GENTES DE MAL VIVIR
Laura Nyro: cantar como canta el pájaro
¿Por qué no gozó del éxito que debía corresponder a su talento? Quizás el entonar sólo lo que quería, cuando quería
Miguel Ángel Ortega Lucas 28/12/2016
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Por qué hacemos lo que hacemos; para qué; para quién. Cuando nos extenuamos, a veces con obsesión suicida, en nuestras actividades cotidianas, ¿para quién lo hacemos realmente? ¿Qué teatro en penumbra esperamos que aplauda?
Hacemos lo que hacemos, lo que se supone que debemos hacer, ¿por cumplir la propia ley de nuestro camino, por saber que no podríamos vivir sin acatar esa sentencia, o porque necesitamos que nos vean hacerlo, con el anhelo agazapado de existir? (Me ven, luego existo se nos antoja una verdad mucho más profunda y arcana que el Pienso luego existo.) Cuando dedicamos nuestra vida a una tarea, y mucho más tratándose del arte, ¿qué estamos buscando realmente? ¿Nos buscamos a nosotros, hacia adentro, tratando de honrar a nuestra verdad, o buscamos un hueco ahí afuera donde al menos la (tramposa) aprobación de los congéneres nos aplaque el terror a la soledad, a la finitud, al vacío?
Pocos hay que canten en este mundo porque tienen que cantar, como cantan los pájaros siguiendo una corriente natural y orgánica: ninguno dejará de cantar porque no lo oiga nadie, o porque crea cantar mal, ya que cantar no es, no debería ser ningún juicio, sino un veredicto en sí (“la poesía es un veredicto, no una ocupación”, Leonard Cohen que estás en todas partes).
No se pregunta el pájaro para qué canta; simplemente debe hacerlo, cumplir con una ley que se justifica por sí misma y que lo justifica a él al cantar, sin reclamos o dádivas de nadie. Existió una cantante norteamericana cuya trayectoria recuerda bastante a este principio. Se llamó Laura Nyro, y fue una de las mayores compositoras de una época plagada de ellas, la que abarca los años 60 y se extiende hasta bien entrados los 70. Explotó muy pronto, se extinguió con celeridad similar, pero su talento quiso pasar de puntillas entre uno y otro punto no porque se apagase su voz, sino más bien porque el ecosistema comenzó a antojársele, poco a poco, más parecido a una jaula que a un bosque.
Y sin embargo el canto verdadero casi siempre nace, en este mundo, de lo profundo de una jaula.
(...) Prometo que no hay cielo
y rezo por que no haya infierno.
Pero nunca lo sabré viviendo;
sólo el morir lo dirá.
Laura Nyro cantaba esto con la alegría de un piano ebrio (El piano ha estado bebiendo, no yo, decía Tom Waits), con la limpidez de una soprano que consiguiera no perder una nota mientras se va despeñando desde algún precipicio que no pudiera ver nadie. Es el tipo de canciones que miran al infierno con descaro, sin miedo a aquellos que podrían escandalizarse (¡oh, un pelo en la sopa!) por ser “música de cortarse las venas”. Laura Nyro nunca se cortó las venas; sólo era una mujer honesta y una artista auténtica, tratando de no hurtar en su relato cotidiano los desfiladeros por los que vamos transitando toda la vida, sin atreverse la mayoría a mirarlos un segundo.
Desde niña –contaba en una de las escasas entrevistas que sobrevivieron de las pocas entrevistas que le hicieron– “podía mirar al dolor”, sin resultarle “feo”. Se trataba más bien de “una comprensión y de un reto, el convertirlo en algo hermoso. Creo que el dolor puede hacer dos cosas: puede destruirte o puede hacerte crecer”. (...Pero el dolor es la ley de gravedad del alma, escribió Luis Rosales; un don, aunque no lo parezca, porque nadie regresa del dolor y permanece siendo el mismo hombre.)
Desde el principio sus canciones alcanzaron el éxito no en su voz sino en la de otros
La mujer que fue Laura Nyro nació como Laura Nigro en el Bronx neoyorkino, hija de una bibliotecaria y de un músico, de orígenes ruso-judíos [qué sucederá con esa vertiente sanguínea, que también Cohen, y Bob Dylan, y Alejandra Pizarnik, y una infinidad de artistas de primer nivel en América participaron de ella]. Se cambió el apellido por obvias razones (el adjetivo nigger y derivados tienen connotaciones racistas en EE.UU), y la gente no llegó a ponerse nunca de acuerdo sobre si se pronunciaba Niro o Nairo. Poeta y pianista precoz, con un pie siempre en la calle y el oído en la amplísima paleta de colores a su disposición (jazz y soul y gospel, rock y tradición clásica), salía a las calles de su barrio, de adolescente, a cantar con sus amigos: “Uno de los goces de mi juventud”.
Tampoco tardó en alcanzar su propia voz; un folk melódico de autor tamizado por los mejores sonidos del rock de los 70, ésos que llevaron hasta sus últimas consecuencias algunos magos como sir Elton John. Éste reconocería no hace mucho en televisión la inmensa influencia de Nyro en una obra maestra del inglés como Burn down the mission. “Aún hoy suena increíblemente”, decía John sobre Nyro, señalando la “audacia” melódica de quien huyó muy pronto de la consabida fórmula estrofa-estribillo-estrofa. “Había que ir por ahí”, explicaba Elton.
¿Y ella, adónde fue? Desde el principio sus canciones alcanzaron el éxito no en su voz sino en la de otros, con Peter, Paul & Mary, 5th. Dimension y Barbra Streisand. Dicen que resultó abucheada (¿!) en 1967, en una de sus –de nuevo escasas– apariciones masivas, en el festival de Monterey. Aun así era capaz de llenar ella solita, varias noches consecutivas, el Carnegie Hall. Pero en 1971, con apenas 24 años y tras varios bandazos contractuales, con desplante a su gran amigo y mánager David Geffen incluido, hizo mutis por el foro. Sus reapariciones serían desde entonces puntuales pero inadvertidas para la mayoría. Antes de eso, sin embargo, Nyro y Geffen se habían embolsado un par de millones de dólares al vender los derechos de sus canciones a Columbia.
Ah, el dinero. Ése que no da la felicidad, según dijo famosamente una actriz, pero calma los nervios.
Dinero, dinero, dinero.
Me siento como un peón en mi propio mundo.
Encontré el sistema y perdí la perla.
Da vueltas y vueltas y vueltas,
sangra un poco,
sangra un poco más,
hasta que tu libertad te llame
Es probable que no hubiera lugar para ella, ya por entonces, ya en esa época en que todavía no era universalmente reconocida la fobia a la música que confrontaba cierto tipo de verdades incómodas. Tras su muerte, el obituario de Rolling Stone atribuyó a eso mismo el hecho de que nunca conociera el éxito comercial masivo: ya desde su primerísimo álbum (More than a new discovery, de 1966, contando apenas 19 años), desde los versos iniciales de uno de sus más célebres temas, Stoney end, Nyro decía: Nací en el amor / y mi pobre madre trabajaba en la mina. / Me crié en el buen libro de Jesús / hasta que leí entre líneas. Y continúa, esa alegre cancioncita siniestra y adolescente: Ahora ya no creo y quiero ver la mañana / caer hacia el pedregoso final. / Mamá, déjame empezar de nuevo. / Méceme, méceme otra vez.
Su madre nunca trabajó en la mina, pero, como consignó ella alguna vez, siempre estuvo “interesada en la conciencia social de algunas canciones. Mi madre y mi abuelo eran pensadores progresistas, así que siempre me sentí en casa en los movimientos pacifistas y feministas, y terminó influyendo en mi música” (en canciones como Save the country, por ejemplo, o Broken rainbow, sobre los indios norteamericanos).
Sabemos, porque lo declaró ella, que le cansaba la vida cotidiana, porque no tiene nada que ver con el arte
¿Qué influyó para que desapareciera del mapa de aquella manera? ¿Fue, realmente, su escaso éxito comercial? (y por escaso debemos entender que no fuera una mega-estrella, que es casi lo único que entendía el mercado estadounidense, y cada vez más el de todas partes). Es cierto que es muy poco lo que podemos saber de Nyro a estas alturas, desde aquí. Sabemos, según testimonios de quienes la trataron, que era “como una niña” incapaz de hacer otra cosa en esta vida de tres dimensiones más allá de escribir canciones y cantarlas. Sabemos, porque lo declaró ella en una de sus últimas entrevistas, en 1994, que le “cansaba la vida cotidiana, porque no tiene nada que ver con el arte”; sólo el lenguaje poético. Y sabemos, también, que hacia la fecha en que dejó de grabar tuvo un hijo, y aquello acabó influyendo poderosamente en su nuevo rumbo, así como esa inercia comercial cuyos más altos precios venimos pagando en nuestros días.
“Creo que ahora la música es distinta”, declaraba a Richard Knight en 1994, tres años antes de su muerte. “El capitalismo es la última razón de ser del negocio musical. Cuando empecé había mucho más elemento sorpresa, había mayor sensación de que el negocio estaba sirviendo a la música; ahora siento que la música espera servir al negocio”.
¿Debía haber seguido esa estela inicial que quizás, con mayor perseverancia, y más paciencia (y pagando los precios que otros pagaron y pagan continuamente por esa señora inalcanzable llamada Gloria), hubiera terminado alcanzando con su talento indiscutible, adaptándose a la corriente imparable de la industria, diciendo Sí, bwana a cada hombre de traje gris que quisiera explicarle de qué iba la cosa? “Para mí el éxito es un sentimiento de bienestar”, dijo también en 1994: “Y creo que puedes ser increíblemente famoso y no estar en contacto con tu alegría”. “Me gusta la honestidad porque es simplicidad. Es lo que busco”.
Poca gente puede sospechar la cantidad de servidumbres que acatar, sapos y culebras que tragar, becerros de oro ante los que arrodillarse a cambio de esas migajas de éxito que andamos (casi) todos persiguiendo, como hámsters en la carrera suicida a Ninguna Parte. ¿Por qué hacemos lo que hacemos? ¿Cantamos porque debamos cantar, porque se nos rompería el silencio como una campana muda en las entrañas, o porque alguien dentro de nosotros espera que los álguienes fuera de nosotros nos den la palmadita en la espalda, o el aplauso escandaloso, que justifique el canto?
“Todo lo que sé”, decía Nyro, es que “escribir puede ser cíclico”. A pesar de lo importante que es “tener una agenda disciplinada, un horario, yo no la tengo. Lo único que tengo es sentarme al piano y estar ahí para que suceda [el momento de gracia de la canción que esperaba en el silencio]. No hay que juzgar lo que pasa, sino esperar, estar ahí días o incluso meses [o años] hasta encontrarlo. A veces sólo se trata de esperar hasta que las cosas se abran”. “Pero sigo escribiendo. [Aunque sólo fuera ya] como una madre sola en los bosques con su bebé”.
No hay que juzgar lo que pasa, sino esperar, estar ahí días o incluso meses [o años] hasta encontrarlo
Para cuando relataba todo esto el bebé ya era mayor y a ella le quedaban apenas tres años de vida: moriría en 1997, a la misma edad (49) y por el mismo cáncer por el que había muerto su madre. Se la comparó con Aretha Franklin, con Diana Ross, pero su impacto en los compositores que la sucedieron, y de su propia quinta, fue probablemente mucho más vasto. La hicieron ingresar, de manera póstuma, en el Rock & Roll Hall of Fame, en 2012.
Su ejemplo, quizás, también debería serlo para aquellos que dudan entre cantar lo que se espera de ellos o cantar lo que su ley imponga. Escuchar a Nyro cantar, seguir cantando hoy, después de que tantos ídolos rotos cayeran del altar de la nada:
Todo lo que pido para vivir
es no llevar cadenas.
Y todo lo que pido para morir
es irme naturalmente.
Y cuando muera,
cuando me haya ido,
habrá un niño que nazca
y un mundo que siga.
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Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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