Las reinas del grito. El sistema se escondía detrás del villano
El terror —como el resto del cine clásico— fue pensado desde lo masculino para lo masculino, pero encontró en las mujeres a sus heroínas y supervivientes
Dani Bernabé 15/12/2016
En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
Escuchamos un rugido, unos negros ataviados con parafernalia de plumas, huesos y lanzas miran expectantes desde lo alto de una muralla. En la espesura aparece algo abriéndose paso entre los árboles, derribándolos sin dificultad, un gorila de proporciones colosales, el rey de la Isla Calavera. Una mujer rubia está atada a unas columnas que coronan un altar de piedra, apenas puede creer lo que ve, algo se acumula en su garganta. La cámara se acerca a los ojos del gran simio, hipnotizado por el descubrimiento. Contraplano. La mujer se revuelve, intenta liberarse, parece desmayarse y grita. Grita mucho.
No deja de gritar en el minuto que resta a la escena y su voz, hecha alarido, no consigue ser silenciada ni siquiera por el monstruo, que desaparece con ella en la selva. King Kong (1933) nos trajo una historia de amor redentor entre una bella y una bestia, el enfrentamiento del progreso occidental contra lo salvaje e indómito y, en la lectura más recientes de la feminista Virginie Despentes, el cuerpo precivilizado no genérico que rescata a la mujer de sus roles asignados. Pero también, y esto es lo que nos ocupa, a una de las primeras reinas del grito, Fay Wray, la actriz que enamoró al gorila, que lo vio morir a los pies del Empire State y que, aprovechando la introducción del sonido en 1927, epató a los espectadores con sus chillidos.
Las scream queens son todas esa mujeres que durante décadas han sido las destinatarias de las pesadillas que los hombres pensaron para ellas, las perseguidas por el horror en pantalla, las actrices que, al margen de su calidad interpretativa, elevaban los decibelios al volumen que una situación límite requería.
El grito es una defensa antropológica ante lo desconocido, un síntoma de miedo pero también una petición de ayuda, incluso un intento desesperado por asustar a lo que nos aterra. No tiene sentido hacerlo donde tus gritos no se pueden oír, pero, aun así, nuestra condición de animales sociales nos induce a avisar a otros aunque estemos solos. En el cine el hombre también ha elevado su voz sobre todo como grito de guerra, como demencia incurable o como expresión de triunfo. Al actor sólo le está permitido desmoronarse cuando todo está perdido. De hecho, el grito más repetido como efecto sonoro en cientos de películas, el Wilhelm Scream, aparece por primera vez en Tambores lejanos (1951) cuando un secundario cae fulminado por el ataque de un cocodrilo. La actriz, por contra, representaba la debilidad y la indefensión y permitía, en el aspecto formal, alargar el momento álgido del encuentro con lo desconocido.
La incorporación de la mujer al mercado laboral llevó a la pantalla un estereotipo femenino que utilizaba el sexo como arma, sin fines reproductivos y fuera del matrimonio
Sin embargo la mujer fue antes objeto de temor que objeto a atemorizar. Theda Bara en A fool there was (1915) dio inicio en lo cinematográfico al concepto de vamp, mujer fatal depredadora del hombre de familia incauto que caía locamente rendido en sus garras. La incorporación de la mujer al mercado laboral en puestos vacantes por la Primera Guerra Mundial así como su lucha por el sufragio (el cual no fue conseguido en EEUU a nivel federal hasta 1920 y sólo para mujeres blancas) hizo que la imaginación patriarcal reaccionara llevando a la pantalla a un estereotipo femenino que utilizaba el sexo como arma, sin fines reproductivos y fuera del matrimonio. Simone Simon en La mujer pantera (1943) interpreta un caso contrario pero paralelo, la extranjera que atrapa al hombre norteamericano incapaz de consumar su matrimonio, siquiera con un beso, ya que eso la llevaría a convertirse en un felino letal.
La femme fatale tiene su punto álgido en el noir de los años 40, coincidiendo de nuevo con el conflicto bélico, con mitos como Rita Hayworth en Gilda (1946), Lauren Bacall en El sueño eterno (1946) o Barbara Stanwyck en Perdición (1944), volviendo de nuevo a final de siglo, ya sin vestido largo, en Vestida para matar (1980), Atracción fatal (1987) o Instinto básico (1992), donde las infidelidades o la lujuria conducen inexorablemente hacia el baño de sangre. Por fortuna la contracultura de los 60 reivindicó a Theda Bara y la convirtió en la imagen de cabecera del periódico International Times, dando inicio a una reapropiación de categorías de la mujer fatal como reivindicación orgullosa de su empoderamiento.
Dentro del universo de los monstruos clásicos de la Universal también hubo hueco para la presencia femenina, siempre vinculada, eso sí, como costilla desgajada de uno de los protagonistas principales. Elsa Lanchester en La novia de Frankenstein (1935) dio vida a la escritora Mary Shelley, pero sobre todo es recordada por interpretar a la novia del monstruo que, a pesar de su breve aparición en una secuencia donde incapaz de gritar sisea como una serpiente, se convertiría en un referente estético e imperecedero. La olvidada La hija de Drácula (1936) sitúa a la actriz Gloria Holden como continuadora de las tradiciones familiares. El interés radica en que mientras que su padre seduce sin complicaciones, ella, como mujer, acaba enamorada de uno de sus enemigos, el alumno de Van Helsing, creando un conflicto entre su apetito sanguíneo y su corazón.
Aunque la mujer, deseante y con poca ropa, volvería con el exploitation vampírico de los 70, es en El ataque de la mujer de 50 pies (1958) donde la actriz Allison Hayes protagoniza una historia en la que el monstruo femenino no solo es independiente de la influencia masculina, sino que aprovechando sus nuevas proporciones, hace justicia con un marido miserable que sólo desea verla encerrada en un psiquiátrico para quedarse con su fortuna. La mujer como terror en el cine toma cuerpo de monstruo clásico en la Medusa animada por Harryhausen en Furia de titanes (1981) o en las infinitas brujas (epígrafe en sí mismo) como la reciente El expediente Warren (2013). Es en El exorcista (1973) con Linda Blair y Carrie (1976) con Sissy Spacek donde, según la lectura de Kristeva, el cuerpo femenino y su menarquia explicitan el miedo masculino, ancestral y religioso a la corrupción a través de la sangre menstrual y el cambio de la niña pura a la mujer impura.
Las últimas chicas, las supervivientes, ganan al monstruo masculino con su astucia femenina, pero también renunciando a una sexualidad activa
Lo que está claro es que las scream queens superan en número incontable a las vamps y lo monstruoso como mujer, en un alarde de sinceridad con la realidad tan casual como involuntario. El director de cine de terror siente devoción por asesinar al esquematismo de la rubia como el productor en desvestirla. Es en las décadas de los 80 y 90 donde las reinas del grito se vulgarizan, pero también se multiplican, dando paradigma a lo que se esperaba de las protagonistas de lo terrorífico. Pero antes de llegar ahí convendría detenernos en Psicosis (1960) y su famosa escena de la bañera, donde Janet Leigh muere acuchillada por la silueta de una anciana con moño, al ritmo de violines desacompasados y el agua arrastrando su sangre hacia el sumidero. Hitchcock expresó a Truffaut, sin demasiados complejos, su relación de fascinación con sus actrices, su fetichismo hacia el pelo claro y su misoginia descarada: “¿Por qué razón elijo actrices rubias y sofisticadas? Buscamos mujeres de mundo, verdaderas damas que se convertirán en putas en el dormitorio”. El inglés, incapaz de realizar sus fantasías en la vida real, idealizaba y odiaba a sus actrices, que resultaban tan bellas en pantalla como traicioneras en sus guiones.
Es, curiosamente, Jamie Lee Curtis, hija de Janet Leigh, quien es considerada uno de los máximos exponentes de las scream queens por su protagonismo en películas como Llamadas de terror (1980), que harían de la escena de la bañera de Psicosis un subgénero en sí mismo, el slasher, donde un psicópata persigue a un grupo de adolescentes dándoles muerte con algún tipo de objeto punzante o cortante. Leatherface, Michael Myers, Jason Voorhees y Freddy Krueger, entre la venganza y la demencia, entre lo paranormal y lo cotidiano, aterrorizaron a varias generaciones de jóvenes espectadores que nunca verían igual el primer porro, el primer campamento o la primera vez. Marilyn Burns en La matanza de Texas (1974), Curtis en La noche de Halloween (1978), Adrienne King en Viernes 13 (1980) y Heather Langenkamp en Pesadilla en Elm Street (1984) se parecen en que todas son reinas del grito, pero también las últimas chicas, las supervivientes, las que consiguen ganar a la fuerza del monstruo masculino con su astucia femenina, pero también renunciando a una sexualidad activa.
Padres y policías. Los incapaces
En el slasher se han extraído subtextos de todo tipo, desde la de la adolescencia frente al mundo de los adultos y las normas, representados por unos padres y unos policías ya no incapaces de parar al monstruo, sino siquiera de advertir su presencia, hasta un conflicto entre la América blanca de clase media metropolitana con la amenaza de los excluidos, bien por su origen de clase trabajadora, bien por su pertenencia a la América profunda. Un terror siempre sin un rostro definido, enmascarado o deforme, que persigue a unas mujeres que ven desaparecer su entorno confortable y predecible bajo una indeterminación violenta y desesperada. De Neve Campbell en Scream (1996) o Sarah Michelle Gellar y Jennifer Love Hewitt en Sé lo que hicisteis el último verano (1997) a Mary Elizabeth Winstead en Negra Navidad (2006) pasan las décadas y continúan los re-filmados, las entregas numeradas y el esquema argumental, pasando las protagonistas de actrices a un conglomerado de intérprete casual, modelo, cantante o celebridad televisiva.
Uno de los antecesores del slasher, por escapar del omnipresente mundo norteamericano, es el giallo, género italiano popularizado en los 70 donde los asesinatos y lo truculento eran la pieza central de películas como Rojo oscuro (1975) de Dario Argento. La hija del director italiano, la también directora y actriz Asia Argento, es una reina del grito en versión radical en comparación con sus colegas estadounidenses. El engendro del diablo (1989), Trauma (1993) o La tierra de los muertos vivientes (2005) son parte de una filmografía donde Asia se ha enfrentado a lo paranormal, los asesinatos o un mundo en manos de los zombies. En Reino Unido es la productora Hammer la que, coincidiendo con su momento de mayor popularidad al empezar a rodar películas de ciencia ficción y terror a finales de los cincuenta, lleva al público británico y europeo historias como la trilogía de Karnstein basada en el relato decimonónico Carmilla, de Sheridan Le Fanu, donde actrices como Ingrid Pitt en Las amantes del vampiro (1970) hacen de los escotes desbridados y los escarceos lésbicos una marca de la casa.
En España tendríamos que irnos a la explosión del fantaterror a finales de los 60 para encontrar a actrices como Lina Romay, musa de Jesús Franco, con una aparición suficientemente repetida para ostentar el título. Son curiosos los papeles de actrices no relacionadas con el género, como pueden ser de Lucía Bosé o Lola Gaos en Ceremonia sangrienta (1973), Carmen Sevilla en La cruz del diablo (1975) o Silvia Tortosa en Pánico en el Transiberiano (1972) codeándose con los míticos Christopher Lee y Peter Cushing. Con la modernización de la industria española los nuevos directores se animaron a dar miedo a los espectadores, Ana Torrent en Tesis (1996), Belén Rueda en El orfanato (2007) o Leticia Dolera en Rec 3 (2012) han sido algunas de nuestras reinas del grito más exitosas y contemporáneas, aunque siempre de paso único y breve por el cine de terror.
Ripley grita, sufre y lucha contra el monstruo espacial, pero también contra todo un sistema de valores culturales y de género
Las mujeres como generadoras de miedo o como víctimas del mismo, pero siempre en relación a los hombres, huyendo de ellos o persiguiéndoles, vengando sus afrentas o escapando de su venganza. El terror como un género fundamentalmente pensado desde lo masculino para lo masculino, pero imposible de comprender sin la presencia de mujeres. En los últimos tiempos ha habido debates en torno a La bruja (2015) o La invitación (2015) en relación a su carácter feminista o una proliferación de listas donde entraban películas como La semilla del diablo (1968), de un director condenado por violación como Polanski. Lo que parece curioso, en todo caso, es lo desapercibida que pasa siempre en esta cuestión Alien (1979), donde Sigourney Weaver y Veronica Cartwright podrían superar sin dificultad el test de Bechdel: hay al menos dos personajes femeninos que interactúan y no bajo el pretexto de las conversaciones sobre hombres.
Weaver, scream queen en una Nostromo sucia, falible y destartalada, depende de sí misma para acabar con el xenomorfo, no gira emocionalmente en torno a ningún hombre, ostenta un puesto de mando, trabaja en un carguero. Ripley grita, sufre y lucha contra el monstruo espacial, pero también contra todo un sistema de valores culturales que condenan a estos personajes al ostracismo de género. Y lo mejor es que gana, en ambas cosas, porque acaba con el alien, pero sobre todo porque nadie parece advertir la excepción que supone.
Escuchamos un rugido, unos negros ataviados con parafernalia de plumas, huesos y lanzas miran expectantes desde lo alto de una muralla. En la espesura aparece algo abriéndose paso entre los árboles, derribándolos sin dificultad, un gorila de proporciones colosales, el rey de la Isla Calavera. Una...
Autor >
Dani Bernabé
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí