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CUENTOS REPUBLICANOS

Del ingenio de los caudillos y su guardarropía

Luisgé Martín 11/12/2016

<p>Cartel divulgado por el bando republicano durante la guerra civil española.</p>

Cartel divulgado por el bando republicano durante la guerra civil española.

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En el Reino Lejano, al Príncipe le habían consentido todos los caprichos y sus preceptores le habían hecho creer, a lo largo de sus años de instrucción, que era una criatura extraordinaria y que poseía todas las virtudes que pueden adornar a un hombre. Según le decían, era tan hermoso que no sería posible encontrar en todo el Universo a alguien que le superase. Su inteligencia descollaba entre la de todos los sabios del Reino reunidos, y su sentido de la justicia, del que tanto necesitaría para gobernar, era tan afilado que quedaría ningún delito sin castigo ni ningún mérito sin recompensa. La fama de su bondad, por último, había llegado hasta los más remotos confines de la Tierra con mayúscula, de modo que todos le tenían por un hombre misericordioso y tierno.

El Príncipe, pues, creció creyendo que sus merecimientos eran los de un santo más que los de un hombre, y, como suele suceder en esos casos, se vio poseído por la soberbia y por el envanecimiento. Cuando cumplió dieciséis años de edad, murió su anciano padre, el Gran Rey, y él fue entronizado inmediatamente para sucederle. Entonces comenzó a darse cuenta de que lo que los maestros de palacio y los aduladores le habían dicho durante años no era del todo cierto.

El primer día de su reinado trajeron en audiencia ante él a dos mujeres que disputaban por un bebé. Las dos aseguraban ser su verdadera madre y reclamaban la custodia. Las dos lloraban desconsoladamente, y, aunque el Príncipe, que ya era Rey, las observaba con mucha atención, tratando de advertir en sus muecas o en la afinación de sus gimoteos cuál de ellas lagrimeaba con sinceridad y cuál fingía, no era capaz de resolver la duda. Para perfeccionar su juicio, pidió a las mujeres que sostuvieran entre sus brazos al recién nacido, confiando en que alguna de las dos, al hacerlo, mostrase algún indicio evidente de su maternidad o, por el contrario, de su impostura. Pero a las dos les temblaron las manos del mismo modo al sujetar el cuerpo del que decían que era su hijo y las dos lo besaron con un ardor atormentado.

El joven Rey estaba perplejo, pues le parecía que aquel suceso era tan asombroso como no se había visto otro igual en ninguno de los reinos del mundo. Meditó durante mucho tiempo, y al cabo decidió que una de las mujeres, la que chillaba más en sus lamentaciones, habría de ser la madre. Llamó a su consejero para anunciarle el fallo, pero el consejero, al escucharlo, mostró gran preocupación y le sugirió al monarca que reconsiderase su decisión.

—Tenga en cuenta Su Majestad que la mujer a la que usted quiere entregar el niño posee una voz potente y aflautada, por lo que sus chillidos son de mejor calidad que los de su rival —le explicó el consejero—. Pero como lo que se debe resolver aquí no son las capacidades de estas mujeres para el canto, sino la rectitud de su reclamación, no me parece que la entonación de sus quejidos sea una medida pertinente.

El Rey, avergonzado, volvió a meditar durante mucho tiempo cómo debía satisfacerse el asunto.

—Examínense los senos de las dos mujeres —ordenó al fin al consejero—. Aquella que pueda amamantar al niño será su madre.

—Ya se ha hecho, Majestad —respondió el consejero con disgusto—, y las dos pueden amamantar. Las dos acaban de dar a luz, pero sólo una de ellas a este niño que se disputan.

Mientras el Rey deliberaba, cada vez más impacientado, las dos mujeres continuaban implorando al cielo sus derechos. En la Sala de las Audiencias, donde se celebraba el litigio, se había reunido todo el pueblo del Reino Lejano para ver de cerca al nuevo Rey y comprobar que su cordura era tan sobresaliente como la fama le atribuía. Después de contemplar durante un rato las vacilaciones que había en el estrado del trono, los ciudadanos comenzaron a murmurar extrañados. Unos —los subversivos— se atrevían a dudar de la clarividencia del Rey, pero la mayoría del pueblo creía que se trataba únicamente de la prudencia que le coronaba: aunque sin duda sabía ya quién era la madre del bebé, estaba buscando más evidencias que lo probaran para no desencaminarse en un asunto tan trascendental.

—Mírese el color de los ojos del infante y entréguese a la madre que lo tenga igual.

—Ya se ha hecho, Majestad —explicó el consejero—, pero el infante tiene los ojos del mismo color que el padre o que algún otro antepasado, pues a ninguna de las dos mujeres le corresponde.

Al Rey le brilló entonces en los ojos un resplandor de ira o de vergüenza.

—¿Qué ha de hacerse, pues? —le preguntó desazonado al consejero.

—Hubo un rey antes que vos, Majestad, que ordenó a los soldados custodios que partieran al niño por la mitad y le dieran una parte de él a cada mujer. Al levantar el ejecutor de la sentencia la espada sobre el cuerpo desnudo del bebé, una de las mujeres suplicó a gritos que pararan y anunció que era ella la impostora y que por lo tanto podrían darle el niño entero a la otra mujer. El rey, que se llamaba Salomón, mandó entonces que le entregasen el infante a esa que había renunciado a él, pues comprendió que sólo la madre verdadera podría preferir a su hijo vivo en brazos a tener una mitad descuartizada.

El Rey, embobado, admiró con humildad la perspicacia de Salomón y pidió al consejero que se hiciera lo mismo en aquel caso.

—No, Majestad, no puede hacer eso —dijo el consejero sobresaltado—. Las hazañas de Salomón son de todos conocidas y flaco favor se haría usted mismo repitiéndolas. La celebridad de un monarca se mide siempre por su ingenio y por su singularidad. Quienes imitan a otros, aunque sean sabios, no pasan por juiciosos, sino por majaderos o por estafadores.

Al Rey le pareció que aquel consejero trataba de humillarle deshonrosamente. Si todos conocían las hazañas de Salomón, ¿por qué él, que había sido instruido por los mayores eruditos del Reino, no había oído nunca hablar de ellas?

—¿Qué recomienda usted que haga? —le preguntó de nuevo al consejero con enojo.

—Pida a las mujeres que representen aquí mismo una comedia o un sainete y anuncie que le entregará el bebé a la que muestre mejor pericia —sugirió el consejero—. De las trazas con que lo hagan podrá usted saber quién es la madre del niño y quién lo reclama sin fundamento. Las dos se afligen con gran realismo, pero sólo una de ellas lo hace con el corazón. La otra, que lo finge todo, que finge el llanto y las promesas y las elegías, es una farsante. Ella sabrá interpretar el papel que se le encomiende en el sainete, aunque sea burlesco. La otra, la madre verdadera, se esforzará creyendo que necesita de esas artes para recobrar a su hijo, pero no logrará persuadir a nadie con sus representaciones.

La otra decisión que tomó el Rey, encolerizado, fue la de mandar al destierro al consejero que le había guiado

El Rey se quedó admirado con aquel enredo de verdades y, sin titubear, tomó dos decisiones. Primero mandó a los ujieres que trajeran ante las mujeres al mejor cómico del Reino para que las instruyera en la recitación y les diera una obra que representar. Fueron ataviadas y maquilladas como se hace con las artistas y luego, en lo alto de un estrado, ante el gentío que contemplaba sorprendido el viso que iban tomando los acontecimientos, comenzaron a declamar sus versos. El resultado de la prueba fue revelador. Una de las dos mujeres interpretó tan cabalmente su papel, de aire en efecto burlesco, que el público del auditorio, a pesar del ambiente sombrío del acto, rompió a reír a carcajadas. La otra, en cambio, fue incapaz de balbucear las palabras que le daban. No quedó ninguna duda de cuál de las dos era la madre verdadera, y a ella ordenó el Rey que le fuera entregado el bebé.

La otra decisión que tomó el Rey, encolerizado, fue la de mandar al destierro al consejero que le había guiado, pues era uno de los que durante muchos años, siendo su preceptor, había alabado su inteligencia con el dictamen de que no tenía parangón en todo el orbe. El consejero suplicó servilmente que le perdonaran, arrastrándose a los pies del Monarca y besando con indignidad sus zapatos de oro, pero el Rey, severo, no se conmovió.

—Ya has visto que no soy tan inteligente como proclamabas con adulación —dijo impasible—. Ahora vas a ver que tampoco soy tan generoso como anunciabas.

Y mandó que todos sus bienes fueran confiscados y que recibiera públicamente cien latigazos antes de abandonar el país.

Este suceso ignominioso dejó al Rey muy desolado. Aunque nadie había sabido de sus indecisiones y su impericia, él se avergonzaba de todo. Pasó varios días encerrado en el palacio, llorando en secreto y sin hablar con nadie. La carga del gobierno le parecía tan abrumadora que no se sentía con fortaleza para soportarla solo. Anunció entonces a sus ministros que deseaba desposarse y, para ello, fue convocado en el Reino un baile al que asistirían las muchachas con mayores merecimientos del país y las princesas herederas de otras dinastías. La fecha fue fijada para el final del invierno, en los idus de marzo, y desde el momento mismo en que se hizo la proclama comenzó a acondicionarse el palacio para la ocasión.

El día de la gala, la ciudad era un hormiguero de gente. Habían llegado forasteros de los cuatro confines y por las calles se veían titiriteros, trapecistas y frailes en procesión. En los alrededores del palacio había cientos de carrozas, en cada una de las cuales había llegado hasta allí una doncella con el propósito de conocer al Rey y ganarse sus favores.

Nadie admitió la única verdad: el Rey era terriblemente feo y su cuerpo estaba contrahecho

La orquesta comenzó a tocar a medianoche, y poco después, entre los acordes del himno nacional, descendió el Rey por la escalinata. Abajo, en el salón de ceremonias, los invitados esperaban en silencio, y las damas, expectantes, se arremolinaban para poder ver bien de cerca al Rey, de cuya belleza habían corrido lenguas desde hacía años. Pero a medida que el soberano se fue acercando, solemne y elegante, vestido con el uniforme de gala de los ejércitos, las mujeres que disputaban para ser elegidas por él se demudaron. Algunas, desconfiadas, creyeron que se trataba de un engaño. Otras, más dóciles, pensaron que la salud de sus ojos eran endeble. Nadie admitió, sin embargo, la única verdad: que el Rey era terriblemente feo y que su cuerpo, a pesar de los galones y las chorreras de la casaca, estaba contrahecho.

Las doncellas que esperaban al pie de la escalinata, y que instantes antes suspiraban por ser las primeras en bailar con el Monarca, temblaban ahora al imaginar que las elegía. Todas empezaron a escabullirse, a esconderse en el fondo de los salones, tras las columnas. Las más atrevidas sacaron a bailar a otros caballeros para evitar hallarse ociosas y disponbibles cuando el Rey las encontrara. Y las de mayor hermosura, por último, escondieron su rostro detrás de abanicos, de estolas o de anteojos para no despertar pasión en quien las buscaba.

Al llegar al salón y mirar a derecha e izquierda, el Rey halló únicamente rostros viriles, bigotes grandes y cráneos alopécicos. Entre el tumulto vio bordados, telas de gasa, pulseras doradas, diademas y el vuelo de miriñaques, pero tardó en encontrar una dama de cuerpo entero a la que llevar en danza. La afortunada, una aristócrata de medio pelo, bailó algunos compases y luego fingió un desmayo para desembarazarse del compromiso. Una duquesa joven que estaba allí cerca, creyendo que el vahído era grave, se acercó corriendo a socorrerla. Y el Rey, avizor, aprovechó entonces para atraparla y llevarla a ritmo de vals por los salones.

Así continuó el baile durante dos horas. Las doncellas huían y el Rey, con la astucia de que era capaz, las apresaba. Ninguna se mostraba amable con él. Si les hablaba, le respondían con el silencio o con impertinencias. Todas trataban de exhibir lo más desagradable de cuanto las adornaba. Las que padecían de mal aliento le suspiraban justo a la nariz. Las que tenían la voz chillona, con timbre de gaita, no paraban de parlotearle disparates al oído. Y las que poseían una dentadura mellada o llena de caries le sonreían sin motivo con cada palabra que él decía. El Rey, que no era tan pánfilo como para no darse cuenta de lo que ocurría, comenzó a sentir vergüenza y a desesperar. El embajador de un Reino Vecino, hasta entonces aliado, que había sido también invitado al evento, le declaró la guerra en nombre de su Gobierno, para evitar que sacara a bailar a la princesa heredera.

Toda su vida había sido un engaño. Le habían convertido en un ser arrogante y rencoroso

Aunque el festejo duró hasta el alba, el Rey no encontró ninguna mujer con la que casarse. En las siguientes semanas, entró en un estado de completa melancolía, pero no por la soledad y el celibato en los que se hallaba, sino por la vergüenza que le hacía sentir el haber creído durante tanto tiempo que era hermoso. Se acordaba de los días de su infancia y de su pubertad en los que sus maestros ponían frente a él espejos para que se admirara. Mientras le duraba el duelo, fue apuntando en un pergamino los nombres de todos ellos, que después del entronizamiento habían sido nombrado, en recompensa de sus servicios, ministros, secretarios de Corte o gobernadores; y cuando al cabo de tres meses salió de su retiro y retornó a los asuntos del mundo, mandó que los ejecutaran uno a uno con el método más cruel que el verdugo del Reino conociese. Luego, curado de su ferocidad, buscó entre las mujeres plebeyas a una que fuera capaz de bailar con él una pieza entera y la desposó. La Reina era, como el Rey, de una fealdad extraordinario, pero el hijo que engendraron nació bellísimo. Tenía el cabello rubio y la piel suave. Los ojos, de un gris muy claro que se parecía al color de las perlas que sacaban del mar los pescadores del reino, eran alargados, como los de los hombres de Oriente, pero no le daban al niño un aire exótico, sino que le dibujaban, extrañamente, un gesto oscuro y misterioso. Ya desde los primeros días, cuando aún no se le había formado del todo la expresión del rostro, se podía adivinar que aquel bebé tenía alma de Emperador.

Esa circunstancia espantó al Rey. Se acordaba del modo en que le habían educado a él, haciéndole creer que era sabio, sagaz, hermoso y compasivo. Toda su vida había sido un engaño. Le habían convertido en un ser arrogante y rencoroso. Mientras sostenía a su hijo en brazos, llorando, sintió piedad de él y de su suerte. Y decidió hacer cuanto pudiera para evitarle ese destino doloroso.

Cuando cumplió un mes de edad, el Príncipe heredero fue encerrado en una torre apartada a las afueras de la ciudad. A su servicio fueron puestas todas las comodidades terrenales que pudiera desear, pero sin oropeles ni excesos. Junto a él, se encerró en la torre a un grupo de sirvientes y de instructores preparados para atenderle en su salud, en su higiene y en su educación. Como Segismundo, el pequeño Príncipe creció sin saber quién era ni qué rumbo tenía su providencia. En los siguientes años, el Reino se desarrolló con una cierta prosperidad. Hubo buenas y malas cosechas; los barcos de la flota inauguraron nuevas rutas comerciales; se guerreó en las fronteras del norte y se firmó la paz definitiva con los vecinos del sur; se descubrieron medicinas para las enfermedades y se crearon otras enfermedades nuevas; alcanzaron fama algunos héroes y algunos malhechores; y las ambiciones mundanales de los súbditos se cumplieron sólo a medias, como sus sueños.

El Rey siguió siendo cruel. Algunas de las leyes que dictó en aquellos años, despóticas, sublevaron a una parte de sus ciudadanos, que comenzaron a amotinarse en pequeñas algaradas callejeras, en boicots de actos ceremoniales y, por fin, en combates de guerrilla. Los campesinos más pobres, los ateos, los sodomitas y los poetas se organizaron en células y extendieron la resistencia a todas las ciudades del reino. Por todos lados se proclamaba la paz, pero la gente sentía miedo. El Príncipe heredero había cumplido ya dieciséis años y no sabía aún cuál era su estirpe y su destino. Conocía el mundo a través de los libros en los que estudiaba y de los relatos que de él le hacían sus preceptores. Desde una tronera que había en una sala, en lo alto del castillo, alcanzaba a ver a lo lejos el rastro de la ciudad. Muchos días, a la hora del crepúsculo, cuando la luz del cielo se iba apagando, se sentaba allí, frente al ventanuco, y pensaba en su desdicha. Estaba convencido de que aquel estado en el que vivía no era el natural de los hombres, los personajes de las narraciones que había leído cruzaban campos, navegaban mares, amaban a mujeres y luchaban en batallas. Sus propios maestros, con los que convivía desde que era un niño, salían de vez en cuando de la torre y se adentraban en las regiones iluminadas del exterior, en las praderas soleadas y cálidas que veía desde su atalaya.

Los sublevados llegaron a los alrededores de la capital, donde estaba la torre, y consiguieron que los soldados se unieran a sus filas

Nadie había querido explicarle nunca por qué él no podía hacerlo. Le decían que cada hombre tiene su destino, y que el suyo, desconocido aún en toda su magnitud, le obligaba a permanecer en la torre. Él, que había leído los mejores tratados de los filósofos más importantes, sabía que no existe el destino, sino la brutalidad de los hombres. A lo lejos veía a los aldeanos paseando, a los caballeros cabalgando por los caminos y a las bestias escondiéndose entre los árboles de los bosques. A ellos nadie les señalaba un destino tan imperioso y tan exacto. No había ninguna ley sobrenatural que les obligara a contemplarlo todo desde una tronera. La miseria, la enfermedad, el honor o la pasión amorosa que les turbaba y les obligaba a torcer su curso eran otra cosa mucho más liviana e irreparable. ¿Cómo se cura la sangría de los tuberculosos o se hace entrar en razón a los enamorados? Es difícil, a veces imposible. Pero su destino, en cambio, podría ser mudado con la mera voluntad de quien lo hubiera dictado. Bastaría con abrirle la puerta de la torre y dejarle correr por esos campos. Allí encontraría la pobreza, quizá; o caería rendido por algunas fiebres. O tendría que luchar a muerte con algún hombre que le hubiese afrentado. Pero la suerte de todas esas circunstancias las sentiría en la palma misma de sus manos y el dolor que causaran sería, por grande que fuera, insignificante para su corazón.

El Príncipe, que había sido educado en la mansedumbre y en la paciencia, comenzó poco a poco a convertirse en una criatura amargada. Pasaba muchas horas imaginando cómo escapar de allí, y a veces, con artimañas y disimulos, trataba de convencer a los guardianes o a los sirvientes de que le ayudaran. Nunca lo lograba, pero un día los sublevados llegaron a los alrededores de la capital, donde estaba la torre, y consiguieron que los soldados de la guarnición que la custodiaban se unieran a sus filas. Los soldados, entonces, liberaron al joven prisionero y hablaron de él elogiosamente a los cabecillas rebeldes, pues a lo largo de los meses, en secreto, les había arrengado –para que le dejaran huir- con ideas subversivas y justicieras muy parecidas a las que defendían los insurrectos.

El Príncipe se ganó enseguida una fama extraordinaria. No sólo su discernimiento era magnífico y su ardor revolucionario colosal, sino que su pericia en la lucha superaba a la de los capitanes más bravos de los insurgentes. Sus hazañas corrieron pronto de boca en boca. Igual adoctrinaba con soflamas excelentes a los desarrapados oprimidos que guiaba a los ejércitos rebeldes en sus escaramuzas militares. Su advenimiento se convirtió en una bendición para quienes pedían la muerte del Rey y aplaudían la República. A su paso, pueblos enteros se iban uniendo a la conjura. Su nombre resonaba en todo el país, y el día en que cumplía veinte años, justo cuando su padre tenía previsto liberarle de la torre y encomendarle otras venturas, las tropas rebeldes entraron en la capital, asaltaron el palacio y derrocaron al Rey.

El Príncipe, que había sido nombrado Paladín de la Nueva República, abolió las leyes injustas, liberó de las cárceles a los perseguidos, repartió las cosechas entre los pobres y ordenó que se respetaran las vidas de todos, incluido el Rey. Durante seis días se festejó en las calles. Hubo danzas, jaranas y charangas que conmemoraron por todas partes el triunfo de la libertad. Y al cabo de ese tiempo, al final de las fiestas, se celebró un parlamento entre todos los jefes de la revolución y en él fue elegido el Príncipe para gobernar el país.

Los partidarios del Rey intrigaban por todas partes y trataban de encontrar el modo de restablecer al Monarca en el poder

Pero la paz no había llegado. Los partidarios del Rey intrigaban por todas partes y trataban de encontrar el modo de restablecer al Monarca en el poder. Primero hicieron correr la noticia de que el nuevo Paladín de la República, el gobernante al que todos aclamaban, era en realidad el Príncipe heredero, hijo de los Reyes depuestos. El rumor, que corrió como corre la pólvora, fue tomado a mojiganga o abufonado, y nadie lo creyó. Pero el Príncipe, que conocía bien su propio pasado y sabía que algo inconcebible había en él, sospechó que era cierto. Se hizo conducir al lugar en el que estaban encerrados los que decían que eran sus padres y los observó en secreto, desde un pequeño tragaluz que había en la celda. Se pasó horas mirándolos, como antes había mirado a través de una tronera igual de estrecha los campos del Reino, y donde nadie podía hallar parecido físico, él, que tenía la sangre de aquella misma sangre, lo encontró. Después de llorar de pena, pidió a los carceleros que cuidaran bien de los Reyes destronados y que no permitiesen que nadie les maltratara. Luego abandonó la prisión y se prometió a sí mismo no confesar nunca aquel secreto para no perturbar la paz del país.

El Parlamento revolucionario, constituido por los jefes rebeldes elegidos, se reunión en sesión plenaria y escogió una fecha para la proclamación del Príncipe como Presidente del país. Desde ese momento, se comenzó a preparar todo: los salones de ceremonias, la orquesta, las invitaciones a los embajadores extranjeros y los manjares que se servirían. El pueblo, jubiloso, recorría las calles cantando y dando vivas. Un mes antes del día señalado, los partidarios del Rey, disfrazados, se llegaron al palacio, donde vivía ahora el Príncipe, y pidieron una audiencia con él haciéndose pasar por comerciantes. El Príncipe, que no quería desairar a nadie, les recibió y quiso saber el motivo de su visita.

—Hemos tenido noticia de que dentro de un mes se celebrará vuestro nombramiento como Presidente, y queremos ofreceros los mejores tejidos del país para que confeccionéis con ellos el mejor traje. La ceremonia en la que se os investirá será vista por todos, y no debéis pecar de humilde.

Al Príncipe le pareció razonable el ofrecimiento y les pidió que le enseñaran los tejidos.

—Son unas telas bellísimas, las más hermosas que hayan sido tejido nunca para un hombre, pero tienen una cualidad singular —explicaron los comerciantes conspiradores—: sólo son vistas por aquellos hombres sabios, por los que tienen juicio e inteligencia. Los necios no ven nada, sólo aire.

Al Príncipe le maravilló mucho aquello que le decían y volvió a pedirles que le enseñaran las telas de las que hablaban tan elogiosamente. Los comerciantes, respetuosos, abrieron los baúles que traían y fingieron sacar de ellos algo que, extendido sobre la mesa de la sala, mostraron al Príncipe con orgullo. El Príncipe se acercó a la mesa en la que estaban supuestamente extendidas las telas y las miró con mucha atención. No veía nada. Aire, transparente. Pero se acordó de lo que habían dicho los comerciantes acerca de las personas que no eran capaces de ver aquellos prodigiosos tejidos —los necios, los mentecatos— y simuló admirarlas.

—Son hermosas —dijo—. Realmente hermosas.

Los comerciantes, satisfechos del engaño, respiraron aliviados y le ofrecieron al Príncipe confeccionarle con aquellas telas un traje especial, el traje más fastuoso que ningún Presidente hubiera vestido jamás. Su pueblo, decían, estaría orgulloso de él y le exaltaría. El Príncipe, intimidado, aceptó la proposición y se dejó tomar medidas de talle, de mangas, de espaldas y de pescuezo. Los comerciantes prometieron traerle el traje, luminoso, el día antes de la ceremonia. En las siguientes semanas, el país continuó siendo un hervidero de felicidad. Las calles estaban llenas de comparsas y de barracas de feria. Todo el mundo andaba de parte a parte coreando canciones y abrazándose, incluso los campesinos araban las tierras con una fortaleza casi religiosa, como si los bueyes y ellos mismos hubieran sido tocados por una gracia especial.

Todos aguardaban la aparición del Presidente de la República, quien sería investido con una faja que llevaba los colores de la bandera

El Príncipe, mientras tanto, permanecía en su palacio apesadumbrado, sin saber qué habría de ocurrir el día de la ceremonia. ¿Era él un necio, un desatinado? ¿No le habían servido de nada todos los libros de filósofos que había leído durante su encierro? ¿No le había curtido la inteligencia el sufrimiento que había padecido en la torre, separado del mundo? Hasta ese momento, había creído que sí, que todo aquello, los libros y las meditaciones le habían convertido en un hombre sabio. Pero entonces, ¿por qué no veía los tejidos? Desasosegado, fue a la prisión en la que estaban confinados sus padres y llamó ante sí al Rey.

—Señor, quiero vuestro consejo —le dijo humildemente, como si en vez de ser el jefe de los rebeldes fuera él el vencido—. Creí hasta ahora que era un hombre juicioso y docto, pero no soy capaz de ver unos tejidos mágicos que al parecer sólo pueden ver quienes tienen esas virtudes.

El Rey le miró melancólicamente, se postró ante él con mansedumbre y cerró los ojos.

—Sois juicioso y docto —dijo—. Haced lo que tengáis que hacer y no os avergoncéis de ello.

El Príncipe regresó al palacio desolado, pues no encontraba ninguna luz en aquel consejo. Los días siguieron pasando y por fin llegó la víspera del nombramiento. Los partidarios del Rey, disfrazados de sastres, llevaron el traje que habían prometido tejer y se lo mostraron al Príncipe, quien, atónito, lo contempló durante mucho rato. Según le iban diciendo, llevaba brocados y oros, pespuntes de plata y ribetes de colores increíbles. Él, sin embargo, seguía sin ver nada. Aire, transparencia. Otra vez por vergüenza, alabó el trabajo de costura y la belleza de las telas. Los sastres le agradecieron su reconocimiento y se marcharon de allí sin querer recibir el dinero que el Príncipe les daba para pagarles. Aquella noche, el Príncipe no durmió. La pasó en vela mirando el traje maravilloso, que estaba, invisible, sobre el butacón. Con el alba, vinieron a despertarle para que se preparase. El pueblo ya llenaba la plaza que había frente al Palacio y los notables del país estaban llegando en sus coches de caballos y se reunían impacientes en el salón de ceremonias, en el mismo en el que su padre el Rey, hacía muchos años, había tratado de encontrar sin éxito una mujer que le amara.

El Príncipe, solo en su habitación, se dispuso entonces a vestirse para la ceremonia. Se quitó primero los vestidos de noche, se aseó, y luego, desnudo, se arrodilló ante el butacón para empezar a ataviarse. ¿Cómo podría ponerse él aquel traje magnífico si solo veía aire y transparencia? ¿De qué modo embocaría los brazos en las mangas y los pies en las perneras? ¿Cómo sería capaz de abrocharse los botones —los corchetes, o los lazos, o las cremalleras— si no los veía? ¿Con qué temple o con qué maña decidiría cuál era el pantalón y cuál la blusa?

A mediodía, que era la hora prevista para la ceremonia, el salón estaba abarrotado de gente. Jefes militares y cabecillas revolucionarios; artistas y embajadores; burgueses y mecenas. Todos aguardaban la aparición del nuevo Presidente de la República, quien, después de descender desde lo alto de la escalinata, sería investido con una faja que llevaba los colores de la bandera. Los minutos iban pasando y el Príncipe no salía de sus habitaciones. En el salón se extendió un rumor de perplejidad, y en la plaza, frente al Palacio, los ciudadanos rugían inquietos. El reloj del campanario dio las doce y media y más tarde la una. A la una y seis minutos, por fin, se abrió la puerta de la que habría de salir el Príncipe. El Paladín de la República.

Los traidores, que esperaban en el salón confundidos con el resto de la gente, se adelantaron deprisa hasta el pie de la escalinata para disfrutar del espectáculo de ver al futuro Presidente completamente desnudo. El ultraje que supondría eso para la Revolución y la deshonra que sentiría el Príncipe harían que el pueblo, enfervorecido, reclamara de nuevo la restauración de la monarquía. Los Reyes serían liberados y la paz volvería al país.

Enseguida vi que eran trajes de Reyes, pues hace falta tener varios mayordomos para vestirlos

Poco a poco, el Príncipe caminó por el rellano que había frente a sus habitaciones y fue asomando frente a la multitud. Primero se vio su pelo, su frente, sus ojos, su boca sonriente. Luego, de forma fugaz, su cuello. Y al fin, cuando dio un paso más, los hombros, que estaban cubiertos con la tela de una casaca de ceremonia. El Príncipe enfiló los escalones y ya todos pudieron ver que llevaba, además de esa casaca, unos pantalones de fieltro y un blusón blanco almidonado. Con elegancia de alteza, descendió toda la escalinata. Los sastres, taimados, le esperaban abajo abatidos. Cuando estuvo cerca de ellos, uno se acercó a él y, en susurros, le habló.

—¿Qué pasó con los trajes maravillosos que tejimos para vos?

El Príncipe se detuvo a su lado, le puso una mano en el hombro y con mucha serenidad le respondió:

—Traté de ponérmelos, pero enseguida vi que eran trajes de Reyes, pues hace falta tener varios mayordomos para vestirlos —dijo—. Y yo, como usted sabe bien, no tengo ningún ayuda de cámara ni nadie que me auxilie en esas cosas. Por eso he preferido ponerme esta ropa más humilde y he dado orden de que le entreguen al rey depuesto los que usted me tejió tan amablemente. Serán los únicos trajes que lleve a partir de ahora en la prisión en la que está encerrado, para que al menos recuerde por ellos que fue un hombre eminente.

Y diciendo esto, dejó al sastre y se dirigió a la cátedra en la que debía sentarse para que le invistieran. Ese mismo día fue nombrado Presidente, y su Gobierno, prudente y meritorio, duró varios años.

El Rey, desnudo, murió de frío en el presidio. 

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Este relato se publicó por primera vez en Rojo, amarillo, morado. Cuentos republicanos, una colección de ficciones breves publicada en 2006 por la editorial Martínez Roca y la fundación Domingo Malagón. La dirección y la edición del libro corrieron a cargo de las escritoras Lucía Etxebarria y Marta Sanz, respectivamente. 

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Autor >

Luisgé Martín

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1 comentario(s)

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  1. Paco Sanabria

    Encantadora re-escritura que permite paladear sabios sabores en viejas historias. También me dejas preguntándome, si al publicarlo ahora, lo propones como una mirada sobre la realidad política o es que tuviste un sueño premonitorio. Gracias por contarlo.

    Hace 7 años 7 meses

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