Lectura
Una rigurosa historia de las élites económicas y del poder en España
Prólogo de ‘Masacre. Una breve historia del capitalismo español’, obra de teatro de Alberto San Juan que se representa en el Teatro del Barrio de Madrid hasta el 22 de marzo
Isidro López 1/03/2017
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En los últimos dos siglos ha habido pocas clases dominantes más incompetentes y crueles que las clases dominantes españolas. Según la imaginería liberal al uso, que el marxismo ha comprado en unas cuantas ocasiones, la misión histórica de la clase dominante, de la burguesía, es desarrollar al máximo las potencialidades económicas, tecnológicas y sociales que se abrieron con la conquista de nuestras sociedades por el capitalismo. El dominio de la clase capitalista era una especie de fase inevitable, un peaje que pagar, en forma de sumisión de la sociedad entera al beneficio económico, por llegar a agotar las posibilidades de la modernidad.
En la lectura marxista de este peaje había un truco, la clase capitalista en su expansión no sólo se construye a sí misma y refuerza sus posiciones de poder fabricando un orden institucional a su medida, sino que no tiene más remedio que construir también la fuerza que se va a enfrentar a ella, la clase obrera. En las versiones más teólógicas del marxismo, la clase obrera no sólo se iba a enfrentar al capital sino que inevitablemente le vencería instaurando un orden que superaría al capitalismo desde la cooperación y la justicia. Más tarde supimos que esto no era exactamente así, la llegada de un orden nuevo no tenía nada de inevitable sino que había que pelearla con uñas y dientes. Y no sólo eso aprendimos, aprendimos también que no basta con declararse orden nuevo para efectivamente serlo.
Este último punto, la construcción necesaria de una clase antagonista y su encaje en los modelos institucionales de las democracias representativas liberales, ha sido el gran talón de Aquiles del capitalismo español. El sempiterno "retraso español" se refiere mucho más a la incapacidad de nuestra clase dominante, autoritaria y cenutria, para ceder lo que ellos consideran su patrimonio inalienable ante los demás grupos sociales dominados que a ningún retraso tecnológico o, todavía menos, a ninguna característica cultural de esas que tanto gustan en las formulaciones racistas (el gusto por la fiesta y la siesta).
Quizá la expresión más dramática de esta incapacidad del capitalismo español para sacar adelante un orden social fue la guerra civil española. En realidad, revolución española. Como sucedió, más tarde o más temprano, en media Europa, el populacho en España pidió redistribución de la riqueza, que el propio populacho producía, y derechos, no caridad de señoritos. La incapacidad de la clase dominante para responder dentro de sus estrechísimos parámetros políticos a esta demanda y su delegación en la fuerza militar y en el fascismo fue el conflicto de base que dio lugar a la guerra.
Es incluso dudoso que en grandes porciones del territorio conocido históricamente como España haya existido algo parecido a una burguesía. La burguesía tenía un proyecto de dominación, por supuesto, económica pero también cultural y social. Donde la represión y la fuerza bruta para garantizar el beneficio económico jugaban un papel central pero también lo jugaban el consentimiento y la hegemonía cultural de clase. Con las notables excepciones de Catalunya y Euskadi, en el resto de España, y muy especialmente en Madrid, las clases dominantes fundamentalmente financieras y terratenientes no sintieron ninguna necesidad de dulcificar su poder económico por la vía cultural o simbólica.
La reconstrucción de la Europa de posguerra se hizo en torno a la idea de los Estados de bienestar. En España este tipo de reconstrucción fue simplemente imposible. El Estado de bienestar no solo eran una serie de instituciones que tocaban aspectos fundamentales de la reproducción social (salud, educación, vivienda) sacándolos del mercado, sino sobre todo la institucionalización del poder que el movimiento obrero había logrado en Europa durante el anterior siglo y pico de luchas de clase. Los sindicatos pasaban a ser cogestores del Estado en gran parte del continente. Un movimiento que trajo no pocos problemas a partir de finales de los años sesenta pero que introdujo al capitalismo en una fase nueva.
En España esta fase fue imposible, la aniquilación de cualquier forma autónoma de organización obrera en la guerra civil hizo que el Estado de bienestar careciera de una de sus patas y fuera políticamente imposible. Esto también impidió al capitalismo español registrar los niveles de crecimiento basados en políticas keynesianas, vinculadas al modelo del Estado de bienestar que se estaban registrando en el resto de países de Europa. El franquismo respondió, por un lado, creando un mercado hiperprotegido en el que la industria española podía crecer aislada de la competencia internacional. Y, por otro, respondió al conflicto social, que nunca terminó de erradicarse, con fórmulas corporativistas diferentes a la del resto de Europa. La famosa frase del ministro falangista Arrese "Queremos que España sea un país de propietarios y no de proletarios" hay que entenderla desde este punto de vista. Sólo años después las clases dominantes entendieron algo que en el resto del mundo capitalista ya se había entendido, incorporar a los sindicatos al Estado no solo era una cesión ante el movimiento obrero sino una manera de controlarlo. En gran medida, la transición española fue el progresivo descubrimiento por parte de la clase dominante de esta ambigüedad del entramado institucional del Estado de bienestar.
En términos puramente económicos, si es que tal cosa existe, el plan diseñado por el franquismo para la clase capitalista local no tardó en hacer agua. Una industria débil y dependiente del exterior para conseguir los elementos necesarios para el proceso productivo generó enormes desequilibrios en la balanza de pagos. La respuesta vino a partir de comienzos de los años sesenta: el turismo de masas. España se especializó así por la vía de un fenómeno emergente en captar parte de la masa salarial de los países europeos por la vía de la explotación de su patrimonio natural y territorial: el sol y la playa. El turismo reordenó todo el modelo productivo español poniendo el énfasis en la construcción de infraestructuras, el desarrollo inmobiliario y la industria hotelera. A un lado de este nuevo maná quedaban los grandes monopolios estatales y un pujante sistema bancario crecientemente especializado en la financiación del desarrollo turístico. Los cimientos para la España de los años ochenta en adelante estaban puestos.
Cuarenta años después de la guerra civil, la transición fue un segundo estallido revolucionario que no ha sido habitualmente reconocido como tal. Desde finales de los años sesenta, el movimiento obrero organizado en las Comisiones Obreras, entonces ilegales, sacudió los pilares del régimen hasta hacerlo progresivamente insostenible. Precisamente, la ausencia de cauces formales para la negociación colectiva provocó un estallido de conflictos autónomos, no controlables por el gobierno bajo ninguna forma institucional. Este estallido coincidió en el tiempo con otros dos procesos a los que se ha dado más peso en el relato estándar de la transición: la rebelión estudiantil de las nuevas clases medias que no terminaban de ser homologables en términos de nivel de vida y de conciencia de clase media a las clases medias europeas (Europa era entonces un mito aspiracional para la clase media); y la conciencia por parte de los sectores tecnocráticos del régimen franquista, lo que se ha venido llamando reformismo franquista, de que el recorrido socioeconómico del franquismo estaba agotado.
Con las luchas obreras y su fuerte desafío al capitalismo español como motor de transformación, los otros dos elementos remaron a favor de la muerte del franquismo. Sin embargo, no fueron los movimientos obreros los que ganaron la batalla, en el medio plazo, sino una alianza del reformismo franquista y las nuevas clases medias emergentes procedentes del conflicto estudiantil. Con la legalización de los sindicatos y del PCE, el régimen naciente descubrió que estas organizaciones podían servir para controlar la conflictividad obrera y eso exactamente fue lo que hicieron frente a un movimiento obrero que quedó confinado en las organizaciones políticas de la extrema izquierda. Se suele olvidar que el primer gran hito del Régimen del 78 no fue la aprobación de la Constitución sino la firma de los Pactos de la Moncloa. Pactos fundamentalmente de contenido social y económico en los que las organizaciones sindicales se comprometían a parar la movilización bajo la excusa del control de la inflación. Inflación producida por los fuertes ascensos salariales que generaban las luchas sociales y a las que la patronal respondía en forma de aumento de precios.
El PSOE fue el claro ganador de un combate, en el que el PCE pagó su ceguera estratégica, y su apuesta estuvo clara desde el principio, construir una clase media progresista, expandir la oferta pública de empleo, especialmente con el desarrollo de las comunidades autónomas y sus aparatos funcionariales. Pero también con el horizonte, constitutivo políticamente de la clase media española de la época de la homologación y la entrada en Europa. El reformismo franquista no podía cerrar la turbulencia política y social de la transición sin la sombra de un continuismo evidente, pero un partido que oportunistamente se apuntaba al carro de un welfarismo europeísta y capitalizaba el imaginario izquierdista de las protestas estudiantiles estaba en mucha mejor disposición para relanzar el nuevo régimen. Ambos triunfadores de la transición, clase media progre y reformismo franquista, se organizarían a partir de ahora en un sistema de bipartidismo turnista que ha durado sin apenas cuestionamiento hasta mayo de 2011.
La cuestión europea, que tras décadas de complejo de inferioridad ibérico fue abrazada de la manera más acrítica posible por las nuevas clases medias, implicaba transformaciones económicas de calado. Y, también, implicaba una reorganización de las élites económicas. Las grandes industrias pesadas del franquismo debían desaparecer, las industrias fordistas como la automoción, la aeronáutica o la industria naval debían desaparecer o someterse a las nuevas cadenas de valor transnacionales. Se trataba de que en el proceso de acceso a la entonces Comunidad Económica Europea desaparecieran los posibles competidores a las industrias de los países centrales. A cambio, España desarrollaría al máximo el complejo económico inmobiliario-turístico-financiero y seria un polo de consumo para esas mismas industrias de Alemania, Francia y sus economías satélites. Se dispusieron grandísimas sumas europeas para la construcción de infraestructuras de transporte y se permitió un modesto desarrollo de las capacidades del Estado de bienestar. De esta reestructuración del encaje de España en la economía global saldría la estructura de poder económico que domina la España de hoy desde el triunvirato que forman las grandes empresas constructoras, los bancos y los antiguos monopolios franquistas ahora privatizados.
Este proceso de incorporación del capitalismo español a la globalización coincidió con la muerte paulatina de los sistemas keynesianos vinculados al desarrollo de la globalización y con el ascenso del neoliberalismo y la llamada financiarización del capital. Por primera vez en su historia la clase capitalista española se encontraba en la locomotora del capitalismo mundial. La clase capitalista cada vez más desligada de sus funciones industriales, cada vez necesitaba una menor legitimación como agente del "progreso" tecnológico y cada vez era mas evidente que su dominio sobre la sociedad era absolutamente autorreferencial, dominar para dominar, sin mayor objetivo posterior. En este terreno, la mezquina clase dominante española se mueve como pez en el agua. Como premio a su rápida adaptación a las nuevas circunstancias el capitalismo español recibió el premio neocolonial del acceso de sus grandes empresas a una América Latina devastada por los ajustes estructurales del FMI y el Banco Mundial que le obligaban a malvender sus empresas públicas.
La clase capitalista española también se encontraba especialmente bien posicionada para la nueva fase capitalista que abrió el régimen neoliberal: la del dominio de las finanzas y de los mercados financieros sobre la producción de mercancías. Fundamentalmente parasitaria, sociópata, rentista y terrateniente, la clase capitalista española se metió hasta la cocina de un modelo económico, bendecido por los gobiernos de Thatcher y Reagan, que privilegiaba exactamente esas cualidades. Pese a lo que pueda parecer y lo que ha sido la imaginería dominante en este sentido, la hegemonía financiera y el neoliberalismo político no han sido simples chifladuras atlánticas sino que han sido la pauta de construcción del orden europeo que conocemos. Los acuerdos de Maastricht de 1992 elevaban a rango de ley los preceptos del nuevo orden: bajar salarios, privatizar, recortar el gasto público, golpear el poder de negociación del trabajo, favorecer las formas de contratación precaria, abrir nichos de negocio en la antigua propiedad pública y privilegiar el dominio de la renta financiera sobre cualquier otro tipo de ingreso.
Sin duda, siguiendo a pies juntillas estos parámetros globales, la gran aportación de las clases dominantes españolas y del régimen del 78 ha sido la burbuja inmobiliaria. Todo un edificio financiero en el que durante los doce años largos que van de 1995 a 2007, y antes en su ensayo general de 1986 a 1992, parecía que se había dado con la clave de un modelo de prosperidad que no dependía de los salarios, que no dejaban de bajar, sino de los precios de la vivienda. Ser propietario de vivienda durante aquellos años, siguiendo el sueño thatcheriano de un capitalismo popular, sustituyó a los derechos económicos de ciudadanía. Viviendas que se revalorizaban, créditos al consumo asociados al valor de la vivienda, efectos riqueza, operaciones de compraventa de segundas, terceras y cuartas residencias, ese era el día a día económico de las clases medias que sustentaban el régimen político durante aquellos años. Por supuesto, todo esto sucedía en medio de gigantescas entradas de capital extranjero a lo que era el paraíso de los beneficios financieros de dos cifras.
Pero como todo edificio financiero, la burbuja tenía un fuerte componente piramidal, necesitaba de la entrada constante de dinero en el circuito inmobiliario, los bancos tenían que seguir concediendo créditos cada vez en condiciones mas dudosas, las administraciones públicas tenían que seguir construyendo autopistas y trenes de alta velocidad, cada vez se tenian que empaquetar más hipotecas para convertirlas en productos financieros vendibles en los mercados globales. De ello dependía el beneficio creciente de nuestra clase capitalista, la ilusión de la existencia de una clase media próspera y el espejismo de una mínima inclusión para los sectores más relegados, especialmente los ocho millones de migrantes que llegaron en aquellos años.
Todo esto se desmorono en 2007, en España en 2008. Los años de la llamada "crisis" no fueron sino la centralización y la recuperación por parte de las élites, la española y las globales, de la inmensa mayoría de la riqueza social. Un vasto programa político de rescate a las clases dominantes a través de distintos mecanismos políticos de extracción de beneficios desde el cuerpo social que formamos todos y todas. El teórico David Harvey lo llama acumulación por desposesión, nosotros podemos llamarlo robo o estafa, según prefiramos. Una vez más en España, nuestras clases dominantes se mostraron sobresalientes en términos de ceguera política y miseria moral, y en este caso, ay, también los ídolos europeos de nuestras clases medias, esos alemanes a quienes queríamos parecernos, mostraron las mismas dotes para la crueldad, la mezquindad y la falta de la mas mínima visión política.
Y una vez más, todo les iba bien, hasta que llego mayo de 2011.
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Isidro López es diputado por Podemos en la Asamblea de Madrid.
Masacre. Una breve historia del capitalismo español. Alberto San Juan y Marta Calvó. Teatro del Barrio. Madrid. Hasta el 22 de marzo.
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Isidro López
Sociólogo. Miembro del colectivo de investigación militante Observatorio Metropolitano. Exdiputado autónomico por Podemos en la X Legislatura de la Asamblea de Madrid.
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