Tribuna
Feminismos se escribe en plural
Aunque los movimientos de la nueva política reconocen la diversidad en la militancia feminista, las asociaciones de mujeres más unidas al PSOE siguen invocando a una verdad única, oracular y casi mágicorreligiosa
Francisco Pastor 10/03/2017
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Algunas de las principales firmas feministas, en España, vienen de mano de mujeres ilustradas, con grandes formaciones en filosofía y letras. Por ello, es curioso que, en lugar de escucharles hablar de feminismos, ellas prefieran el singular: feminismo. Como si la filósofa Judith Butler defendiera las mismas premisas que Nancy Fraser, o Chantal Mouffe buscara las mismas políticas que Iris Young. Como si las mujeres que acampan en Sol por las noches se parecieran, en algo, a quienes las han visitado acompañadas de la prensa. Basta acudir a clase el primer día, en cualquier taller de estudios de género, para ser corregido: feminismos se escribe, siempre, en plural. Algo que sí ha calado en la nueva política —y así figuró en los programas con los que esta se presentó a las elecciones—, pero que la izquierda tradicional aún desoye.
Young, en concreto, fue una de las grandes teóricas de las políticas de la presencia: aquella según la cual las mujeres debían estar en las instituciones no solo en un acto de justicia, sino porque serían las más indicadas para desarrollar políticas dirigidas a las mujeres. Este es el mismo criterio que inspiró las cuotas orgánicas y otras medidas de paridad, pioneras en el Partido Socialista en los albores del primer gobierno de Zapatero. Este principio también defiende que sean personas jóvenes quienes diseñen políticas de juventud, o que sean las minorías sexuales y étnicas quienes, desde su representación en las cámaras, velen por sus respectivos colectivos.
Nuestra labor es cuestionar el discurso y adivinar, en él, el sinfín de enredos que subyacen a la toma de posiciones
Es también un criterio al que la asociación Galehi, que reúne a familias LGTB, aludió hace poco en una mordaz carta a la feminista Beatriz Gimeno. “Si lo que necesitas es una mujer para conversar, aquí nos tienes”, firmaba un nutrido grupo de mujeres, presente en la directiva de la organización. Días antes, la filósofa —en esta ocasión, cercana a Podemos— cuestionaba que un varón homosexual pudiera opinar sobre la gestación subrogada. “No deja de ser un poco extraño, tantos hombres hablando de úteros de mujeres”, había mentado, ella, en un coloquio.
Siguiendo las políticas de la presencia, deberían ser las mujeres prostitutas quienes, desde las instituciones, trazaran las políticas que les afectan. O deberían ser las gestantes quienes decidan, o no, si se sienten como vasijas. Saltémonos los giros en la trama y vayamos al final: esto, en España, no ha ocurrido, más que en experiencias locales. Al igual que algunos políticos de partido aparcan, muchas veces, sus ideas, también parte del tejido feminista —compuesto, como en el caso de la política de partidos, por seres humanos, falibles y contingentes— olvida cuando corresponde algunos de sus principios. Y no siempre en favor de otro punto de su argumentario.
No nos debería sorprender que algunas grandes firmas de las asociaciones feministas —que en otros tiempos habían defendido que solo un liderazgo de las mujeres podría traer políticas de igualdad— apoyaran en grupo a Alfredo Pérez Rubalcaba, y no a Carme Chacón, en el congreso del Partido Socialista en el que uno y otra se disputaron la dirección del grupo. Años más tarde, harían campaña a la contra de Manuela Carmena a favor de otro hombre, Antonio Carmona, e incluso despertaron una carta que esta había firmado, junto a otras mujeres, durante los primeros años del gobierno de Zapatero. Su escrito pedía al presidente que escuchara a las asociaciones de mujeres ajenas al entorno —y al discurso— de los socialistas.
Al hablar de la gestación subrogada, también se invoca el feminismo, en singular, y el feminismo dice no, rezaba una columna de opinión escrita a título individual. Como le ocurrió al Partido Socialista una mañana de septiembre, en ocasiones, quizá baste con llegar la primera a la puerta y proclamarse como la máxima y única autoridad reconocible. A pesar de que, en la calle, otras asociaciones también compuestas por mujeres reivindiquen discursos diferentes. Y aunque nuestra historia más cercana, a través de la pugna entre Victoria Kent y Clara Campoamor, nos invite a la dialéctica. Si nos reímos de aquellos políticos que pretenden representar, con su sola presencia, grandes valores como la paz o la justicia social, ¿por qué nos fiamos de la primera persona que dice encarnar el feminismo? ¿No es esa, acaso, la forma más sencilla de desvirtuar un ideal?
Ya recordarán que Kent se resistía a apoyar el sufragio femenino, convencida de que las adolescentes, viudas, solteras y madres de la Segunda República votarían en contra de sus propios intereses. Campoamor, en cambio, creía que las libertades se aprendían ejerciéndolas: también las de las mujeres. Hoy, su fotografía decora los avatares de un sinfín de grupos feministas que rechazan de pleno que una mujer quiera dar a luz al hijo de otros. También, parte del activismo esquiva conversar con las asociaciones de mujeres que ejercen la prostitución libremente. Esas reuniones no serían el feminismo que, como decía aquella columna, es solo uno.
A Mouffe y a Fraser también les preocupa el liberalismo y en cómo afecta este a la vida de las mujeres. Por ello, se proponen acabar con él
Quién sabe, quizá ese feminismo, singular y casi mágicorreligioso, según el cual la gestación subrogada desfigura la maternidad —los enlaces entre personas del mismo sexo, recordarán, desfiguraban el matrimonio, y Blanca Portillo, al encarnar a Hamlet o Segismundo, desfigura el teatro— sea ya la última bandera de esa camada de asociaciones que creció al calor de la llamada vieja política. Que aquella causa que no admite discusiones, ni plurales, sea ya el único hecho diferencial al que pueda aludir el grupo, con respecto de esas otras mujeres feministas que se reivindicaron en aquella carta, y que no han desaprovechado la llegada de nuevos partidos políticos para dejarse ver.
De nuevo, es un destino en el que aquellas añejas asociaciones coinciden con el del Partido Socialista; ese al que la derecha, en lo electoral, le ha hecho una auténtica faena sucumbiendo ante unas conquistas civiles que hace diez años solo la izquierda aceptaba. Hoy son asumidas por los cuatro principales partidos, e incluso Ciudadanos aceptó que la violencia era de género, y no intrafamiliar, en su efímero pacto con Pedro Sánchez. Pocas banderas quedan, y la pancarta del nosotras parimos, nosotras decidimos —que solo la derecha cuestionó en su día— se ha quedado escondida bajo la alfombra al desembarcar la conversación sobre la gestación subrogada.
Quizá, al igual que ocurre en el caso de los partidos políticos, en cuyas listas muchas activistas acaban entreveradas, el trabajo de estas firmas —como el de todas las personas, de legítimas ambiciones personales, que se asoman a la también legítima política— sea el de convencernos de que su verdad, la del oráculo, es la más acertada. En ese caso, nuestra labor, como civiles, es cuestionar el discurso, rebatirlo y adivinar, en él, el sinfín de azares y demás enredos de salón que —como ocurriera cuando estas apoyaron a candidatos hombres, frente a candidatas mujeres— subyacen a la toma de posiciones.
Un feminismo que también existe, rezaba aquella carta, suscrita por Carmena. No dejemos que se lo lleven, de antemano, quienes cuentan con el único mérito de, como en el caso de aquella joven en la puerta de Ferraz, haber llegado primero. Ni permitamos, mucho menos, que nadie nos llame machistas por defenderlo. Porque somos feministas quienes nos unimos contra el odio: el que viene en forma de autobús con mensajes contra los niños transexuales o el que ataca la integridad de las mujeres por el mero hecho de ser mujeres. También estamos, en esta trinchera, los partidarios del feminismo transformador, estos somos, quienes creemos que las marcas de género son una construcción social, y trabajamos a la contra de quienes diferencian la maternidad de la paternidad, o el parentesco biológico del adoptivo. El feminismo afirmativo, en cambio, sí celebra las diferencias entre los hombres y las mujeres, siempre que esto no signifique conceder un menor valor a unos o a otras.
Deberíamos preguntarnos cuándo, a través de quiénes y de qué requiebros, la igualdad y el feminismo dejaron de ser sinónimas en el imaginario colectivo
Al respecto de la gestación subrogada, el diario El País llegó a mentar un choque entre los grupos feministas y los activismos LGTB. Esto no es cierto del todo: la conversación también divide a los feminismos en sí. Porque también son feministas las grandes filósofas —decíamos, Mouffe o Fraser— que encuentran en la maternidad no una experiencia a encumbrar, sino que debemos deconstruir, al igual que hay que cuestionar las ideas de masculinidad, feminidad o familia con las que aún hoy convivimos. Al tiempo, asocian la sacralización del cuerpo femenino al antiguo patriarcado —el padre que no quiere que penetren a su hija—. Al igual que quienes prevén que la gestación subrogada sucumbirá a los desmanes del capital, a Mouffe y a Fraser también les preocupa el liberalismo económico y en cómo afecta este a la vida de las mujeres. Por ello, se proponen acabar con él.
Su feminismo, según el cual el diferentes, pero iguales no es más que una paradoja, y que anima a perseguir la igualdad plena —el lienzo en blanco según el cual el sexo no condiciona nuestro género, nuestro deseo o nuestro lugar en la vida— estuvo presente en España, aunque solo a ratos, en los activismos del principio del siglo XXI. Hoy, este pensamiento se deja ver no solo en parte de la llamada nueva política, algunas organizaciones feministas y grupos LGTB, sino en la actitud de la asociación PPiiNA, que pide permisos iguales e intransferibles para los dos miembros de una pareja, cuando estos se convierten en padres. Como feministas, ellos también entienden que equiparar legalmente la experiencia de la maternidad a la de la paternidad es la única forma de esquivar la discriminación laboral de las mujeres.
Y aunque en España ese feminismo ocupa un segundo lugar —y ni siquiera cuenta con un claro liderazgo en las nuevas izquierdas, aunque sí está, al menos, reconocido por ellas—, merece, cuando menos, más consideración que la invisibilidad. Sobre todo, mientras —y de forma muy preocupante— cada vez más mujeres jóvenes, ante unos discursos que se atribuyen a sí mismos, sin mayor ceremonia, la gran verdad de las cosas, entonan aquella barbaridad que ya empieza a sonarnos: que no quieren etiquetas, y que no se sienten feministas, porque ellas creen en la igualdad. Deberíamos preguntarnos cuándo —y a través de quiénes, y de qué requiebros— una idea y otra dejaron de ser sinónimas en el imaginario colectivo.
Autor >
Francisco Pastor
Publiqué un libro muy, muy aburrido. En la ficción escribí para el 'Crónica' y soñé con Mulholland Drive.
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