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Una vez más, lo que no podía ocurrir ha ocurrido: Trump se incorpora a la ola populista (mayoritariamente de derechas) que recorre, como un fantasma, el mundo globalizado. Tras el húngaro Viktor Orban y el polaco Kaczynski, la lista no para de crecer, esta vez con el presidente de la nación más poderosa del planeta a la cabeza. Y no es descartable que en un futuro próximo puedan unirse Marine Le Pen (Francia), Strache (Austria), Brunner (Suiza), Soini (Finlandia), Geert Wilders (Holanda), Matteo Salvini en competencia con Beppe Grillo (Italia), Thulessen (Dinamarca), etc.
Todos con un mensaje tan elemental como engañoso: la culpa es de las élites, la casta, el establishment, los migrantes... y demás simetrías discursivas. ¿Qué está ocurriendo? Y, sobre todo, ¿por qué está ocurriendo? Tras el asombro y la decepción, los interrogantes. Si el conocimiento es siempre la respuesta a una pregunta, y la pregunta es la contestación a una necesidad, conviene que intentemos superar la paralizante estupefacción y tratemos de entender los procesos históricos que están ocurriendo ante nuestras narices.
Cuando la situación se embalsa en una grave situación socioeconómica (precariedad, flexibilidad laboral, bajos salarios, desprotección social, desempleo, marginación, etc.) y los más afectados y con menos recursos de superación no ven salida, las opciones se reducen a la demagogia populista o a las soluciones socialistas. La primera tiene el atractivo popular de las soluciones fáciles y rápidas: promete resolver la situación de los damnificados de la crisis atacando a las élites, pero sin cuestionar el sistema, hasta hace poco tan prometedor; las segundas se enfrentan al desafío de proponer un sistema socioeconómico alternativo, creíble y deseable, con el hándicap de no tener ejemplo alguno que ofrecer. Por eso, formular una alternativa socialista que suponga un avance socioeconómico y político, sobre la base de lo ya conquistado, es la tarea fundamental para enfrentar tanto a la demagogia populista como al conservadurismo neoliberal.
Porque es necesario y urgente pasar del lamento a la réplica, de la simple denuncia a la propuesta alternativa. De lo contrario se perderá una de las ocasiones mas propicias para transformar el sistema socioeconómico capitalista generado por la crisis sistémica que padecemos. Y la estrategia neoliberal, bajo el ropaje agresivo del populismo de derechas -hoy liderado por Trump-, seguirá impulsando la creciente colonización -vía privatización- de suculentas parcelas de la esfera pública por los poderosos intereses de grupos y corporaciones minoritarios, demoliendo o menguando las áreas de socialización conquistadas, garantizando la redistribución de ingresos y acumulación de riqueza en los sectores privilegiados de la sociedad. Lo que significará agudizar la ya de por sí insostenible la fractura social interna, y la peligrosa división territorial. El peligro latente del populismo es que caiga en la tentación amortiguar las tensiones sociales mediante aventuras bélicas que unan al pueblo frente al enemigo exterior.
Ante la crisis que no cesa
Para toda persona progresista y de izquierdas, quizás el hecho más sorprendente es que los trabajadores afectados por la crisis sean, en gran medida, los que están aupando el fenómeno populista, dando la espalda a los partidos de izquierdas tradicionales que, hasta hace poco, representaban el instrumento principal de progreso y mejora de sus condiciones de vida. La perplejidad tiene su lógica, por cuanto los socialdemócratas, con el apoyo o la presión de la izquierda radical, han contribuido hasta ahora al desarrollo tranquilo del capitalismo en los países avanzados, al tiempo que desarrollaban una política social de protección y bienestar que, en contrapartida, creaba la necesaria paz social para el crecimiento económico. Educación, sanidad, subsidios de desempleo, ayudas y promoción social, protección jurídica, negociación colectiva, igualdad de oportunidades... la sociedad parecía encaminarse a un nivel cada vez mayor de bienestar. El paulatino aumento de la calidad de vida en los países de capitalismo desarrollado se daba por descontado. Nuestros hijos vivirían mejor que nosotros, como nosotros hemos vivido mejor que nuestros padres. Y así sería en el futuro.
Pero vino la gran crisis y recesión de 2008 y mando parar. Habíamos olvidado que el sistema capitalista tiene sus ondas o ciclos periódicos de crecimiento y recesión, que necesariamente desembocan en crisis debido a la naturaleza de un sistema productivo basado en la libre competencia, el libre mercado, y la libertad empresarial de acaparar el mayor beneficio posible. Un sistema de indudable eficacia económica, pero que necesita evolucionar mediante destrucciones creativas (Schumpter) de mayor o menor intensidad, con las consecuentes avalanchas destructivas de efectos catastróficos sobre los trabajadores. Y vuelta a empezar. No hace falta añadir que las luchas defensivas y reivindicativas de los trabajadores han supuesto un freno a las políticas económicas liberales y neoliberales, pero no han impedido la reaparición de las crisis. Y siempre que han surgido con cierto nivel de virulencia que ponía en peligro la forma capitalista de producción, distribución, y acaparamiento de la riqueza, el populismo ha hecho acto de presencia, desviando la conflictividad social hacia un enemigo externo al sistema, causa y origen de todos los males, como ocurrió con los fascismos del primer tercio del siglo XX. Su caldo de cultivo es siempre el mismo: desconcierto y angustia ante una forma de vida que se derrumba, miedo a la desaparición de las viejas seguridades, pavor ante la incertidumbre presente y la falta de futuro. Por eso apoyan a quien les promete revertir una situación de la que no son culpables, mientras una minoría corrupta se beneficia de ella. Parafraseando a Marx, el populismo se convierte en el opio del pueblo.
En la formulación neoliberal dura se ataca la legislación laboral para facilitar el despido, se reduce la capacidad negociadora de los sindicatos, y se ahorra en el gasto del Estado del Bienestar
Sin duda, la crisis se puede analizar desde el punto de vista funcional, como hacen los economistas neoliberales, para los cuales la situación está causada por las malas prácticas de ciertas entidades financieras, unido a una política fiscal irresponsable. La solución: rescate financiero y estabilidad presupuestaria, con los recortes que hagan falta. En la formulación neoliberal dura se ataca la legislación laboral para facilitar el despido, se reduce la capacidad negociadora de los sindicatos, y se ahorra en el gasto del Estado del Bienestar sin pretexto de hacerlo sostenible; en la formulación blanda se intenta adecuar políticas neokeynesianas a unos ajustes que nadie discute en lo esencial.
Sin embargo, la actual crisis sistémica tiene unas características peculiares que dotan al fenómeno populista de una trascendencia histórica nueva, aunque esperemos que no con unas consecuencias bélicas tan dramáticas, lo que está por ver. En primer lugar, no se trata de una crisis convencional del capitalismo industrial, sino que surge en la fase del capitalismo financiero global, una disfunción catastrófica en los mercados de obtención de beneficio propios de la financiarización de la economía.
No debemos olvidar que el capitalismo financiero optimiza su eficacia (beneficio) a base de fragilizar la cohesión social, lo que pone en peligro el sistema productivo capitalista, por lo que se hace necesario implementar regulaciones del mercado, lo que, a su vez, reduce la eficacia del sistema. Sin embargo, esa regulación resulta finalmente incompatible con el sistema productivo capitalista, que procura reducir al mínimo la regulación para satisfacer la exigencia primaria de beneficio. Por eso, el capitalismo no puede escapar al caos del que se alimenta. Es el bucle infernal en el que estamos, y del que solo se sale con el socialismo que evite el despilfarro de riqueza y sus consecuencias humanas y medioambientales. Factible técnicamente por la Revolución Digital y la Sociedad de la Información, posible políticamente gracias al Estado Social y democrático de Derecho. Sin olvidar que el paso de la posibilidad a la realización es una cuestión de poder. Que aparece, por tanto, como la necesidad material de creación de riqueza para atender la creciente exigencia de bienestar y mejora social. En ese sentido, el auténtico fracaso del capitalismo, evidenciado en la actual crisis, es la incapacidad para atender las expectativas generadas por el propio capitalismo.
Y ocurre cuando la Revolución Digital, la Sociedad de la Información, el Internet de las cosas, y la permanente y directa Comunicación en Red, están trasformando las viejas formas de producir y generar riqueza, creando nuevos productos de consumo, y articulando distintas formas de obtener beneficio. Se trata de un nuevo periodo histórico del que estamos viviendo solo sus primeras manifestaciones, preludio de la que puede ser la gran trasformación socioeconómica de nuestro tiempo: el nuevo socialismo científico sostenible. Solo hace falta la voluntad política y la mayoría social. O lo que es lo mismo, que el agente político lo proponga y el sujeto social lo realice. Ese es el verdadero desafío para la izquierda. Se trata de un proceso de confluencia socialista que vaya más allá de la mera alianza coyuntural de la izquierdas (sin negarla) para aunar todos los esfuerzos y las fuerzas que quieran ir más allá del sistema neoliberal capitalista.
Estamos, por tanto, ante una crisis sistémica que afecta, en mayor o menor medida, a todos lo ámbitos de la vida social. Un proceso caracterizado por la crisis-recesión-estancamiento-crecimiento insuficiente-desafección-reacción populista, que está remodelando los parámetros básicos del sistema productivo, en un intento evolutivo de adaptación que tiene como herramienta de política económica la austeridad. Y hay que reconocer que el pensamiento único del neoliberalismo ha logrado imponer su concepción de la economía y las vías para afrontar la crisis incluso a partidos de izquierda y centro izquierda, cuyas propuestas alternativas no cuestionan el sistema capitalista ni trasgreden las fronteras del neokeynesianismo socialdemócrata. Lo mismo que Zenón, con su paradoja, convierte el tiempo finito que tardaría Aquiles en alcanzar la tortuga en un tiempo infinito donde nunca puede conseguirlo, así el pensamiento neoliberal convierte la posibilidad real de la transformación del sistema capitalista en un imposible histórico (y lo ejemplariza eficazmente con el fracaso del campo socialista). Así, la producción capitalista pasa de ser un mecanismo para acumular riqueza a considerarse un componente esencial de la actividad productiva humana, vinculada a una supuesta naturaleza egoísta del Homo sapiens. Naturaleza que solo el mercado libre convierte en bien común, como soñaba el moralista Adam Smith.
El socialismo para la izquierda –vieja y nueva–, ya no es tan siquiera una aspiración utópica, prisionera en el falso dilema (salvo la izquierda populista): o sovietismo, esta vez sin burocracia; o socialdemocracia, esta vez sin claudicación. Sin embargo, la naturaleza sistémica de la crisis, su amplitud y profundidad, y el coste social de las medidas para controlar sus efectos más dramáticos y potencialmente peligrosos para el sistema, evidencian que la salida solo puede ser una superación. Y el propio capitalismo desarrollado ha creado los mecanismos y los medios para lograrlo.
Si hay alternativa, y se llama socialismo
El capitalismo no tiene un sentido o propósito teleológico, mas allá de generar beneficio. Pero los componentes sociales si tienen propósitos en función del lugar que ocupan en el sistema productivo: los empresarios, la obtención de la máxima ganancia, lo que exige que la competencia se resuelva en el mercado libre capitalista; los asalariados, obtener la mayor proporción de la riqueza generada, bien en forma de salario, o añadiendo otras formas de reparto como las prestaciones sociales. La dialéctica (lucha de clases) entre ambos intereses es parte del mecanismo funcional del sistema, no lo cuestiona, aunque lo lleva al limite del caos, que es el punto evolutivo óptimo. El cuestionamiento del sistema surge cuando los asalariados comprenden y asumen que se puede transformar el sistema productivo para hacerlo mas eficiente económicamente y más justo socialmente. Y eso puede ocurrir bien porque las demandas sociales no pueden ser satisfechas adecuadamente, bien porque los efectos de las crisis cíclicas (mecanismo depurador de un sistema esencialmente irracional al basarse en la competencia y no en la colaboración) resultan inasumibles para los trabajadores que exigen del Estado la protección necesaria. Se intenta ordenar el caos con la regulación (algunos lo llaman civilizar el capitalismo) de la actividad empresarial y el mercado, lo que reduce sustancialmente la eficiencia del sistema. Se entra así en un largo periodo de recesión, estancamiento o crecimiento débil que, a su vez, incide en la base del crecimiento económico: la sociedad de consumo. Por eso la salida solo puede venir de soluciones socialistas.
No es necesario repetir los catastróficos efectos de la actual crisis sistémica y sus remedios. Lo más importante a señalar es que la forma de vida basada en el paulatino desarrollo y ampliación del Estado del Bienestar es cada vez más incongruente con las necesidades y exigencias del capitalismo globalizado. Un capitalismo que, por otra parte, necesita cierto nivel de consumo para funcionar y generar beneficio. Algunos, desde la izquierda, como Varoufakis, proclaman que el Estado del Bienestar es hoy inviable, y debemos olvidarnos de el. Se trata de una especie de profecía autocumplida, pues si su defensa no es un objetivo prioritario, luchando contra su desmantelamiento a la vez que se ofrece una alternativa al capitalismo desarrollado, incapaz de sostenerlo, terminará por reducirse a la mínima expresión compatible con el sistema capitalista. Una jibarizacion que forma parte de la salida neolibreal a la crisis. Pero tiene razón cuando señala que el Estado del Bienestar no es viable dentro de los limites, y con las limitaciones, del capitalismo financiero global que domina actualmente la economía mundial. Otra cosa son las conclusiones que saca de ello.
Algo parecido ocurre con las relaciones laborales, cada vez menos ligadas al lugar de trabajo, al empleo fijo, y al salario justo asegurado. De nuevo, la desigualdad estructural, que nunca ha dejado de crecer, ni siquiera en las épocas doradas del siglo pasado, convierte en papel mojado la igualdad de oportunidades, el acceso a la enseñanza superior, la sanidad gratuita, la movilidad social, el poder adquisitivo de las pensiones, o simplemente el derecho a una vida digna. Sencillamente, el capitalismo avanzado no es capaz de satisfacer las expectativas que el mismo ha generado. Ese es el quid de la cuestión.
Pero la izquierda, en sus variadas versiones, no parece dispuesta a admitir su responsabilidad en el actual estado de cosas. Y así, se llega a dar la paradoja (¿o era parajoda?) de que la izquierda pierde aunque gane. Bien porque se mueve voluntariamente dentro de la lógica del neoliberalismo (la tercera vía socialdemócrata), bien porque termina aplicando sus recetas a la fuerza (Syriza). Y esa lógica es siempre perdedora, pues a lo más que puede aspirar es a ser un paliativo de los peores efectos de la crisis. Por cierto, algo que también proponen los más lúcidos portavoces del llamado liberalismo internacionalista, como el Catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, Garton Ash, colaborador habitual de El País.
El problema es que la aceptación del sistema socioeconómico como el único posible (NHA, No hay alternativa), y sus resignadas consecuencias humanas y medioambientales, hace que la izquierda termine gestionando la crisis a la manera socioliberal, o deba enfrentarse al fracaso económico, ya que el sistema no puede ir más allá de sus posibilidades sin transformarse. Ocurrió con Miterrand, ocurre con Hollande; ocurrió con Zapatero, ocurre con Tsipras, por poner ejemplos cercanos. No nos extrañemos, la lógica neoliberal es implacable: el Estado es el problema, los mercados la solución. Por eso, la austeridad se basa principalmente en la reducción del gasto publico, el rescate del sector financiero, y la mejora de la competitividad mediante la deflación salarial, ofreciendo las ligeras mejoras macroeconómicas como aval y justificación. En estas condiciones, el neoliberalismo no solo condiciona ideológicamente la percepción de la realidad, sino que impide razonar de otra manera y hacerse una sencilla pregunta: ¿es posible otra forma de generar y distribuir riqueza?. O si se quiere, es posible el socialismo reformulado de acuerdo a los avances científico-técnicos, y la experiencia histórica?. Es el verdadero si se puede que Podemos ni se plantea, al menos por ahora. Una vez más: la fuerza del neoliberalismo estriba en la ausencia de una alternativa creíble y factible al capitalismo que canalice la convulsión social generada por la crisis y las políticas aplicadas para afrontarla. De lo contrario, a la actual frustración y rabia seguirá un mayor desengaño y rechazo hacia los partidos de izquierda gobernantes, como ya esta ocurriendo en Francia y Grecia. Y el populismo seguirá creciendo y fortaleciéndose.
Actuar hoy para ganar mañana
La cuestión es si realmente existe la alternativa socialista más allá de las ensoñaciones utópicas de una minoría revolucionaria. Y de existir, cómo puede articularse en medio de la fuerte ofensiva neoliberal, el auge del populismo, y el fracaso y división de la izquierda. No es cuestión sencilla ni fácil, como todo proceso histórico novedoso. Porque El socialismo, tal como se formula en el Manifiesto Comunista, que inspiró la lucha obrera en el siglo pasado, es todavía una experiencia inédita, insólita e inaudita. El intento de construir el socialismo en la URSS y sus epígonos se ha saldado con un rotundo fracaso que ha supuesto la pérdida catastrófica del proyecto alternativo al capitalismo, más allá de su humanización reformista socialdemócrata. Pero la crisis sistémica desatada en 2008 vuelve a poner sobre la mesa la necesidad de una reformulada alternativa socialista. Mientras tanto, me gustaría avanzar algunas reflexiones de carácter estratégico.
Tanto las experiencias históricas fallidas, como el carácter mismo del capitalismo financiero global aconsejan desechar la visión catastrofista y voluntarista de su hundimiento y la consiguiente implantación directa del socialismo. Parece, por el contrario, que lo más probable y factible será un proceso gradualista en el marco del Estado Social y democrático de Derecho, mediante la conquista del poder político basado en una amplia mayoría social. Por supuesto, su viabilidad solo podrá comprobarse intentándolo. Lo que exige una visión estratégica del gradualismo, que adquiere así un carácter revolucionario. Es decir, se trata de aplicar una política que aumente y construya áreas de socialización en el sistema (Estado del Bienestar, Banca publica, nacionalización de las industrias básicas vinculadas a las comunicaciones, la energía, la salud, etc.); una política que impulse el desarrollo e implementación de la democracia económica en el ámbito de la producción (autogestión y cogestión); una política que propicie, defienda y consolide nuevas formas de organización democrática participativa, deliberativa y directa surgidas en la lucha reivindicativa. Todo ello
teniendo en cuenta la necesaria coordinación internacional que oponga a la globalización capitalista no un imposible y reaccionario repliegue nacionalista, como proponen los populismos, sino una globalización socialista basada en el comercio justo, la defensa de los derechos de los trabajadores, cooperativa y solidaria con en el desarrollo de los pueblos, y responsable medioambientalmente.
Pero en el camino de conquistar el poder político y aplicar este gradualismo revolucionario, es necesario avanzar posiciones en el entramado institucional que permitan mejorar ya la vida de los trabajadores y ejemplaricen la posibilidad de un nuevo modelo de sociedad, tal como señala acertadamente Juan Torres en su artículo Los retos de las izquierdas. Es el verdadero sentido de la llamada guerra de posiciones.
Y definir un proyecto socialista creíble y deseable que suponga una transformación de lo existente, desarrollando sus aspectos positivos, generalmente fruto de la lucha de los trabajadores, y eliminando los negativos, relacionados con el sistema de producción capitalista, de forma que signifique más libertad, al eliminar las restricciones socioeconómicas del capitalismo; más democracia, ampliando las fronteras liberales mediante la inclusión de las formas de democracia participativa, deliberativa y directa; más igualdad, cooperación y solidaridad, al poner en manos de los trabajadores la gestión de su actividad productiva; y un más eficaz y justo crecimiento económico al servicio del bien común, gracias al despliegue sin trabas del inmenso potencial transformador de la Revolución Digital y la Sociedad de la Información. En pocas palabras, un sistema basado en la autogestión, la cooperación, y la planificación racional y democrática de la economía y en la ampliación de la democracia. Una sociedad en la que, evolutivamente hablando, tengan éxito las cualidades de cooperación, solidaridad y empatía, y fracasen las de egoísmo, discriminación, violencia. Y elimine de paso la fuente estructural de la corrupción, y sus capacidad invasiva y de contagio.
Se trata, en suma, de implementar soluciones socialistas al agotamiento y la injusticia social del capitalismo
En definitiva, se trata de avanzar la frontera de la democracia liberal, de incrementar la dimensión publica del bienestar social, de reducir la desigualdad aumentando las posibilidades de los más desfavorecidos, de racionalizar el trabajo y planificar las líneas básicas de producción, de impulsar la Revolución Digital, que está suponiendo una transformación de las relaciones de producción, para incrementar de manera sostenible la capacidad productiva sin reducir el poder adquisitivo, de potenciar la participación democrática de los trabajadores en la actividad económica, de añadir la dimensión participativa a la democracia representativa, de impulsar la autogestión del sector público y la cogestión en el privado, de potenciar la educación gratuita efectiva desde el nacimiento a la jubilación. Se trata, en suma, de implementar soluciones socialistas al agotamiento y la injusticia social del capitalismo desarrollado en un proceso estratégico de gradualismo revolucionario en el nuevo horizonte socialista de nuestro tiempo.
Volviendo al inicio de este artículo, los partidos políticos cambian, se adaptan, surgen nuevos si no lo hacen, pero las funciones continúan. Hasta ahora se ha tratado de reajustar el sistema de dominación capitalista sin cuestionarlo. La derecha conservadora mediante la dura reacción –nunca mejor dicho– neoliberal al engordamiento y la participación del Estado en la vida económica y social; la izquierda socialdemócrata, compensando los efectos negativos inherentes al capitalismo, fundamentalmente la desigualdad, mediante el desarrollo del Estado del Bienestar, con el consiguiente aumento del gasto público, financiado mediante una fiscalidad progresiva. Pero la crisis ha dinamitado esta división del trabajo. Ante las avalanchas destructivas, unos y otros aplican la política de austeridad, aunque con distinta intensidad y en diferentes áreas. No es de extrañar que los afectados los perciban como la misma mierda. Y que el populismo saque provecho de ello.
La disipación de riqueza, el sufrimiento humano de los menos protegidos, incapaces de sortear los recortes, el paro estructural, la precariedad laboral, y el embalsamamiento de la crisis, con crecimientos insuficientes en el mejor de los casos, evidencian la gran falla del sistema capitalista desarrollado: es incapaz de satisfacer las expectativas de trabajo, vida y bienestar que el mismo ha generado, y que necesita para seguir creciendo. El rechazo ciudadano, las movilizaciones populares, el surgimiento de alternativas populistas antisistema a izquierda y derecha del arco político, no son fruto del cuestionamiento del sistema capitalista sino de la frustración, la decepción y la ira. La naturaleza sistémica de la actual crisis-recesión-estancamiento-crecimiento insuficiente-desafección-reacción populista, obliga a todos los agentes políticos a redefinir sus estrategias y readaptar sus métodos.
Porque el peligro para el sistema capitalista, pese a su hipócrita rasgado de vestiduras, no son los populismos, síntoma reiterado de una enfermedad sistémica, sino el riesgo de que se terminen abriendo camino las soluciones socialistas para atender las crecientes demandas socioeconómicas de la sociedad y seguir creando riqueza sin poner en peligro nuestro entorno natural. No una quimera (asaltar los cielos) ni una utopía fracasada (sovietismo), sino una respuesta global al sistema, necesaria en lo humano y posible en lo económico, y vital en lo ecológico.
Pongámonos a ello.
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Carlos Tuya es periodista y escritor.
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Carlos Tuya
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