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El socialismo del siglo que viene y del otro
Pedro Chaves 19/11/2016
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La victoria de Donald Trump nos golpea en las retinas, en el corazón, en el cerebro. Intuimos que este hecho tendrá consecuencias imprevisibles y negativas. Los “poderes salvajes” de los que hablaba Ferragoli, la emergencia de poderes privados que colonizan el espacio público en beneficio propio, se han cobrado una pieza mayor: nada menos que Estados Unidos. Y una vez más, y no es la primera en la historia ni será la última, un representante de las clases dirigentes se aúpa al poder empujado por una fuerza en la que encontramos muchos brazos y esperanzas venidas desde abajo. Por incomprensible que parezca sectores obreros y populares dan su bendición y colocan sus expectativas en un personaje cuyos orígenes de clase y programa político son un agravio para esos mismos sectores. El representante de los poderes salvajes, el emisario de la devastación neoliberal sin límites elevado a los altares invocado por las plegarias de la grey de pobres, obreros, inmigrantes legales y mujeres. Y nosotros hablando de socialismo: ¿nos hemos vuelto locos?
Igual sí, quien sabe, pero me parece que el debate sobre lo que hoy pueda querer decir esa palabra tiene mucho sentido, más todavía si no perdemos de vista el rubio tupé que tendremos más que presente en nuestra próxima cotidianeidad. A fin de cuentas, socialismo ha sido antes que ninguna otra cosa la bandera de una esperanza; una aprehensión laica de la imaginería milenaria y redentora que siempre estimuló las esperanzas de los de abajo. El socialismo hizo pensable un mañana más prometedor en esta vida a cambio de un compromiso de participación y lucha. La idea básica del socialismo ha sido: que la desigualdad lacerante que daba casi todo a una minoría podía revertirse con el concurso mancomunado de los que sufrían la desigualdad. Para los y las de abajo la idea de comunidad no era una opción, era una exigencia. Y aunque una perspectiva racionalizadora coloca el análisis antes que la acción, las cosas no suelen funcionar así. Con mucha razón y razones, Gramsci escribió en enero de 1918 que la revolución rusa había sido antes que nada: “una revolución contra El Capital de Marx”. “los hechos han superado las ideologías –continuaba Gramsci-. Los hechos han provocado la explosión de los esquemas críticos en cuyo marco la Historia de Rusia habría tenido que desarrollarse según los cánones del materialismo histórico”. Los bolcheviques no eran “marxistas”, y punto.
En buena medida los tres componentes sustantivos del socialismo entendido como emancipación no han cambiado: la idea de una sociedad superadora de la actual; la exigencia de un acuerdo entre las mayorías para, cuando menos, reequilibrar la situación y revertir las asimetrías y una voluntad de comprender lo que ocurre sin vocación dogmatizadora.
Pero la vida ha pasado deprisa desde la caída del Muro de Berlín y parece que fue ayer. No podemos reescribir la Historia pero sí podemos intentar compartir algunas de sus enseñanzas a condición de intentar no seguir usando los viejos paradigmas que fueron sepultados con los ladrillos y cementos abatidos esa noche y otras más después de esa.
Entre las gafas ideológicas más persistentes figura la que divide el mundo entre reformistas y revolucionarios: entre los que pareciera que siempre buscan negociar y acordar con el sistema y aquellos/as que son inmunes a los cantos de sirena de los poderosos y mantienen invicta la bandera de la “revolución o muerte”. Una mirada antes antropológica que política nos advertiría que las sociedades siempre conocerán ambas propuestas y que la voluntad de cambio y de reforma siempre van de la mano conflictivamente.
La Historia que ahora nos importa conoció un decurso que dividió organizativamente esas tradiciones y las confrontó en el plano ideológico. Entre la socialdemocracia y el comunismo se disputaron la representación de los sectores populares y pugnaron por ser los preferidos de las inexorables leyes de la historia. Sin duda, en este punto, el comunismo construyó un relato que hizo visible la esperanza y que conectó, de manera concreta, la actividad militante con el devenir de la Historia. Como afirmaba el filósofo Alain Badiou: “Repartir planfetos en un mercado era también subir a la escena de la Historia”.
Más allá de su justificación la división histórica a la que nos referimos se trata de un hecho histórico, una singularidad comprensible y explicable en un determinado contexto y circunstancias. Una división marcada por el origen de los partidos y por otros clivajes socio-económicos y su representación. Pero algunos han querido vivir de este cuento hasta nuestros días, en ambas tradiciones.
En la tradición socialdemócrata la perspectiva revolucionaria se ha demonizado al punto de convertir en una caricatura el anhelo de cambio social; como si pelear por el cambio sistémico fuera una actividad propia de enajenados peligrosos. Un ejemplo patético pero expresivo de ese mainstream cutre frente a las acciones de cambio social quedaba maravillosamente reflejado en la contestación excesiva de un concejal de UPN en el ayuntamiento de Pamplona que para negarse a apoyar la propuesta de la izquierda de ampliar el carril bici en la ciudad –de eso se trataba- recordó al infortunado portavoz de la iniciativa que las utopías comunistas y ultraizquierdistas habían costado millones de muertos y sociedades donde nadie quería ir ni vivir.
Del lado de la izquierda revolucionaria persisten los profesionales de “la crisis de la socialdemocracia”. Algunos llevan veinticinco años (o más) vaticinando o el fin, sin más, de la socialdemocracia, o bien, en versión más soft, el fin de las posibilidades de existencia de los partidos socialdemócratas deduciendo esta muerte agónica del cierre de las condiciones estructurales de su existencia. En ambos casos siguen analizando el presente con conceptos que comenzaron a dejar de tener una capacidad explicativa completa a finales de la década de los setenta del pasado siglo. Por otra parte, si bien miramos los datos la realidad es que la que va camino de su consunción organizativa es la izquierda radical en la mayoría de los países europeos. Y las formaciones que han tenido capacidad de respuesta y representación de los de abajo se parecen a las viejas formaciones revolucionarias como un higo a una castaña. Pero es muy propio de nuestros pagos empecinarse en la idea de que si la realidad no coincide con nuestras teorías pues mucho peor para la realidad.
Así es que parecemos obligados a reconsiderar los espacios, las estrategias y la representación. Y pensar el proceso de cambio en clave de reorganización del conjunto del espacio popular. Por ejemplo, cierto es que la idea de un 99% contra un 1% es un slogan de imposible concreción político-organizativa. Pero en la parte que hay de verdad hemos de reconocer que el neoliberalismo victorioso golpea a sectores mayoritarios de la población que no son reducibles a los sectores populares. Siendo así parecería razonable reconsiderar el curso de la historia desde estos parámetros: la desigualdad como un hecho cierto, complejo y masivo. La tensión entre estrategias de cambio gradual y de cambio sistémico disruptivo siempre existirá, pero hoy son significantes sin significado: ¿qué es la revolución hoy? ¿Qué es un reformista hoy? ¿Qué significan estos dos conceptos en el contexto de la globalización neoliberal? ¿Debe seguir siendo el socialismo un asunto “de clase” según el viejo paradigma, o es el momento de repensar el debate sobre la sociedad futura según otros criterios de interpretación?
Un segundo elemento a compartir tiene que ver con la geopolítica del cambio social. Los modelos socialdemócratas y comunistas del pasado siglo y en general todas las tradiciones vinculadas al socialismo como propuesta de cambio social, están referenciadas en el estado. El estado-nación es el espacio natural donde se desenvuelve el conflicto político, donde se asegura la representación, donde son pensables las alternativas y donde se cuecen las correlaciones de fuerza socio-políticas que pueden cambiar las cosas. Pero una buena parte de esas consideraciones pertenecen a un mundo que ya no existe y que no volverá a existir. El mito de la soberanía nacional y de la independencia sigue agitándose con mucho éxito por parte de la extrema derecha y con un poco más de incomodidad por una parte de la izquierda alternativa, pero el presupuesto de un Estado en condiciones de auto-determinarse económica y políticamente es una bandera que solo puede mover a la melancolía. Puede que siga siendo útil –insisto, más para la derecha que para la izquierda- para producir reagrupamientos de fuerzas pero no está condiciones de satisfacer sus exigencias de garantizar la plena autodeterminación democrática de la comunidad política.
En lo que hace a nuestras tradiciones no estará demás recordar esa vocación internacionalista y solidaria que vinculaba el socialismo a un proceso histórico que debía reunir virtuosamente a los países más desarrollados primero y a los periféricos después. La Nueva Política Económica puesta en marcha por Lenin en Rusia era la respuesta seria a una eventualidad histórica sobrevenida: una vez hicieron la revolución contra “El Capital” debieron gestionar lo imprevisible. Y lo inesperado era que, una vez más, lejos de lo que el materialismo histórico parece que quería decir, la revolución o había fracasado o no había habido noticias de la misma en los países más desarrollados del capitalismo triunfante. Lo del “socialismo en un solo país” fue una ocurrencia de Stalin para salir del paso, después de eliminar cualquier resistencia interna y toda vez que se confirmaba que la reacción de las clases dominantes se había cargado las leyes del materialismo histórico sin ninguna conmiseración.
El repliegue nacional me parece una estrategia tan improbable como mentirosa. Improbable porque la acumulación de fuerzas que hoy exige ese discurso precisa servir de mamporrero a ideas xenófobas y excluyentes; exige volver a levantar fronteras entre trabajadores al amparo de la célebre expresión de que “a quien dios se la de San Pedro se la bendiga” y significa volver a colorear las fronteras del mundo. No debería costar mucho trabajo convenir en que ese cultivo político es el precipitado adecuado para una intoxicación derechista en toda regla. Me produce desconfianza pensar en que alguien va a poder gestionar esa amalgama desde la izquierda.
Y la considero mentirosa porque la promesa mayor implícita en esa demanda de independencia es la idea de la autodeterminación de la polis. El mensaje es que: una vez recuperemos nuestra soberanía seremos libres. Ningún país tiene hoy capacidad para regular de manera autónoma los flujos económicos, financieros o migratorios. Ningún país está en condiciones de levantar diques contra el calentamiento global o contra las enfermedades globales. Y la presunción de que podemos elegir a la carta en qué cooperamos y en qué no es un abuso de la inteligencia ajena.
De paso, esta forma moderna de pensamiento mágico nos evita pensar en las exigencias de una democracia supranacional y cómo hacer, por ejemplo, que la UE de hoy –un proyecto al servicio de las grandes multinacionales- se convierta en una oportunidad de cambio para las grandes mayorías. Reconozco en este debate un prometedor campo de batalla presente y futuro en el espacio mismo de la izquierda alternativa.
El tercer aspecto alrededor del cual podemos reflexionar tiene que ver con un aspecto normativo relevante: ¿Cómo pensamos debe ser la sociedad socialista? No me refiero tanto a su organización económica o a su articulación político-institucional, sino al ideal social, a lo que responderíamos si nos preguntaran ¿cómo te imaginas una sociedad feliz? La teodicea socialista imaginó un futuro angelical y que había excluido el conflicto, cualquier conflicto. Una cierta recreación pastoril renacentista de las sociedades venideras. De hecho en la ex-URSS se acabó la disidencia política cuando se llegó a la conclusión de que si la sociedad soviética era la encarnación de las leyes de la historia y era, por ello, un producto tan perfecto como inexorable, la oposición política a la misma sólo podía ser pensada desde la psiquiatría, un trastorno de realidad que merecía atención médica, algunas pastillas y mucha atención médica. Para ser justos, esta perspectiva de un futuro sin conflictos era una continuidad respecto de las tradiciones utópicas que imaginaron de manera parecida los mundos del mañana.
Pero lo cierto es que las dudas sobre el futuro feliz y sobre el ideal de sociedad nos han perseguido desde siempre. En la literatura Stanislaw Lem construye una ficción agobiante en “Retorno de las estrellas” donde unos viajeros espaciales llegan a una tierra feliz, que nada en la abundancia 128 años después de haber despegado en un viaje intergaláctico. El protagonista descubre progresivamente que el bienestar material y la felicidad aparente han exigido un alto precio: renunciar a una parte de nuestra humanidad.
En el cine, algunas películas nos han dado pistas sobre los problemas que laten en las opulentas sociedades del norte de Europa. En el año 2000, Lone Scherfing nos conmovía con “Italiano para principiantes”, un reflejo amable pero descarnado de la sociedad danesa del momento. Una sociedad consumida por el aburrimiento y la soledad, personajes desamparados y tristes que no encuentran ningún sentido a su existencia. Recientemente, y en las páginas de este periódico, el cineasta ítalo-sueco Erik Gandini venía a decir lo mismo –más o menos- en su docu-film “La teoría sueca del amor” sobre Suecia.
Por último, en su maravilloso relato autobiográfico In place of fear, uno de los padres del Estado del bienestar británico y uno de los primeros diputados del partido laborista, Aneurin Bevan, recuerda los comentarios de algunos extranjeros que visitaban la Gran Bretaña laborista y ponían el foco en “la monotonía gris del clima social”. Aneurin, con muy bien criterio, señalaba la inconsistencia del razonamiento, denunciando que solo donde reina la más extrema desigualdad parecería que se cumple la promesa de una vida de “aventuras” y “excitante”.
Se argumentará, y con mucha razón, que mejor morir de aburrimiento que de hambre y que este tipo de observaciones son propias de una condición pequeño-burguesa, liberal e individualista. Es muy probable. Pero la discusión no es sobre la veracidad completa de las observaciones, sino sobre el hecho de que no está claro que puede querer decir hoy una “sociedad perfecta”. Y que cualquiera que sea nuestra idea del socialismo futuro debe construirse sobre la base de estructuras políticas que incorporen la pluralidad de expectativas de vida, la diversidad de opciones y de proyectos. En fin, que no es posible pensar la utopía socialista sin colocar en el centro de la misma al individuo, con todas las consecuencias que este hecho tiene en términos filosóficos y políticos.
Una parte de nuestros errores históricos han tenido que ver con el desprecio por este hecho civilizatorio que condenamos al fuego eterno atribuyéndolo, erróneamente, al liberalismo. Si los derechos del individuo venían de la mano de la burguesía entonces mejor arrancarse la mano. El liberalismo codificó ese hecho civilizatorio como “individualismo posesivo”, según la genial caracterización de Macpherson, y colocó la idea de la propiedad como el hecho epistemológico a partir del cual comprender su funcionamiento y perspectivas de evolución. En las últimas décadas, y al calor del desarrollo de la globalización neoliberal triunfante, se ha escrito sobre el narcisismo como el mal de nuestros tiempos: una suerte de infantilización de los seres humanos a partir de la dinámica capitalista. En este itinerario las nuevas tecnologías de la información no habrían hecho sino agudizar esta tendencia.
Pero la centralidad creciente del individuo es un hecho civilizatorio, una consecuencia de la dinámica de reconocimiento de derechos, de la industrialización y el fin de la vida rural y del surgimiento de las ciudades modernas. El pensamiento autoritario ha sido siempre anti-cosmopolita, siempre ha desconfiado de las ciudades porque escondían el germen de la disidencia personal y eran incontrolables.
La camarilla de Pol-Pot vació las ciudades camboyanas antes de cometer uno de los mayores genocidios de la historia. Sin embargo, las ideas alrededor de la segunda modernidad, la modernidad reflexiva o la sociedad líquida presuponen este hecho civilizatorio: la centralidad del individuo. Sin que esto implique o tenga nada que ver con las ideas neoliberales del tipo: la sociedad no existe o similar.
Nada de eso, los agrupamientos sociales siguen existiendo, las fracturas de clase también y las políticas de identidad (sexuales, nacionales, religiosas o culturales) apelan a derechos colectivas y situaciones de opresión comprensibles desde sujetos sociales. Pero estos elementos ya no pueden pensarse desconociendo la realidad de la centralidad del individuo y las consecuencias de este hecho.
En mi opinión, y por resumir, cualquier perspectiva emancipadora que no coloque al individuo en el centro de su proyecto histórico, no tendrá muchas opciones de progresar. Necesitamos un “socialismo del individuo” tanto como “individuos socialistas”.
Por último, el cambio de paradigma social, político y económico que ha impulsado la globalización neoliberal nos exige cambiar los parámetros de nuestra reflexión sobre las perspectivas socialistas. Si en el pasado siglo la geometría alrededor de la que pivotaban nuestras reflexiones era el de un triángulo estructurado alrededor de los lados del mercado, el Estado y el Partido, en la actualidad esa figura geométrica es una cuadrado cuyos lados lo forman: el mercado, la democracia/participación; las organizaciones socio-políticas críticas y el individuo.
Si hay algo de verdad en esta reconsideración requerimos de nuevos conceptos para dar cuenta de una realidad que no es una simple continuidad de lo de siempre. Y mientras encontramos algunas respuestas afirmarnos en la bandera del socialismo será una manera de seguir diciendo que aspiramos a cambiar el mundo, a hacerlo mejor, vaya. Aunque no estemos muy seguros ni de los pasos que hemos de dar para llegar a esa meta deseada, ni tampoco de cómo describiríamos, realmente, ese lugar de ensueño. Pero ¿cómo no intentar dar con la tecla que nos permita desembarazarnos de los brutales riesgos relacionados con la consolidación de los “poderes salvajes”? Podemos y debemos seguir reivindicando el derecho a equivocarnos.
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Pedro Chaves es profesor de Ciencias Políticas.
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Pedro Chaves
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