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Warren Breckman / Profesor en la Universidad de Pensilvania

“El éxito de Trump exige un examen de conciencia de la izquierda estadounidense”

Humberto Beck Ithaca, Nueva York , 21/12/2016

<p>Warren Breckman, en su despacho de la Universidad de Pensilvania.</p>

Warren Breckman, en su despacho de la Universidad de Pensilvania.

Cedida por el entrevistado

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Warren Breckman (Stonewall, Canadá, 1963) es profesor de Historia Intelectual y Cultural Europea Moderna en la Universidad de Pensilvania. Su obra más reciente, Adventures of the Symbolic: Post-Marxism and Radical Democracy, está dedicada al análisis de pensadores como Cornelius Castoriadis, Claude Lefort, Ernesto Laclau y Chantal Mouffe. Autores que pueden inscribirse en el posmarxismo, al distanciarse de la premisa clásica materialista base-superestructura, en la que la configuración social depende casi por completo de la vida económica material. “Estos pensadores comenzaron a reintroducir la noción de lo simbólico como respuesta al descontento dentro del propio marxismo con el modelo clásico”, explica en su despacho de la Universidad de Cornell, en Ithaca (Nueva York), en la que este verano ejerció como profesor de la School of Criticism and Theory.

CTXT conversó con Breckman, coeditor de la revista Journal of the History of Ideas, acerca de las consecuencias de este giro para el pensamiento sobre la democracia y las potencialidades del posmarxismo para la compresión de la situación política en Estados Unidos. Tras la victoria de Trump, Breckman se prestó a responder por email a unas preguntas sobre las consecuencias del triunfo del magnate neoyorquino.

Su libro es una reflexión, y una respuesta, sobre el hueco creado por la crisis del marxismo durante las últimas décadas del siglo XX en el pensamiento y la política. ¿Qué es el posmarxismo y cómo ha jugado un papel en los intentos de llenar este vacío?

Los varios pensadores posmarxistas que estudio se ocupan del papel de lo simbólico en nuestros intentos por nombrar las cosas políticamente. Cuando el marxismo entró en crisis, varios autores, dentro de su tradición occidental, comenzaron a reintroducir esta noción de lo simbólico como respuesta al descontento dentro del propio marxismo con el modelo clásico de base-superestructura. Es decir, con la reducción de la superestructura a una suerte de reflejo irreal. La noción de lo simbólico lleva aparejada la capacidad –que es, por supuesto, más una idea que una realidad lograda– de hacer algo presente, pero también implica que fallará, porque nunca puede ser la cosa misma. La principal consecuencia de esto es una manera de entender la política y, más específicamente, la política democrática, como algo abierto. Hay algo que está en juego en lo que uno nombra: un esfuerzo por hacer aparecer la cosa de la que uno está hablando. Cuando decimos “el pueblo” o “el trabajador” o “el 99%”, esto desempeña, en un cierto nivel, la función de hacerlo presente, real, al nombrarlo. Y, sin embargo, al mismo tiempo, la imposibilidad final de esa representación simbólica activa mantiene abierto ese proceso.

Estos autores no son los primeros en reconocer esta situación, pero para ellos el problema se volvió más agudo y más difícil de resolver dentro de los parámetros del marxismo. En la medida en que se hizo más problemático sostener ese modelo de base-superestructura, estos teóricos comenzaron a virar hacia una idea de la construcción social en la que la base misma está construida como parte de un proceso más grande. Lo simbólico se convierte en una manera de recoger esa percepción y de dar un nombre a ese proceso, porque, al final, ¿qué significa la construcción social? Significa, en cierto sentido, simbolizar la realidad, crear una interpretación de ella, dándole una forma.

 El posmarxismo responde a este déficit, al vacío, pero al mismo tiempo se autolimita con respecto a esta postura tradicional del proyecto teórico en la izquierda.

¿Y entonces, qué ocurre con el hueco dejado por “el colapso del marxismo como estructura ideológica dominante de la izquierda”?

Para numerosos teóricos, ha sido un desafío crucial responder a ese hueco. En el libro trazo algunos de esos proyectos. La ambigüedad, sin embargo, de éstos es que, de alguna manera, el posmarxismo no quiere ocupar ese hueco. Hay entonces una especie de relación paradójica: se reconoce que hay un vacío ideológico, pero sin realizar una ocupación teórica de ese vacío. Esto está relacionado con las lecciones aprendidas a través de la historia del pensamiento y el activismo de izquierda en el siglo XX. Desde 1917 el pensamiento y el activismo de izquierda estuvieron dominados por la idea marxista-leninista de la teoría como guía de la acción: el partido estaba en posesión de la teoría correcta y, por lo tanto, no había un hueco. El posmarxismo responde a este déficit, al vacío, pero al mismo tiempo se autolimita con respecto a esta postura tradicional del proyecto teórico en la izquierda.

Claude Lefort, uno de los teóricos sobre los que reflexiona en su libro, habla de otro “espacio vacío”, el del poder democrático, que nadie puede apropiarse permanentemente. Para él, es imposible, por lo tanto, controlar la democracia. ¿Por qué es tan importante esta idea del espacio vacío para el posmarxismo?

Es un elemento principal de la teoría posmarxista, que apunta a la imperfección ontológica de la sociedad –su calidad de estar incompleta– o a la contingencia de la historia. Ocupa un papel político muy importante, porque es la manera en que estos autores hablan de la apertura y de la imposibilidad de un cierre. Esa imposibilidad es constitutiva de las posibilidades de la democracia radical, pero también, y esto es especialmente cierto para Lefort, del totalitarismo.

¿En qué sentido?

El totalitarismo es una posibilidad que la democracia obstruye, porque el vacío produce una cierta ambigüedad intolerable, una indeterminación que es una fuerza perturbadora. En este sentido, el culto a la personalidad de Donald Trump amenaza el lugar simbólico de ese vacío, porque los cultos a la personalidad tratan de la singularidad de un individuo que entra en un cierto lugar de poder, no solo para ejercerlo, sino para de hecho personificarlo. Alguien como Trump representa la tentación de llenar ese espacio vacío. Sus seguidores están claramente buscando respuestas que exceden no solo las limitaciones pragmáticas del poder presidencial dentro del sistema, sino también las cualidades fantasmáticas de un auténtico entendimiento democrático. La democracia es un teatro de respuestas imperfectas, respuestas que están constantemente abiertas al desafío y al cuestionamiento. La retórica de Trump y las medidas que ha propuesto pretenden ser resoluciones definitivas, el rayo fulminante de la acción que borra una ambigüedad. Sin pretender convertir a Trump en una amenaza totalitaria, veo en él, y en las resonancias que ha sido capaz de crear en un número significativo de estadounidenses, un ejemplo de que en este país la democracia produce una cierta forma de apertura que para mucha gente puede ser intolerable.

Algunas de las principales denuncias que se hacen a la política democrática actual tienen que ver con la idea de que este “espacio vacío” ha sido capturado u ocupado permanentemente por ciertos actores inamovibles, como los poderes financieros o corporativos. ¿Es una crítica plausible?

En ese escenario detrás de la competencia por un centro de poder que, en sí mismo, no puede ser ocupado, habría en realidad gente que maneja, de hecho, los hilos. Una versión extrema de estas ideas podría ser el pensamiento de Noam Chomsky. Hay muchos aspectos de su postura política que encuentro admirables, pero no puedo evitar sentir que tiene un modelo simplista del poder, una visión esencialmente conspiratoria que sugiere un nivel de dominio de mundos sociales complejos, sobre la que soy escéptico.

Otra versión de esto podría ser pensar que el proceso democrático implica tanto una forma institucional como un conjunto de prácticas que circulan alrededor del lugar vacío del poder, lo que no excluye la posibilidad de una perversión o una corrupción en la competencia por el poder. Por ejemplo, en el financiamiento de las campañas, cuando la Corte Suprema decidió hace algunos años que las corporaciones son personas, que tienen derecho a la libertad de expresión, y que pueden, por lo tanto, financiar candidatos. En este caso la disputa entre diferentes posturas dentro del espacio indeterminado de la democracia ha sido suprimida y lo que tenemos, en su lugar, son representaciones cuidadosamente administradas y muy bien financiadas de los intereses específicos de los más adinerados.

¿Funciona entonces la democracia?

Todas estas cosas son de alguna manera ciertas y las democracias no funcionan como tipos ideales. Teóricos como Lefort o Castoriadis eran críticamente conscientes de las formas en que el mundo social puede clausurar la democracia. En los setenta, Lefort escribió un ensayo sobre la “ideología invisible”, en el que teorizaba sobre las construcciones ideológicas que obstruyen el fermento radical o la movilidad que, según él, conlleva la forma democrática. Más recientemente, la politóloga Wendy Brown ha señalado al neoliberalismo como una de esas formas insidiosas, una muy difícil de criticar porque ejerce la dominación mediante una apariencia blanda. Es una racionalidad del poder que se presenta a sí misma como una racionalidad de la eficiencia, o como un orden natural, o como sentido común. Ya se trate del espacio vacío ocupado por otras cosas, de procesos de corrupción o del desplazamiento de los procesos de toma de decisiones a otras esferas, todas estas cosas tienen un impacto en la manera en que pensamos los modelos de la democracia.

Otro de los posmarxistas que aborda en su libro es el filósofo francés de origen griego Cornelius Castoriadis y sus referencias a la imaginación como una fuerza creativa política y ontológicamente. ¿De qué manera ha contribuido esta concepción de la imaginación a la revitalización del pensamiento radical?

En la teoría de Castoriadis, la imaginación radical no es solo el fundamento de una teoría de la naturaleza o una teoría de la mente. Al perturbar cualquier reproducción simple de las formas, abre un espacio para pensar sobre la emergencia de nuevas posibilidades creadoras en todas las dimensiones de nuestras actividades. Castoriadis extrapola las afirmaciones más fundamentales sobre el papel de la imaginación a un ámbito superior: el de una imaginación radical que actúa socialmente. Esta tiene una función política muy importante, tiene el potencial de traer lo nuevo en un nivel colectivo. Se ve constantemente en el discurso de la teoría política de nuestros tiempos, por ejemplo, en los llamados a un “nuevo imaginario”, “una nueva imaginación”, o en las ideas de que “nuestra imaginación se ha estancado” y necesitamos una “nueva forma de creatividad”. En esta perspectiva, no precisamos de un mesías, sino que necesitamos a la imaginación, que siempre está funcionando en el aquí y el ahora, pero que, mediante una negación de lo visible, introduce algo nuevo en el presente.

En Occupy Wall Street había un esfuerzo por crear un nuevo horizonte no heredado del izquierdismo tradicional. Ese horizonte implicaba una disputa dentro del orden existente para transformarlo

¿Cuáles son los horizontes actuales para el pensamiento y la democracia radical? ¿De qué manera movimientos como Occupy Wall Street abren o reconfiguran estos horizontes e imaginarios sociales?

En Occupy Wall Street había ciertamente un esfuerzo por crear un nuevo horizonte no heredado del izquierdismo tradicional. También había un esfuerzo por crear un horizonte en una situación que no tenía un horizonte radical. Ese horizonte implicaba una disputa dentro del orden existente para transformarlo y no un derrocamiento revolucionario. Además, implicaba la configuración de prácticas que creaban ellas mismas ese horizonte. Es interesante porque ese horizonte no se definía desde un punto de vista teórico ni mediante un giro hacia lo mesiánico. Occupy no decía cosas como: “Nuestro horizonte es el horizonte de lo radicalmente otro”, sino más bien: “Nuestro horizonte es un horizonte que podemos construir en la medida en que practicamos nuestras vidas”. El discurso de Occupy es una manera interesante de sumar, por ejemplo, a la idea de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe de la hegemonía como la construcción de alguna forma de horizonte. En su perspectiva, la hegemonía es la vinculación discursiva de varios argumentos, varias fases, varios motivos, que eventualmente produce algo como un horizonte. Esto no se va a construir mediante la obtención de derechos para un grupo específico, sino en un mundo en el que las diferencias de sexualidad, color, altura, talla, salud, discapacidad, etc., no se traduzcan en exclusión o discriminación. Hay una matemática misteriosa, que está teniendo lugar ahí, relacionada con el pasaje a un nuevo horizonte cualitativo.

Su libro está marcado por una serie de “años axiales”, como 1968, 1989 o 2008, que problematiza como metáforas de la apertura y el cierre de los horizontes. ¿Qué representará a largo plazo este año, con el triunfo de Donald Trump y la campaña de Bernie Sanders, para el imaginario de la democracia?

Donald Trump acaba de realizar una hazaña sin precedentes en la historia estadounidense, y estamos todavía tambaleándonos. Desde su elección, Trump se ha alejado de la retórica excepcionalmente divisiva de su campaña, pero sus efectos embrutecedores se perciben en la ola de discurso de odio e intimidación que ha enturbiado los campus universitarios y otras comunidades de Estados Unidos desde su victoria. Trump conectó con grupos de votantes que se sentían abandonados por el consenso de Washington, que ha prevalecido desde inicios de los años noventa.

Queda por ver si Trump podrá anular los acuerdos de comercio internacional; si lo hace, veremos el fin de una etapa de la globalización neoliberal

¿Significa Trump el fin del neoliberalismo?

Queda por ver si podrá anular unilateralmente los acuerdos de comercio internacional; si lo hace, entonces indudablemente veremos el fin de una cierta etapa de la globalización neoliberal. Pero aun si eso sucede, no habría ni que recordar que Trump es, al final de cuentas, un archicapitalista. Puede que cuestione ciertos aspectos de la globalización en nombre de la fantasía de una economía nacional autárquica, pero jamás ha cuestionado al capitalismo en sí ni los fundamentos del neoliberalismo. Dado que para Trump cualquier escrutinio de la lógica básica del neoliberalismo es una zona vedada, toda su crítica a nuestra situación económica descansa sobre la búsqueda de chivos expiatorios. Las promesas de Trump están vacías, pero se dirigen a necesidades reales. Está destinado a fracasar, pero si lo hace, las necesidades a las que él pareció responder permanecerán ahí. El fracaso de Trump podría abrir nuevas oportunidades para re-imaginar las relaciones económicas y sociales y propagar una visión alternativa de la globalización más favorable a las poblaciones insatisfechas tanto con el establishment neoliberal como con la pseudo-revolución del trumpismo. Soy dolorosamente consciente de que, al esbozar este escenario, proyecto mi optimismo sobre una realidad deprimente; incluso si esta esperanza tiene al final algún fundamento, estamos en un periodo de vulgarización del lenguaje y la práctica política, de graves retrocesos en la protección del medio ambiente, y de riesgos intensificados de conflicto internacional.

¿Y la izquierda?

El éxito de Trump exige un examen de conciencia por parte de la izquierda estadounidense, que sospecho estará noqueada aún por algún tiempo. Si el régimen lanza ataques contra los derechos de las mujeres, las minorías raciales, los trabajadores indocumentados y la comunidad LGBTQ, y viola normas constitucionales básicas, es probable que la izquierda se tenga que concentrar en una batalla por defender los frutos de luchas pasadas. La sobreidentificación con leyes e instituciones que en otras condiciones podrían ser juzgadas como imperfectas e inadecuadas puede volverse una estrategia necesaria en los próximos años. Queda por ver si un imaginario democrático más sólido puede emerger bajo estas condiciones. La agudización de las polaridades de la sociedad estadounidense puede incitar a la movilización de nuevas energías militantes. Si eso sucede, Occupy Wall Street y la ola global de protestas de la que fue parte parecerán más los precursores de un cambio más grande que una ocurrencia transitoria. Lo mismo ocurriría con Bernie Sanders, que llegó más lejos de lo que cualquiera pudo haber imaginado y puso en movimiento procesos que la maquinaria del Partido Demócrata no puede manejar del todo.

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Autor >

Humberto Beck

(Monterrey, México, 1980) es historiador, ensayista y editor. Estudió relaciones internacionales en El Colegio de México y un doctorado en historia intelectual en la Universidad de Princeton. Ha trabajado como editor en línea de Letras Libres y fue fundador y co-director editorial de Horizontal. Actualmente es investigador postdoctoral en el Kilachand Honors College de la Universidad de Boston.

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3 comentario(s)

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  1. Omar

    Hay que ser pelotudo o mala leche para hablar de una izquierda en en EE.UU donde solo existen dos partidos de derechas.....

    Hace 7 años 4 meses

  2. Tatica

    ¿La izquierda? ¿Qué izquierda? Si crees que Hillary Clinton es la izquierda es que estás de gilipollas para allá como tres pueblos.

    Hace 7 años 4 meses

  3. Antonio

    Con todos mis respetos, este hombre no sabe mucho de la política en USA. En USA no existe la izquierda. El partido demócrata sería como en España el PP. Y el partido republicano sería el equivalente al ala derecha del PP. En USA mencionas la palabra "socialismo" y se le erizan los pelos al personal.

    Hace 7 años 4 meses

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