ficción
Las sendas abiertas del cine popular
Un irresistible magnetismo poblará siempre las cintas de vocación comercial. Sus discursos subyacentes son los del mundo que nos rodea
Dani Bernabé 21/07/2016
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Ver una película, una cualquiera, en nuestros tiempos, es de por sí un acto casi subversivo. Vivimos presas de la fracción narrativa, del desguace de contenidos: donde antes había libros hoy hay tuits, donde existían álbumes hoy hay canciones inconexas, donde encontrábamos información hoy hallamos ruido. Y el cine, la ilusión de la imagen en movimiento portadora de historias, queda reducida a un vídeo de YouTube que nos trae el inmediato insustancial.
Sin embargo, a pesar de este síndrome por descomposición, el cine sigue atrayendo las miradas de millones de espectadores, además de en las salas también a través de los medios digitales de distribución, con esas películas llamadas de entretenimiento, populares o palomiteras. Un tipo de cine, habitualmente, denostado por la crítica y por el público cinéfilo, que busca refugio en el cine de autor.
En cualquier caso todo espectador ha experimentado ese dulce deslizamiento que provoca pasar una hora y media atrapado en una película de entretenimiento. Incluso, a pesar de contar con criterio, esto es, la capacidad de elección que otorga el conocimiento de haber visto todo tipo de cine, ante la disyuntiva de sumergirnos en la crítica social de Pontecorvo, la introspección de Cassavetes o la pasión hiriente de Herzog, al final elegimos, casi con placer culpable, a Ivan Reitman.
¿Por qué eso llamado cine popular tiene tal capacidad de magnetismo?¿Es tan sólo una cuestión de comodidad, de costumbre, de evasión?¿O hay algo más? La respuesta a estas preguntas y a algunas otras quizá se halle no en cuestiones evidentes, y ciertas, como la sencillez, el entretenimiento o las cuestiones directamente relacionadas con el mercado (distribución, publicidad…) sino en un piso inferior, en esas interzonas llamadas discursos subyacentes que toda narración, incluido el cine, trae consigo.
El cine de autor nos forma, nos conmueve, nos completa. Asistimos a la visión única de un director en torno a un hecho cierto, a un acontecimiento irrepetible o una situación, a menudo, de conflicto irresoluble. O bien a la expresión de unas realidades individuales o un mundo interno que nos fascina. En todo caso las películas englobadas en este ámbito son las que nos muestran las inquietudes personales de un creador que se decide a compartirlas con el resto. Todos tenemos contradicciones internas, a todos nos inquietan sucesos de nuestro presente, la diferencia para que eso acabe fructificando en una creación artística radica en el talento, que no es más que la forma de idealizar la constancia y la técnica.
Una película de autor es siempre un nuevo viaje, o a lo sumo reanudar las sendas personales que otra mente ha abierto por nosotros. Y, aunque como toda narración remite a unos sentimientos generales y compartidos, exige del espectador un esfuerzo: el de adaptar su forma de entender el mundo a la forma de entenderlo del autor. Un viaje de lo particular a lo general, pisando justo donde una persona de visión única ha pisado antes. Por eso la intelectualización del cine deja más preguntas que respuestas, como resultado de la imposibilidad de identificarnos, al completo, con una individualidad que no es la nuestra.
¿Cómo podríamos definir al cine popular? Como la construcción de narrativas de ficción que conectan con el público de forma espontánea, es decir, con la pericia para reflejar una serie de imaginarios comunes, fácilmente accesibles y permanentes en el tiempo. El cine popular suele ser cine de entretenimiento, en el sentido de huída de los conflictos enconados, la profundidad de personajes y tramas o a búsqueda de la evasión de las realidades más molestas. El cine popular suele contar con estéticas alejadas de lo alambicado y vanguardista. El cine popular suele ser, resumiendo, más simple. Pero esto no es tanto un inicio como un resultado, el de llevar técnicamente a la pantalla unos arquetipos, que de tan comunes por definición, no podrían encajar en una visión individual, personalista o de autor del cine.
El cine popular suele ser, resumiendo, más simple. Pero esto no es tanto un inicio como un resultado, el de llevar a la pantalla unos arquetipos que no podrían encajar en una visión de autor del cine
Si cualquier espectador se deja arrastrar tan fácilmente por el cine popular es, para empezar, porque ya sabe lo que va a encontrar. Pongamos, por ejemplo, que nunca hemos visto Señales (2002) pero sí Tiburón (1979), dos películas que argumentalmente no se parecen en nada. Mientras que la primera trata sobre una invasión extraterrestre la segunda trata sobre la amenaza de un gran escualo en una localidad vacacional. Sin embargo, inconscientemente, somos incapaces de retirar la mirada, porque volvemos a estar experimentando unos hechos conocidos, la historia de una pequeña comunidad que ve su equilibrio truncado por la irrupción de un ente hostil y ajeno a la misma. Aunque, obviamente, el magnetismo también depende de la calidad o no de las cintas, el ser humano cuenta con una mente esencialmente conservadora, que prefiere, por una búsqueda ancestral de la seguridad, los senderos ya abiertos a los nunca transitados.
Si este reconocimiento entre películas populares es posible se debe no a una traslación continua de argumentos más o menos parecidos, sino, sobre todo, a los discursos comunes que una sociedad dada comparte y que el cine popular recoge. Atendamos a un caso paradigmático, el de Sólo ante el peligro (1952) y su, prácticamente, remake espacial titulado Atmósfera cero (1981), donde Gary Cooper y Sean Connery, respectivamente, deben enfrentarse a un peligro mortal en soledad y ante la pasividad de sus semejantes. No se trata tan sólo de una coincidencia argumental, sino también arquetípica, en este caso la del héroe clásico, que pese a saber que su destino es adverso lo enfrenta, aún teniendo la posibilidad de evitarlo.
¿Se puede encontrar este discurso subyacente en, por ejemplo, películas de autor como Grupo salvaje (1969) o Perros de paja (1971), por remitirnos a Peckinpah y dos historias, una ambientada en el Oeste y otra en torno a una amenaza a la que alguien se enfrenta en soledad? No, puesto que lo que subyace en estas películas no es un discurso compartido socialmente, un arquetipo civilizatorio inmutable, sino la visión individual de un creador en torno a una serie de inquietudes, en este caso el fin de una época y cómo afecta a sus protagonistas -que Grupo Salvaje sea del 69, no es casual- o cómo una comunidad cerrada, en apariencia bucólica, puede esconder el infierno.
La guerra de las galaxias (1977) y toda su saga puede que sean una simpleza al lado de 2001, una odisea en el espacio (1968). Cierto es que la película de Kubrick se atreve a adentrarse, nada más y nada menos, que en la exploración del concepto de humanidad y sus límites. Pero no es menos cierto que ese concepto está sin duda tamizado por la grandeza (o grandilocuencia) del director inglés. En la historia de Lucas, sin embargo, hay en el fondo muy poco de Lucas, más allá de algunos matices que todo escritor deja en sus líneas. El californiano, además de tomar prestados multitud de fragmentos argumentales y estéticos de otras películas, posiblemente sin saberlo, impregnó a su historia de una serie de arquetipos que enlazan directamente con el mesías redentor que es encontrado flotando en un capacho por el Nilo. Creemos que Superman (1978) también entiende de esto.
Parece claro que a la hora de plantear una película como Pretty Woman (1990) alguien tuvo que tener en cuenta My Fair Lady (1964), remezclando de nuevo el arquetipo de Pigmalión y La Cenicienta, mitos que hunden sus raíces en la época clásica e incluso en el caso de la joven desvalida, el Antiguo Egipto. Parece que hay un claro propósito, pero ¿y si no lo hubiera? La pregunta de hasta qué punto existe una forma inercial de adaptar discursos socialmente aceptados es lícita. Entre el Frankenstein de Mary Shelley y el Robocop (1987) de Verhoeven median 169 años de diferencia, la misma pregunta acerca de los límites de la vida y la muerte y la certeza de que mientras que la escritora inglesa emparentaba a su monstruo con Prometeo desconocemos si el director holandés era aficionado a la literatura romántica. Es decir, más allá de ejemplos concretos, parece que esta serie de arquetipos de una u otra forma permean más allí donde el autor deja su personalidad de lado para adoptar, de una u otra forma, la voz de todos.
Estos significados profundos pueden incluso aludir a mitos más antiguos reciclandolos para expresar miedos presentes. La leyenda del vampiro es puesta en negro sobre blanco por Bram Stoker en 1897. Nosferatu (1922) de Murnau es la primera película que lleva el libro, de una forma velada, al cine, en un momento de desarrollo inicial en que todo aquello que no era vanguardia explícita era cine popular, pese al expresionismo visual del alemán. Sin embargo lo interesante es ver cómo para que la figura del Conde aterre hace falta la del pasante que se ve atrapado en su castillo. Cómo en plena época de confianza absoluta por el desarrollo de la ciencia y la técnica, lo oculto, lo primigenio, lo oriental, se convertían en una amenaza para el yo civilizado, moderno y occidental.
Mientras que Charlton Heston o Paul Newman guían a sus grupos a través de la hecatombe, De Niro es la hecatombe en sí misma
Esta lucha entre técnica y magia sufre, por contra, un par de décadas después, un giro que sitúa al propio avance científico como una amenaza en sí misma. La humanidad en peligro (1954) donde Estados Unidos debe hacer frente a unas hormigas gigantes se sitúa en la misma línea que Godzilla (1954) y, en general, en toda una familia de películas donde la destrucción mutua asegurada de la Guerra Fría tomaba cuerpo de monstruo mutante. Incluso, el clásico de la Hammer, El Experimento del Doctor Quatermass (1955), añade al concepto de ciencia como amenaza en sí misma el factor de la transformación, del mal intrínseco que el hombre lleva dentro y es despertado, si no por la luna llena, sí por una fuerza biológica extraterrestre. Apenas un par de años después se rueda La Mosca (1958), las viñetas de Hulk salen impresas en 1962.
El cine popular incluso recoge, como si de un sismógrafo se tratara, las épocas de crisis de las que las sociedades son pasto. Terremoto o El Coloso en llamas, ambas del 74, son, además de una fórmula de película coral de catástrofes, un ejemplo de cómo el cine popular se enfrenta a momentos de incertidumbre, llevando a la pantalla una serie de discursos de las que por definición, el cine de autor de la época, ejemplificado en Taxi Driver (1976), no puede ser cómplice. Mientras que en unas el peligro, aunque de gran destrucción, es pasajero, en la otra es de una densidad asfixiante. Mientras que Charlton Heston o Paul Newman guían a sus grupos a través de la hecatombe, De Niro es la hecatombe en sí misma. Mientras que en las primeras los directores son hábiles artesanos de la puesta en pantalla de nuestros miedos compartidos, Scorsese pone los miedos de todos en pantalla, pero destilados desde su singular personalidad.
Incluso, el cine popular, puede ir modulando el discurso del miedo a la alienación a través del mito de las criaturas privadas de voluntad, dependiendo de lo que ese miedo signifique en cada momento. Así, en La noche de los muertos vivientes (1968), Romero atribuye la causa a un satélite fuera de control, mientras que las víctimas principales son los jóvenes que aún pueden refugiarse en una granja con una familia. En Zombi (1978), de nuevo tramada por Romero, la causa que desencadena la amenaza es desconocida, mientras que los protagonistas, una estrella de la televisión y unos miembros de un equipo SWAT se refugian, nada más y nada menos, que en un supermercado, mientras que afuera todo se desmorona. Ya en el 2004, Shaun of the dead, la parodia británica sobre el género Zombi, lleva el protagonismo a un par de trabajadores precarios que acaban refugiándose en el pub, y que de una u otra forma, son más felices pese a enfrentarse a tal situación antes que seguir llevando las vidas grises de las que eran partícipes.
Hemos visto cómo el cine popular arrastra arquetipos compartidos, mitos primigenios o miedos generales. Más allá de lo acertado de los ejemplos, esta aproximación a los discursos subyacentes parece señalar que mientras que el cine de autor increpa nuestras certezas y amplía nuestras preguntas, el cine popular, por definición, reafirma todo aquello que forma parte del sentido común una sociedad, ofreciéndonos unas narrativas comunes que le dotan de ese magnetismo del que hablábamos al principio.
Lo que es, sin embargo, una convención es considerar al cine popular como apolítico, despojado de contenido ideológico, algo unido, en la creencia generalizada, al cine de autor. En cada reseña, por ejemplo, de una película de Ken Loach se le atribuye el epíteto de “comprometido director británico” cosa que, por ejemplo, nadie escribiría de Michael Bay. Todo arte fuertemente narrativo, y el cine lo es, tiene contenido ideológico, bien por una voluntad explícita del cineasta, bien por una transmisión de valores, a menudo los dominantes, de una forma espontánea. Sabemos de las públicas simpatías izquierdistas de Loach y cómo desde Kes (1969) ha puesto su cámara al servicio de los excluídos, los trabajadores y su visión, conflictiva y nada complaciente, de la realidad y la historia. Desconocemos las afinidades ideológicas de Bay y si su puesta en escena, además de mareante, es voluntaria. Lo que sí sabemos es que en Armageddon (1998), tras la apariencia de ser tan sólo una levedad entretenida, hay todo un discurso subyacente que abarca el nacionalismo norteamericano, roles de género profundamente machistas y un populismo reaccionario del rudo, recto y honrado personaje interpretado de Bruce Willis, frente a unos hombres de ciencia y estado mucho más listos y sofisticados pero incapaces de afrontar las amenazas externas. Bay es también un director comprometido, posiblemente sin saberlo, con lo establecido.
Hay, evidentemente, películas de entretenimiento que son pura propaganda política. La delirante Batalla bajo la tierra (1967), pone en pantalla un complot del malvado gobierno chino para situar bombas nucleares en las principales ciudades de EEUU, a través de la construcción de túneles desde las costas del país asiático. No en vano el aparato industrial-militar es uno de los principales productores cinematográficos, más o menos encubiertos, cediendo instalaciones y material o asumiendo costes directamente. Hay todo una pléyade de películas destinadas a engrandecer a las fuerzas armadas de Estados Unidos, desde las que buscan la coartada en la ciencia-ficción bélica, Batalla naval (2012), hasta las que presentan aspiraciones realistas y con intención de profundidad dramática como Black Hawk derribado (2001). Incluso las hay, que en un extraño complejo de culpa, parecen situar el Bagdad ocupado y destruido en Los Ángeles, como Invasión a la Tierra (2011), otorgando a los pérfidos extraterrestres el papel de imperialistas energéticos y a los marines el de la insurgencia que rescata a los civiles, incluídos hispanos.
Aún así, la unión entre ideología y cine popular es más interesante cuanto menos explícita resulte. Armas de mujer (1988) pasó durante años como una cinta feminista, que situaba al género femenino en el ámbito profesional de altura, concretamente el de los rascacielos de Manhattan. Sin embargo, además de ser una loa a Wall Street y la reaganomics, las protagonistas giraban, desde el cartel, en torno a Harrison Ford, una Sigourney Weaver que encarnaba la perfidia y una Melanie Griffith que le seducía desde la candidez. Al final, cual zarzuela neoyoquina, triunfaba la rubia, se llevaba al chico y demostraba que una simple secretaria podía romper el techo de cristal con su esfuerzo. Self made woman o cómo el sistema es el correcto aunque tenga desviaciones por la maldad personal.
Las líneas entre cine de entretenimiento y cine de autor son más delgadas en cuanto el subtexto se vuelve más sofisticado
Es esta maldad individual, llevada al extremo, la que da pie a todo el subgénero de terror de las slasher movies, donde el psicópata da cuenta de sus habilidades con el cuchillo, el hacha o la motosierra a un grupo de adolescentes prototípicos, blancos y de clase media. Además de una moralidad en extremo hipócrita -las jóvenes que mueren son promiscuas resultando una excusa perfecta para sacar tetas en pantalla- llevan a la figura del psicópata a ser un peligro potencial para la América protestante, siendo la enfermedad mental la coartada para subsumir la enorme violencia sistémica de raíces económicas. Los zombis, de los que hablábamos antes en su vertiente de miedos compartidos, toman, por ejemplo, en Guerra Mundial Z (2013) casi el carácter de migrantes ilegales que saltan los muros de contención, inconteniblemente. Los fenómenos paranormales que atacan la felicidad del norteamericano medio en Poltergeist (1982) provienen, sin embargo, de dentro de la casa y median con la realidad a través de la propia televisión, una mezcla entre el miedo a perder la familia normalizada por la modernidad mal entendida y los resultados inesperados de la especulación del suelo, factor que en la versión de 2015 proviene del paro y la crisis hipotecaria.
Y es aquí donde encontramos elementos ideológicos en el cine popular que trascienden los valores conservadores dominantes, constituyendo una interesante excepción a la norma general. En la comedia musical Granujas a todo ritmo (1980), los Blues Brothers se enfrentan a la américa racista, la banca y los patéticos Nazis de Illinois, parodiando el poder policial y militar en una inolvidable escena final por las calles de Chicago. En Alien (1979), además de recoger el arquetipo de la amenaza exterior, se plantea un futuro en la que la codicia capitalista da pie a la megacorporación Weiland-Yutani a utilizar a sus trabajadores como carnada para el monstruo de Giger. Además, el personaje de Ripley interpretado por, de nuevo, Sigourney Weaver, se alza con el protagonismo de una historia coral, siendo una mujer, esta vez, no sólo imprescindible para el desarrollo de la trama sino independiente narrativamente de cualquier hombre o relación amorosa.
Quizá, de las recientes excepciones, Mad Max: furia en la carretera (2015) ha sido la que ha roto todos los esquemas de género al incluir a un personaje femenino como Imperator Furiosa y todo un discurso subyacente en torno a la maternidad o reproducción social que parece surgido directamente de las páginas de Calibán y la bruja. A pesar de haber sido celebrada por parte del público levantó una gran polémica al saltar su discurso subyacente a las columnas de opinión, algo similar, en menor medida de discurso, que el remake de Cazafantasmas de este mismo año protagonizado por mujeres. Lo cual nos lleva a preguntarnos, volviendo al inicio del texto, si las líneas entre cine de entretenimiento y cine de autor son más delgadas en cuanto el subtexto se vuelve más sofisticado, o cómo una película popular, al no responder a las categorías ideológicas dominantes, es tachada de polémica de inmediato.
Parece que incluso el cine popular se ve sometido a las tensiones de una época en la que el público se divide o bien exigiendo desde el entretenimiento un reflejo de las contradicciones o bien deseando inconscientemente una hora y media carente de tensiones, conflicto y llena de ideología dominante. Polarización, también en los espectadores, con su cubo lleno de palomitas.
Ver una película, una cualquiera, en nuestros tiempos, es de por sí un acto casi subversivo. Vivimos presas de la fracción narrativa, del desguace de contenidos: donde antes había libros hoy hay tuits, donde existían álbumes hoy hay canciones inconexas, donde encontrábamos información hoy hallamos ruido. Y el...
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