar de los muchísimos y justificados descontentos al respecto, las instituciones representativas han ganado aceptación y autenticidad. El sufragio universal, una victoria arduamente ganada por las masas, es hoy en día la opción básica aceptada incluso en países con serios déficits democráticos. Claramente, la democracia representativa tal como se practica hoy no constituye el ápice de la política, aquel punto sobre el cual ya no se pueden dar más mejoras. Al contrario, sus defectos son más que palpables. Tampoco se puede decir que ya no tenga retrocesos. De hecho, sabemos que la democracia se puede erosionar y, de hecho, se ha erosionado en muchos casos. El punto es, más bien, que si bien existe una larga tradición dentro del pensamiento socialista de crítica a la democracia representativa, y que esas críticas mantienen su validez, existe ahora una oportunidad histórica para lograr genuinas mejoras a la democracia en lugar de destruirla en la búsqueda de opciones mal definidas y peor ejecutadas.
Esta misma robustez de las instituciones democráticas ofrece una invaluable protección. Dada la enorme diversidad de actividades humanas, la alta complejidad tecnológica y los vastos circuitos de intercambio típicos de las sociedades contemporáneas, las innovaciones sociales pueden fallar. La democracia moderna contribuye a que esas posibles fallas se corrijan con el tiempo antes de que sea demasiado tarde.
En fin, podríamos repasar la lista de las condiciones en las que se hallaba Rusia hace un siglo e invariablemente encontraríamos que la gran mayoría de las sociedades de nuestro tiempo, incluso la mayoría en el mundo subdesarrollado, están en mejor posición que lo que Rusia estaba para acometer genuinas transformaciones sociales y económicas, con muy pocos riesgos de sumirse en una pesadilla totalitaria. Resulta tristemente irónico que en las democracias liberales modernas, mientras muchas figuras públicas prominentes nos siguen advirtiendo sobre los peligros del totalitarismo, hallando resbaladeros hacia la dictadura en las propuestas más modestas de reforma social, el problema de los presos políticos en Europa Occidental ha sido drásticamente reducido a algunos pocos casos (no por ello menos importantes), mientras que otras atrocidades de tiempos pretéritos, como la esclavitud, incluido el tráfico degradante de personas, han reaparecido en muchas fábricas y en servicios domésticos. Esto para no decir nada de las condiciones de servidumbre por deudas que aquejan a muchos ciudadanos, muchos de ellos desahuciados de sus viviendas tras la crisis financiera. Aparentemente, hay algunas historias que sí resulta aceptable repetir.
Pero no solo las sociedades modernas están mejor equipadas para controlar los riesgos de transformar sus instituciones políticas y económicas, también están mejor equipadas para beneficiarse de dicha transformación. Así como para Hegel los principios de la Revolución Francesa podían con el tiempo imbricarse en el tejido social, los principios del socialismo están adquiriendo una viabilidad renovada.
Cuando los bolcheviques asumieron el poder, aunque la idea de control democrático sobre las fábricas era una causa con mucho apoyo popular, en la práctica pronto se vio que no había ninguna hoja de ruta plausible para ello. La escasez pasmosa de personal cualificado, problemas organizacionales insolubles, para no hablar del caos generalizado que asediaba al naciente Estado, hicieron que dichas nociones fueran archivadas dando paso a un sistema altamente centralizado, incluso militarizado, de toma de decisiones.
Las condiciones actuales no podían ser más distintas. Vivimos en una era de alfabetización universal. La hambruna, un espectro que hace un siglo asediaba a sitios como Bélgica, ha sido prácticamente erradicada y solo persiste en algunas tiranías disfuncionales. No hay razón para acometer ahora grandes hazañas de crecimiento e industrialización, bañadas en sangre. La modernización económica y social, aquella meta que en los inicios del periodo soviético justificaba las políticas más implacables a costa de cualquier disenso o democratización del poder, ha sido ya conseguida. El crecimiento económico ya no es la preocupación que era y, antes bien, en muchos países, especialmente los más ricos, se empieza a ver como una obsesión contraproducente habida cuenta de la degradación ambiental y los problemas sociales que el mismo crecimiento genera. Las bases materiales para una verdadera libertad y solidaridad ya han sido construidas; las tradiciones de libertades cívicas necesarias para apuntalarlas ya están consolidadas.
De hecho, ya existen diversas formas de democracia económica, muchas veces con éxito notable y no es difícil ver cómo se podrían extender esos éxitos. Las innovaciones en tecnología de la información nos ofrecen la posibilidad de compartir el conocimiento de una manera que era inimaginable hace solo dos décadas. Bajo las condiciones correctas, los ciudadanos y las comunidades pueden acceder ahora al tipo de destrezas, mecanismos de decisión colectiva e incluso de ocio creativo que se necesita para poner a funcionar adecuadamente las empresas donde trabajan y los gobiernos en donde viven. El reto es generar la voluntad política y la imaginación necesarias para lograrlo.
Hace ya un siglo, una muchedumbre de hombres y mujeres humildes en un país atrasado, brutalizados por siglos de autocracia, afligidos por pobreza lacerante, con memorias vivas de hambruna y servidumbre, rodeados de los desastres de la guerra, se alzaron en un esfuerzo para construir una sociedad donde fueran los verdaderos dueños de su propio destino. Pagaron un enorme precio por sus esfuerzos, muchos murieron a manos de sus opresores o de los líderes en los que habían confiado para tal tarea. Pero si ellos, enfrentados a tantas adversidades, osaron intentarlo, ¿por qué no lo haríamos nosotros? ¿Será que se lo debemos a su memoria?
---------------------------------
CTXT necesita la ayuda de sus lectores para seguir siendo un medio radicalmente libre e independiente. ¿Nos echas un cable?
Autor >
Luis Fernando Medina Sierra
Es Investigador del Centro de Estudios Avanzados en Ciencias Sociales del Instituto Juan March. Doctorado en Economía en la Universidad de Stanford. Profesor de ciencia política en las Universidades de Chicago y Virginia (EEUU). Es autor de A Unified Theory of Collective Action and Social Change (University of Michigan Press, 2007) y de El fénix rojo (Catarata, 2014).
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí