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En algunas de las mejores fotos que existen sobre Thierry Omeyer (Mulhouse, 1976) su protagonista sale con los ojos cerrados. Muy fuerte, además, párpados encanecidos, perdido el color de la piel. Está a punto de recibir un balonazo, a una velocidad que puede ser descrita como violenta, en algún lugar de su cuerpo. O de hacer una parada, como ustedes prefieran. Una más. Van miles.
A Omeyer le llaman Tití, como esos monos pequeños y ágiles como diablos, que tienen un carácter pendenciero pese a su pequeño tamaño. Es un diminutivo de su nombre (como lo era en Henry) pero, quizá, algo más. La idea del inconformista, de quien se rebela siempre contra todo lo que hay a su alrededor. A veces, incluso, contra sí mismo. A Van Impe también le llamaban Tití por su nervio en la escalada. Él abría los ojos para comerse las montañas. Omeyer los cierra para devorar su propia leyenda.
Afrontemos ya la cuestión: ¿es Thierry Omeyer el mejor portero de la historia del balonmano? Argumentos, desde luego, no le faltan. Entró en la élite con 18 años, en su Alsacia natal, y trece después sigue en lo más alto, ahora mirando al mundo desde la cima de la Ciudad de la Luz. Entre medias ha ganado cuatro Ligas de Campeones y una docena de torneos nacionales en sus equipos. Pero es con la selección francesa como Omeyer se ha convertido en el mito que hoy en día todos le consideran. Dos oros olímpicos (además de una plata), cuatro campeonatos del mundo (y otros dos bronces) y tres europeos (adornado también con un bronce) contemplan su esplendoroso palmarés con Les Experts. Si muchas voces dicen que Francia, esta Francia, es la mejor selección de siempre es justo considerar que su portero sea ponderado como referente en el puesto.
Porque además la importancia de Titi es, quizá, mayor de lo que pudiera pensarse para un puesto como el de portero. No en vano es uno de los únicos tres guardametas que han sido distinguidos como mejor jugador del mundo. Omeyer lo fue en 2008. El primer partido que jugó después de tal distinción en el coliseo de Bercy fue muy especial para este tipo que nunca se emociona: todos los espectadores le recibieron puestos en pie, atronadora salva de aplausos, llevando cada uno de ellos una máscara con el rostro de Thierry. Sus ojos, los que aquel día eran sus miles de ojos, estaban, esta vez sí, abiertos.
Dos reconocimientos (el oficial y el popular) que hablan bien a las claras de la trayectoria de alguien a quien es posible definir con dos palabras: concentración y competitividad. Olviden a Coubertin, para Thierry Omeyer lo importante jamás va a ser participar. No, él entiende la victoria como una forma de vida, como un impulso casi genético. Y si para seguir logrando esa sensación (que, más que alegría, es una especie de paz interior, una forma de acallar a un monstruo tan ambicioso como voraz) hay que ir mejorando día a día hasta en edades donde todos los demás piensan en la retirada, pues se hace. Es su sino, la marca de los más grandes. “Si existiera un campeonato del mundo de descenso en cubos de basura estoy seguro de que Thierry lo ganaría”, dijo de él, entre divertido y admirado, Bruno Martini, compañero tantas veces de portería en la selección. Un dato sirve para resaltar la extraordinaria longevidad de Omeyer: este Martini, con el que compaginó minutos en Francia, debutó en un partido internacional frente a la Unión Soviética…
¿Qué oscuro mecanismo psicológico impulsa a los porteros de balonmano? ¿Qué les empuja a ponerse allí abajo dependiendo de sus reflejos, sí, pero también de su capacidad para recibir golpes sin arrugarse? ¿Qué puede haber dentro de la cabeza de alguien que hace su trabajo, una parte temporalmente infinitesimal pero cualitativamente trascendental de su trabajo, con los ojos cerrados, esperando (anhelando) sentir en su cuerpo el impacto seco, doloroso, de un balón lanzado con fuerza de cañón? El iris de Omeyer es glauco, escribe historias de su Mulhouse natal, de ese apartado rincón de Europa donde el francés se habla con acento germánico. Son azules, sí, también profundos. Poderosos, intimidantes. También, quizá, con un puntito de locura. Uno podría pensar que si Thierry cierra los ojos ante el brazo de los mejores jugadores del mundo es por amabilidad, para no desvelar sus noches. Pupilas de asesino silencioso, de líder que se crece ante la adversidad.
Porque Omeyer da lo mejor de sí mismo en los momentos más importantes. Cazador que deja pasar las capturas despreciables mientras aguarda aquella que ha ido a buscar. La más grande, la más prestigiosa. Y, entonces, el hombre que mira hielo se vuelve frenético y pierde el hieratismo. Y, en ocasiones, hasta la deportividad. “Es un mal deportista”, dijo de él David Barrufet después de que el Barcelona cayera en la final de la Copa de Europa ante el Kiel en 2010, fastuosa exhibición del alsaciano mediante. Aquel día Omeyer perdió los nervios, y se encaró con varios blaugranas, celebrando más tarde con aspavientos exagerados la victoria. Era su momento, era su presa.
Lo suele ser, por otra parte, siempre que juega contra la selección española. Porque es vistiendo la zamarra francesa como Thierry Omeyer ha logrado sus mejores momentos, sus días más inolvidables. Es una especie de líder, de guía espiritual, un primus inter pares en un vestuario lleno de estrellas con personalidades muy marcadas. Pieza indispensable de Les Experts, auténtico motor en ocasiones de un equipo que durante mucho tiempo ha parecido invencible. Allí Omeyer se deja llevar, saca a relucir su mejor y peor cara, permite que lo que sus ojos esconden se manifieste sobre la pista. Y disfruta. Disfruta con la lucha, con la polémica, con la provocación. También con la victoria. Se crece contra España, se regodea en su trabajo de bestia negra, de enemigo más odiado, de hombre malo que aparece en las pesadillas de toda una generación de jugadores. Alza el puño, celebra cada gol como si fuera el último, cada parada como si estuviese ante la definitiva. Él, que lleva recibiendo balonazos desde hace más de dos décadas.
Seguramente sea una mezcla de estrategia y pasión, de mecanismo cuidadosamente medido y rabia animal. Thierry es amante del póker, y eso se nota. Calcula probabilidades, opciones, peligros. La victoria es el objetivo, y hay muchas formas de llegar a ella. En todas puede influir él, desde su portería. Le gusta el traje de héroe casi tanto como le agrada el disfraz de villano. No hagan caso de las apariencias: jamás pierde la concentración.
Se llama Thierry Omeyer y parece eterno. Es, además, una auténtica leyenda.
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Autor >
Marcos Pereda (Torrelavega, 1981), profesor y escritor, ha publicado obras sobre Derecho, Historia, Filosofía y Deporte. Le gustan los relatos donde nada es lo que parece, los maillots de los años 70 y la literatura francesa. Si tienes que buscarlo seguro que lo encuentras entre las páginas de un libro. Es autor de Arriva Italia. Gloria y Miseria de la Nación que soñó ciclismo y de "Periquismo: crónica de una pasión" (Punto de Vista).
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