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En su discurso de despedida del pasado martes en Chicago, una ausencia brilló sobre las demás. Sasha Obama, de 15 años, permaneció en Washington mientras su padre se dirigía por última vez a la nación como 44º presidente de los EEUU antes de la toma de posesión de su inesperado sucesor, Donald J. Trump. La razón, por simple y prosaica que fuera, serviría para describir, una vez más, las coordenadas en las que se mueve la que todavía es la primera familia del país. Al día siguiente, la hija menor de los Obama tenía un examen, cita ineludible en la cosmovisión del mundo creada por el primer matrimonio de EE.UU.: la responsabilidad y la obligación primero, una forma de demostrar lo dicho por la próxima ex primera dama, Michelle: “Cuando los demás actúan con bajeza, tú debes situarte en una posición más elevada todavía”. Entre Chicago y Washington hay hora y media escasa de vuelo. Nada habría impedido al “todopoderoso” presidente de los EE.UU. montar a su hija en un avión o en el Marine 1 para que presenciara su adiós en directo. Viaje, discurso y vuelta. Nada, menos un examen al día siguiente.
No son pocos los que dicen que después de ocho años en los que quien enarboló la palabra “cambio” y se convirtió —lo convertimos― en una suerte de “esperanza” ha terminado por dejar un rastro de “desengaño” tras de sí. Si la presidencia de Obama ha defraudado o no es un debate de sensaciones más que de hechos, en un momento en el que precisamente son las primeras las que marcan la política. Y no solo en EE.UU. Decir que EE.UU. está peor que hace ocho años es simplemente mentira, una mentira que cae con un análisis pormenorizado de las estadísticas.
Pero qué más da si de lo que se trata es de sensaciones. Si usted cree que el apocalipsis está a la vuelta de la esquina da igual lo que digan los números. Y he ahí parte del problema. Durante ocho años, Obama aprovechó las sensaciones iniciales (esperanza) para acabar fiándolo todo a los números. Su sucesor obvió los números, usó de forma torticera los hechos y lo fió todo a las sensaciones.
El próximo viernes jurará su cargo como 45º presidente de los Estados Unidos con el mundo sumido en una mezcla de mal disimulada preocupación y desconcierto ante lo que vendrá.
Decir que EE.UU. está peor que hace ocho años es simplemente mentira, una mentira que cae con un análisis pormenorizado de las estadísticas
“En lo que a mí respecta, el fin del mundo comienza el viernes”, me dice medio en broma medio en serio Karen Duys, catedrática de Lengua Inglesa en la Universidad de St. Francis, un pequeño college privado y católico situado en Joliet, ciudad en los alrededores de Chicago. Desde el resultado de noviembre Duys expresa su estado de ánimo con dos palabras: tristeza y vergüenza. “El problema ya no es tanto lo que se va como lo que llega”, dice. Tristeza por lo que se va. Vergüenza por lo que llega.
Pero hablábamos de la supuesta decepción de la era Obama, una cuestión de sensaciones o, como es el caso, una batalla perdida de antemano entre nuestras expectativas y la realidad. Las primeras fueron colocadas al nivel del mismo cielo; el propio Obama presa de su optimismo irredento lo hizo, o al menos colaboró a ello. La realidad sin embargo siempre propina golpes bajos y a destiempo por lo que después de un regalo envenenado en forma de Nobel de la Paz solo podía ir cuesta abajo.
No puede haber dos personajes más dispares. A un lado un líder político y sobre todo moral. Jamás estaremos más cerca del Jed Bartlett imaginado por Aaron Sorkin en The West Wing de lo que lo estuvimos con Obama. En el otro un trilero —en acertadísima definición de Marco Rubio―, un multimillonario consentido, maleducado y bravucón, un matón hortera de patio de colegio de pago. Un showman que domina como nadie la puesta en escena y acapara la atención de unos medios a los que día sí, día también les marca la agenda a golpe de tuit. Porque muchos de esos medios ahora vilipendiados por el multimillonario colaboraron en la creación del monstruo. Altavoz gratis, riéndole las gracias, infravalorando la amenaza; todo por la audiencia o el golpe de clic.
Así han colisionado dos mundos y el segundo amenaza con borrar cualquier recuerdo del primero.
Todavía es pronto para hablar del legado de Obama si es que queda alguno (que sí) o si es que le permitirán alguno (harán todo lo posible para que no). Ahí va un resumen desigual y apresurado del edificio a demoler.
Es cierto que la Administración Obama cometió errores, pero injusto sería decir que la responsabilidad de lo ocurrido en Oriente Próximo es exclusivamente suya
Al poco de sentarse en el Despacho Oval, Obama quiso marcar distancias con el gran error de su predecesor: la guerra contra el terrorismo (un enemigo intangible e impredecible) por medios convencionales. Se lo jugó todo a la retirada progresiva de botas sobre el terreno de Afganistán e Irak mientras que decidió golpear desde el aire mediante aviones no pilotados. Lo hizo más que ninguno. Soterrando la guerra dio con el cerebro del 11-S y entregó la cabeza del terrorista más buscado al país en una suerte de ofrenda que bien recordó no ya a otras épocas sino a otros siglos. Toda acción conlleva una reacción y fue Obama quien no supo ver la nueva amenaza que se cierne, ahora sí, sobre todos. El casi expresidente no creó el ISIS como se empeña en repetir Trump cada vez que tiene un micrófono delante (la última vez, durante la rueda de prensa de la semana pasada) pero sí erró al calibrar la amenaza. El cáncer mutó y acabó por arrastrar a un país como Siria por el sangriento sumidero de la guerra civil. Es cierto que la Administración Obama cometió errores, pero injusto sería decir que la responsabilidad de lo ocurrido en el tablero de Oriente Próximo es exclusivamente suya puesto que sobre él se disponen múltiples jugadores con intereses dispares.
Está también la herida de Guantánamo, una cárcel al margen de cualquier ley que el presidente, pese a la temprana palabra dada, no ha podido (o tampoco es que haya querido mucho) cerrar, y cuyos esfuerzos en los últimos meses han ido por el camino de tratar de vaciarla a marchas forzadas. Trump ya ha dicho que aumentará la capacidad de la cárcel, sus capacidades y que recluirá a más prisioneros (incluso se rumorea que a ciudadanos estadounidenses).
En su haber en política exterior, Obama se va con dos logros nada desdeñables que ahora penden de un hilo. Por un lado el nuevo clima de entendimiento con Cuba, cuyo último capítulo ha sido poner punto y final a la discriminación positiva hacia los exiliados/inmigrantes cubanos frente a los procedentes de otros países, ya que aquellos conseguían la residencia de forma automática nada más pisar territorio estadounidense. Por el otro, el pacto con el Irán de los ayatolás que ha dejado en suspenso el programa nuclear de la potencia persa.
Como contrapartida, la Rusia de Vladimir Putin ha recuperado un peso que solo tenía precedentes en los mejores tiempos de la antigua URSS. El resultado es que los nostálgicos de la Guerra Fría han vuelto a desempolvar la camiseta y la lucen con orgullo.
Ha sido Obama el presidente que ha permitido salir de las sombras a cientos de miles de indocumentados, pero también el que tiene el récord de deportaciones: 2,5 millones de inmigrantes
“Ha cometido errores, sí, pero también ha sido audaz, especialmente en la última parte de su mandato, como lo prueban los acuerdos con Cuba e Irak”, señala Jonathan Swarts, jefe del Departamento de Ciencias Políticas de Purdue University Northwest. Este especialista en Europa del Este aclara: “Aunque pueda parecer lo contrario, la política exterior de EEUU ha sido más o menos la misma durante el último siglo”. “Obama no ha sido una excepción y, espero no equivocarme mucho, Trump, pese a las señales más o menos preocupantes que emite, tampoco lo será. Al final —remarca―, se trata de una cuestión de estética, y la de Obama ha sido de las mejores estéticamente hablando, por eso ha gustado tanto en Europa”.
En general hay consenso y la presidencia que ahora termina ha tenido en la acción exterior sus puntos más débiles. Pero sería injusto no reconocer también que ha sido Obama el encargado de bailar con la más fea y, en no pocas ocasiones, se ha encontrado solo cuando no ha ido a rebufo de errores ajenos, léase Libia, un asunto de responsabilidad casi exclusivamente francesa (con ayuda de Reino Unido) y que hoy se atribuye (como todo) a EE.UU.
Es en política interior donde sus logros y también su legado se vuelven más tangibles. A menos que consideremos los datos, una vez más, por debajo de las sensaciones que impregnan la burbuja a la que pertenecemos. Ha sido Obama el presidente que ha permitido salir de las sombras a cientos de miles de indocumentados, especialmente los dreamers, jóvenes que carecen de papeles pero que fueron traídos a EE.UU. por sus padres cuando eran niños y es precisamente EE.UU. el único país que conocen y del que se sienten parte. Como contrapartida, ha sido Obama también el “deportador-en jefe”, el presidente que mantiene el récord de deportaciones bajo su mandato: 2,5 millones de inmigrantes. Un empate que deja entrever su mayor fracaso y que, como todos, no le corresponde en exclusividad: la ausencia de una reforma migratoria a la que, en este tema como en muchos otros, un Congreso que perdió pronto le negó la mayor.
No sin dificultades y a alto precio político (supuso el enfrentamiento definitivo con un Partido Republicano en manos del Tea Party) y personal (no hubo opción pública y universal) consiguió aprobar la Affordable Care Act. La reforma sanitaria conocida como Obamacare ha permitido que unos veinte millones de estadounidenses accedan por vez primera a un seguro médico en un país donde la sanidad se parece más a una estafa consentida —no en vano es el coste sanitario la primera causa de bancarrota familiar― que a un derecho humano. De insuficiente que ha sido, la Administración entrante ha hecho causa de su derogación aun sin tener alternativa más allá de otro de los “maravillosos” planes secretos —de existir solo los conoce él― que Trump guarda en la manga.
[Recordatorio: es un trilero]
En el plano económico, de la mano de una Reserva Federal controlada por Ben Bernanke, Obama impuso un plan de estímulos que sacó al país de la recesión mucho antes que al resto a la vez que salvó lo que queda de la industria de la automoción y creó más de 12 millones de nuevos empleos en ocho años. No obstante, como él mismo reconoció en Chicago, la recuperación no ha llegado a todos por igual y la desigualdad y la frustración —caladeros en los que ha pescado Trump como nadie nunca antes― han crecido exponencialmente.
Trabajador, blanco y de mediana edad. Son los que han abandonado a Obama. Eso han dicho los análisis (a posteriori) más sesudos. “No estoy tan seguro”, me dice Swarts. “Por supuesto, es una suposición, pero, por un lado, tenemos el que Clinton ganó las elecciones por tres millones de votos aunque no le fue tan bien entre algunos segmentos del censo (afroamericanos y latinos) como a su predecesor. Así que no sé hasta qué punto pesaron más los supuestos abandonos de exvotantes de Obama que la incorporación a unas elecciones atípicas de votantes que nunca habían participado y que, en lo atípico de los candidatos, se decantaron por el más bizarro y que prometía acabar con cierto statu quo”.
En 2009, Obama tomó posesión con el 83% de aprobación frente al 44% de Trump. El presidente deja la Casa Blanca con un 58% de popularidad
El statu quo al que se refiere Swarts es, por orden: las élites (?), Washington, Wall Street y otros tantos términos rimbombantes que, en realidad, son cajones de sastre. Si el mandato era este, Trump, autodenominado “the working class billionaire” (el multimillonario de clase trabajadora), hace lo contrario de lo predicado. En su Ejecutivo, millonarios de los sectores bancario, restaurador y petrolero, pura élite. Culpable en buena medida de los efectos de una globalización que han pagado los demócratas al igual que, allende los mares, buena parte de la llamada izquierda divina.
Entre esas élites contra las que reaccionar, me temo, me encuentro yo. Me declaro culpable de no haber encontrado en el ambiente académico en el que me muevo a diario ningún votante ―declarado― de Trump. Por supuesto, los hay.
No es el caso de Chance Wiley. estudiante de segundo año en Purdue, quien el otro día se me acercó tras una clase a decirme, orgulloso, que había asistido al discurso de despedida de Obama en Chicago. Para conseguir entradas se había presentado a las cuatro de la mañana del sábado anterior en la cola ya formada —oficialmente no permitida hasta las seis― en las taquillas del Centro de Convenciones McCormick Place. Para entonces ya había unas siete mil personas. “Mis padres estuvieron hace ocho años en Grant Park, yo sentía que no debía perderme este, ha sido muy emocionante”, me confesó.
Le pregunto por sus expectativas ante lo que llega; contesta rotundo: “Nada, una locura”. Resopla y se despide.
La presidencia de Barack Obama ha terminado por ser una mezcla entre el primer amor y la locura del amor de verano. Fugaz, pasional y no escasa de desengaños y enfados. Pero ahora que se acaba, como todo lo que se ha amado, se ve con una mezcla de nostalgia y cariño. Cuando Trump jure su cargo como presidente este viernes lo hará como el más impopular de los últimos 20 años. En 2009, Obama tomó posesión con el 83% de aprobación entre sus conciudadanos frente al 44% de Trump. La cosa puede ser incluso peor. Como contrapartida, Obama deja la Casa Blanca con un 58% de aprobación.
Alguien podría argüir un simple y descarnado ahora ya nada.
Esta relación de amor y desamor ha estado constantemente marcada por el odio que muchos le dispensaron desde el minuto uno. Sin tregua. En primera línea estuvo Trump.
Uno de los debes ―en mi opinión más injustos― que se le atribuye a Obama es el de no haber acabado/aplacado la división racial. Por el mero hecho de ser negro. Acabar por arte de magia con 250 años de esclavitud primero, discriminación después y desventaja ahora volatilizados por el poder del símbolo. No se puede estar más errado en el diagnóstico. No se puede estar más acertado como lo estuvo el propio Obama en su despedida. “Después de ser elegido, alguien habló de una América posracial. Esa visión, aunque bienintencionada, nunca fue realista. La raza sigue siendo una fuerza potente y divisoria en nuestra sociedad”, dijo.
Obama es negro. Y la fuerza del símbolo que encarna no es ya su extinta presidencia —que también―, sino la del hijo de una blanca de Kansas y un africano de Kenia que eligió de manera consciente y activa ser y vivir como un afroamericano en un país que hasta hace escasamente seis décadas no lo reconocía como ciudadano con plenitud de derechos.
Sobre el símbolo ha escrito recientemente en The Atlantic el afroamericano Ta-Nehisi Coates, quien por otra parte se ha revelado como un gran crítico del presidente saliente. En un formidable reportaje titulado My president was black, Coates escribe:
“Para la preservación del emblema [la ventaja histórica de ser blanco en América, según Coates], corrieron rumores insidiosos con el fin de denigrar la primera Casa Blanca negra. Obama dio teléfonos celulares gratis a personas de bajos recursos. Obama se fue a Europa y se quejó de que ‘los hombres y las mujeres comunes y corrientes son demasiado idiotas para gobernar sus propios asuntos’. Obama llevaba en su anillo de boda un dicho en árabe, luego dejó de usar el anillo, como forma de hacer el Ramadán. Anuló el Día Nacional de Oración; se negó a firmar las condecoraciones de los scouts; falsificó su asistencia a la Universidad de Columbia; y utilizó un teleprompter para dirigirse a un grupo de estudiantes de primaria. Los portadores del emblema enfurecieron. Querían recuperar su país. Y, aunque nadie en la fiesta de despedida lo sabía [el reportaje hace referencia a eventos que tuvieron lugar antes de la elección de noviembre], en un par de semanas lo tendrían.”
La cantata de la América ultramontana ha sido “I want my country back”. Su país, blanco, (ultra)cristiano y de nadie más.
Culpar a Obama de no haber hecho lo suficiente para superar las divisiones raciales de EE.UU. es como responsabilizar a una víctima de violencia machista de no haber sido lo bastante rápida para salir corriendo antes de caer a manos de su asesino. Una somera estupidez que denota justo lo contrario de lo que se pretende denunciar. Si algo ha hecho Obama —y no pocas veces ha sido criticado por ello desde ambos lados― es tratar de apaciguar y buscar en encuentro señalando las desigualdades en el trato. Y eso después de Michael Brown, Eric Garner, Tamir Rice, Philando Castile y tantos otros, de los pasados y los futuros.
Pasa algo semejante con el cáncer que corroe el país a una media de matanza diaria durante los últimos tres años causada por las armas de fuego. Tras Sandy Hook (la escuela primaria en la que en diciembre de 2012 un joven armado asesinó a 27 personas, 20 de ellas niños de entre 6 y 7 años), Obama se jugó buena parte de su capital en busca de una reforma que fracasó en buena medida por la desidia —y el miedo― de buena parte de sus propios compañeros de partido. Es probablemente su gran espina. Para el recuerdo queda uno de sus discursos más impresionantes y que todavía hoy sobrecoge.
En la semana en la que EE.UU. recuerda a Martin Luther King Jr., principal urdidor de los Derechos Civiles, no se puede dejar de recordar que ha sido precisamente Obama el encargado de finalizar su expansión. Con el respaldo del Tribunal Supremo, y pese a la resistencia de unos cuantos Estados, la comunidad LGTBI ha dejado de estar compuesta por ciudadanos de segunda y goza de plenitud de derechos.
Obama dijo adiós en Chicago recordando dos cosas fundamentales. El famoso “cambio” que prometió fue posible hasta donde los ciudadanos lo permitieron. Para bien o para mal, en eso consiste el juego democrático. “El camino de la democracia siempre ha sido duro. Siempre ha sido polémico. A veces ha sido sangriento. Por cada dos pasos hacia delante, a menudo sentimos que damos un paso hacia atrás”, indicó. También que no es tarea exclusiva del presidente la de velar por la salud de la democracia. “La democracia se puede torcer cuando cedemos al miedo. Así como nosotros, como ciudadanos, debemos permanecer vigilantes ante las agresiones externas, debemos protegernos del debilitamiento de los valores que nos hacen ser quienes somos” puesto que esta se ve amenazada “cada vez que la damos por sentada”.
He ahí el mensaje, la advertencia ante lo que puede venir. Y también, por qué no, parte del famoso legado.
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Autor >
Diego Barros
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