CINE
La pantalla dejó de ser amable
La ficción audiovisual estadounidense viste de angustia y desencanto a los valores e instituciones de la patria a los que antes veneraba
Dani Bernabé 17/05/2016
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Angustia: Estado de intranquilidad o inquietud muy intensas causado especialmente por algo desagradable o por la amenaza de una desgracia o un peligro.
Una de las figuras más ampliamente representadas en la ficción audiovisual norteamericana de los últimos 40 años ha sido la del presidente de los Estados Unidos. Bien, primero, como expiación nacional de los pecados de la Administración Nixon, el principal mandatario era casi una sombra narrativa amenazada por un peligro que los protagonistas debían oponer. Con Reagan, el presidente volvió a las pantallas como referencia moral definitiva frente al Imperio del Mal. Más tarde, ya en los felices noventa, el hombre al mando de la Casa Blanca —en el paroxismo de la infantilización argumental— se convirtió en juez y parte, empuñado él mismo las armas e incluso pilotando un caza. En el comienzo de siglo, como respuesta a la procaz certeza de Bush, nos encontramos a un mandatario humanizado, contemporizador y lleno de dudas. Lo inédito, en la ficción, es que el presidente sea la encarnación del mal: no un solucionador de problemas o un generador de amenazas, sino la amenaza en sí misma.
Es esta línea argumental, la del presidente como amenaza, la que guía House of Cards (2013), la serie que ha mostrado en televisión el retrato más cercano de lo que debe ser Washington como epicentro del poder político mundial, las luchas despiadadas de los mandarines por mantener su influencia, la trastienda de puñaladas cesaristas y la arquitectura interna del edificio administrativo. Ha puesto en pantalla lo que sucede siempre tras la pantalla. Su protagonista, el mefistofélico Frank Underwood (Kevin Spacey), no quiere el poder, es el poder, desde el mismo momento en que lo hace su filosofía permanente de vida. ¿Qué es lo que ha ocurrido para que ya se pueda contar a la audiencia norteamericana —y por ende global— que su presidente es un inteligente y adaptado sociópata, para que la angustia haya tomado el mando del guión? Es la respuesta a esta pregunta lo que motiva este texto, realizar una aproximación a las relaciones entre las etapas sociales y políticas de EE.UU. y su reflejo en la gran o pequeña pantalla.
La ficción audiovisual estadounidense de estas últimas décadas lleva pendulando entre el conflicto y su negación desde que el Nuevo Cine Americano destruyó el género como cauce natural de las producciones fílmicas. El conflicto entendido como la oposición entre clases sociales, de naturaleza irreconciliable, casi siempre soterrado por todo el aparataje mediático y cultural, pero también, y aquí recurrimos a Moteros tranquilos, toros salvajes, el libro de Peter Biskind, como la plasmación en pantalla de los resultados cotidianos, individuales y cercanos del antagonismo de clase, en palabras del autor, del conflicto contemporáneo. Esta publicación es clave para entender qué es eso llamado Nuevo Cine Americano, un conjunto de realizadores que, desde finales de los 60 hasta los primeros 80, consiguieron conectar con el público, romper con el férreo control de los grandes estudios y devolver al cineasta el dominio artístico de sus obras.
Salvo el cine social de previo al macartismo (como paradigma acudamos a Las uvas de la ira, 1940), la producción cinematográfica estadounidense había estado dominada por las películas de género (romántico, bélico, comedia, western) proporcionando a la sociedad americana una guía de valores desde lo individual hasta lo nacional y trazando convenciones que aseguraban al espectador hora y media con sorpresas pero sin sobresaltos argumentativos ni éticos. Era un cine que reflejaba el consenso social, el entramado de ideas compartidas. Hasta que las balas de Vietnam y Bonnie & Clyde (1967) dieron al traste con las convenciones tanto en pantalla como en el patio de butacas.
El Nuevo Cine Americano trajo el conflicto contemporáneo como forma de argumentación principal, regalando a la década de los 70, si no el mejor cine, sí el más convulso y turbador hecho hasta entonces. No sólo fue el reflejo de una situación política concreta (como breve apunte histórico cabría recordar que dentro de EE.UU. operaban varios grupos armados de guerrilla urbana) sino la transposición de un momento de incertidumbre social, de la quiebra del american way of life y la deriva del individuo. El taxi de Travis Bickle naufragando en la hostilidad de Manhattan, Coppola a punto de perder la vida adentrándose en el corazón de las tinieblas o la adorable niña Regan MacNeil masturbándose con un crucifijo bajo el dominio del maligno fueron más que guiones y películas, fueron la prueba de que todos los conflictos necesitan ser expresados antes de ser asumidos.
Fue con el presidente Reagan, un antiguo actor de western con un apellido relativamente homófono a la protagonista de El exorcista (1973), cuando se dio un giro a los acontecimientos. La etapa Reagan, como representante de la revolución neoconservadora, significó en lo audiovisual —la televisión, aún residual artísticamente, empezó a cobrar fuerza— la vuelta de la narración amable y la recuperación del género como conductor argumental. De forma paradójica fueron dos directores en principio asociados al Nuevo Cine Americano los que trajeron de regreso el cine de aventuras situado en épocas distantes y galaxias muy lejanas. Los buenos volvían a ser muy buenos y los malos oscuramente reconocibles, la tecnología desplazó a la contracultura, los valores suburbiales de clase media se impusieron sobre los problemas del gueto. Las emociones y el maniqueísmo triunfaron sobre el cine de ideas y complejidad.
Sin embargo, el conflicto contemporáneo no desapareció del imaginario cinematográfico de los 80 por dos motivos. El primero, porque la América de esa década no podía, aun deseándolo y disponiendo de un Delorean para ello, volver a la arcadia de los 50. Incluso en el cine agradable y ligero las referencias a la pobreza, el poder del complejo militar-industrial y la amenaza de ese fantasma llamado gobierno federal son continuas, pero a diferencia de la década anterior estos problemas ya no se presentan como sistémicos y pasan a tomar un simple papel figurativo —o incluso cómico— en las tramas.
El segundo motivo es que el conflicto contemporáneo fue adaptado a la nueva moralidad. La etapa del presidente que devolvió la confianza a América tuvo la cara b de la polarización social. Si era imposible ocultar los problemas derivados —criminalidad, miseria, exclusión— las narraciones los asumirían convirtiéndolos en un motivo de orgullo. De orgullo para los pistoleros que se enfrentaran a ellos por encima de las tediosas leyes, derechos y la mano blanda de los jueces. Si la nueva ideología decía que la sociedad no existía y que cada cual era por entero responsable de su situación no había ya buenismo que detuviera las balas. Había violencia, sí, una mala, la de los negros y los pobres, la de los que habían decidido libremente no ser como nosotros y una buena, la nuestra. Se parecía cerrar así un círculo quedando ya de los outlaws protagónicos tan sólo su violencia.
Tony Soprano recupera gran cantidad de elementos del Nuevo Cine Americano, como la complejidad de los personajes sobre la mera resolución de las historias
Los 90 fueron la continuación, desmedida, de esta senda de profunda ligereza. Los negros no valían ya ni como blancos de tiro, ya que lo políticamente correcto del letargo Clinton descubrió que era mucho más fácil ocultar los problemas alterando el léxico que resolverlos realmente. El cine se convirtió en un parque de atracciones y el espectador en un niño. Reflexión crítica y afectación estética quedaron en ese nuevo epígrafe llamado cine independiente, un circuito totalmente al margen del gran público que funcionaba gracias a las migajas presupuestarias que caían de la mesa de las grandes productoras. Un remanso para el neoyorquino formado, con inquietudes y de clase media alta. Una ratonera artística de autocomplacencia.
Aunque en todo este artículo se habla de grandes tendencias —y a cada una de ellas se le pueden encontrar ejemplos minoritarios a contracorriente— es a partir de la caída de las torres y en el periodo de las aventuras militares de Bush hijo donde el conflicto contemporáneo apenas regresa pese al momento político. Primero por la ola de patriotismo castrador que sobrevino a los atentados, después, sencillamente, porque el cine norteamericano parecía haber olvidado cómo hacerlo. Baste decir que el principal azote en gran pantalla de la Administración Bush fue Michael Moore, un documentalista con más ímpetu que oficio que procedía del mundo de la televisión donde interpretaba un personaje similar al de nuestro Évole. Aunque no fueron pocas las voces críticas entre actores y directores su actuación fue ya completamente posmoderna, es decir, desgajando su postura política de su actividad puramente creativa. Se protestaba en las galas, pero se rodaba al uso.
Sin embargo es en donde menos se espera, la televisión, donde aparece la respuesta narrativa. Durante décadas la producción de ficción televisiva se centró en sitcoms y series de acción, cuya calidad, si se buscaba, era tan sólo en la sofisticación del humor, la actuación o las tramas. Sin embargo, ya en series como Urgencias (1994), una historia netamente de género televisivo al uso, en este caso médico —con protagonismo coral, personajes tipo con rasgos muy marcados y episodios autoconclusivos con continuidad a través de las relaciones amorosas entre el elenco— se introdujo un factor de conflicto contemporáneo al desarrollarse en el servicio de urgencias de un hospital norteamericano, la última y única atención para la población que carece de seguro sanitario. Es el magnético Tony Soprano quien empieza a recuperar, definitivamente, gran cantidad de elementos del Nuevo Cine Americano, como la preeminencia y complejidad de los personajes sobre la mera resolución de las historias o el gusto por la estructura narrativa frente a la concatenación de escenas impactantes. Aún siendo excelente, Los Soprano (1999) arrastra un pecado original noventero, el exotismo de girar en torno al crimen organizado italo-americano sin tratar apenas las conexiones de este submundo con las de la hegemónica América WASP.
Es otra serie la que, coincidiendo casi cronológicamente con el tiempo de la administración Bush, trae de vuelta el conflicto contemporáneo: The Wire (2002). Y no lo hace sólo en los ámbitos artísticos, formales o narrativos sino que, en una inusual reapropiación, toma el género televisivo policíaco como coartada para ofrecernos unas consecuencias que le son coetáneas: la situación postindustrial de una ciudad como Baltimore. The Wire se desarrolla en un submundo como Los Soprano, en este caso el círculo del tráfico de drogas, delincuencia y extrema violencia, pero confronta, casi de forma dialéctica, con el mundo exterior aceptado, donde la política, la educación o los medios de comunicación son máximos exponentes de la perversión entre los fines declarados y los ocultos. En su segunda temporada, en una reinvención tan arriesgada como inédita, sitúa la trama en el puerto comercial, antes motor económico de la ciudad, hoy arrasado por la globalización neoliberal, dando así un sustento material, un contexto, tanto a la serie como a la propia realidad de Baltimore, Murderland. No en vano esta producción fue localizada en las calles de la ciudad e interpretada por algunos actores no profesionales con vidas muy cercanas a las de sus personajes. Mientras que los marines morían en Faluya, David Simon mostró, de nuevo, que la guerra estaba en casa.
¿Es House of Cards continuadora del camino (re)abierto por The Wire? La respuesta al desenlace de este texto sólo podía ser una, sí y no. Entre otras cosas porque la pregunta que nos deberíamos hacer realmente es si la angustia de la ficción estadounidense forma parte de la misma familia narrativa que el conflicto contemporáneo.
Intentar sistematizar las corrientes narrativas en lo audiovisual es siempre arriesgado, más en esta última etapa donde nos encontramos no tanto un quiebro o fin de época, sino una concatenación de todos los periodos anteriores. El cine, rendido a los departamentos de marketing y los efectos digitales languidece entre precuelas, remakes, reboots y otros anglicismos para ocultar la ausencia de ideas (o el miedo cerval a ellas), dejando lo dramático como una coartada de legitimidad artística con la que ganar oscars. Es, sin embargo, en una serie de películas, en apariencia de género, donde aparece esta angustia narrativa: los Batman de Nolan.
Podríamos deducir, acertadamente, que Nolan sitúa El caballero oscuro (2008) en un entorno realista, despojándole en lo estético de la puerilidad de entregas anteriores, colocándole frente a amenazas de raíz claramente actual. La diferencia con el Nuevo Cine Americano, iniciador del conflicto contemporáneo, es que mientras en este los problemas son enfocados desde una óptica de choque, dialéctica, y por tanto buscan su resolución —en términos positivos o negativos— en la narración de la angustia hay una mórbida y nihilista asunción de los mismos, no hay enfrentamiento entre contrarios, sino una liquidez de la situación que lo impregna todo. El Batman de Nolan no combate al Joker, aunque así lo parezca, baila con él una danza de malestar en una época inasible de la que parece imposible escapar.
Volviendo a la televisión, y profundizando en la idea, pienso que una serie como Louie (2010), las desventuras casi autobiográficas del cómico Louis C.K. tiene más que ver con The Wire que la tragedia romana de Frank Underwood. En Louie no hay tráfico de drogas, violencia explícita o tiroteos, pero no deja de ser el retrato de un cuarentón que ha llegado a esa edad sin darse cuenta, la imagen de un mediocre brillante que apenas comprende nada de lo que sucede a su alrededor pese a que su trabajo, monologuista, implica una acertada y ácida visión sobre el elemento social. Louie es puro conflicto contemporáneo, como The Wire o El cazador (1978), ya que, independientemente de los ropajes del argumento, momento histórico o aparente género de la propuesta, lo que encontramos es una lucha irreconciliable de contrarios, un enfrentamiento que indaga unos problemas puramente sistémicos que trascienden al individuo pese a afectar a su vida frontalmente.
Gane quien gane el juego, el único resultado posible es la victoria del propio sistema
House of Cards, como elemento más exitoso de la angustia narrativa, posee muchos elementos del conflicto contemporáneo pero carece del principal motor del mismo, la oposición entre contrarios. No se establece una lucha entre un protagonista o un grupo frente a otros, el sistema o esas ramificaciones que tiene en nuestra vida cotidiana, sino que lo que hay es una celebración de la pesadumbre, una corriente que lo arrastra todo y no dejan espacio para respirar. Claro que Underwood tiene enemigos, algunos de ellos, como los periodistas, incluso encarnan la representación de algo parecido al bien, pero como el Batman y el Joker de Nolan, su encuentro no dirime una lucha entre posiciones antitéticas: gane quien gane el juego nos queda la sensación de que el único resultado posible es la victoria del propio sistema.
En el Nuevo Cine Americano y su forma narrativa de conflicto contemporáneo, teníamos la expresión de un momento en la que las contradicciones del capitalismo se hicieron patentes para millones de personas occidentales por primera vez tras la Segunda Guerra Mundial. No era un cine de izquierdas —como su coetáneo europeo— por el peculiar carácter de Norteamérica, pero sí un cine de conflicto, de oposición, de resolución ineludible (a menudo pesimista). La actual angustia narrativa es el reflejo de nuestro momento, uno donde habiendo aflorado de nuevo todos los problemas inherentes a un sistema agotado, nos resulta, parafraseando a Zizek, más fácil imaginarnos el fin del mundo antes que el fin del capitalismo, una expresión audiovisual de una certeza paradójica: la de que es imposible seguir como estamos aunque seamos incapaces ya de imaginar cómo queremos estar.
Angustia: Estado de intranquilidad o inquietud muy intensas causado especialmente por algo desagradable o por la amenaza de una desgracia o un peligro.
Una de las figuras más ampliamente representadas en la ficción audiovisual norteamericana de...
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Dani Bernabé
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