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Análisis

Las claves de la victoriosa derrota de Corbyn

La izquierda británica ha podido superar su debilidad apostando por un programa y un discurso claramente de clase

Luke Stobart 12/06/2017

<p>Tres actores disfrazados de Theresa May, Jeremy Corbyn y Tim Farron, en una de las atracciones, Poll-tergeist del Thorpe Park en el condado de Surrey.</p>

Tres actores disfrazados de Theresa May, Jeremy Corbyn y Tim Farron, en una de las atracciones, Poll-tergeist del Thorpe Park en el condado de Surrey.

Taylor Herring

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“Levantaos como los leones
después de un sueño profundo
en un número invencible,
dejad caer al suelo vuestras cadenas,
que durante el sueño se hayan posado
sobre vosotros, como el rocío.

Vosotros sois muchos, ellos son pocos.”

Fragmento de un poema de Percy Shelley escrito en respuesta a la masacre antiobrera en Peterloo, leído por Jeremy Corbyn al final de su último acto electoral.

El gran revés de Theresa May en las elecciones generales británicas del pasado jueves 8 de junio, en las que perdió su mayoría absoluta a pesar de convocarlas para reforzar su mandato ante las negociaciones del Brexit en las próximas semanas, ha sido explicado en los medios principalmente en términos del fracaso de la campaña electoral conservadora. Es innegable que esta fue un desastre, y de manual. Propuestas como abolir las comidas gratuitas en las escuelas o introducir lo que se llegó a conocer como “el impuesto de demencia” (que eliminaría el derecho a cuidados gratuitos para discapacitados o enfermos de larga duración con ahorros) contradijeron los intentos de reposicionar el partido de los recortes sociales como uno supuestamente comprensivo con la situación de las clases populares (el mismo manifiesto afirmaba: “Odiamos la división social, la injusticia, y la desigualdad”). La continua presentación de May como líder “fuerte y estable” quedó ridiculizada y abandonada tras retirar el impuesto de demencia por su impopularidad entre los votantes mayores –la base electoral del conservadurismo--. Hasta el intento de instrumentalizar los atentados de Manchester y Londres focalizando la campaña en la respuesta antiterrorista (con propuestas políticas autoritarias que abolirían derechos humanos) chocó con el inconveniente de que May había sido la ministra responsable del orden público durante gran parte de la última etapa de los tories en el gobierno. Los fracasos de la campaña –a pesar de contar con la ayuda inestimable de los medios de ‘descomunicación’ masiva– han hecho perder toda autoridad política a May, quien se ha convertido en una primera ministra zombi.

No obstante, los errores de May y de su equipo de campaña (ya dimitido) no son ni la única ni la principal clave para entender la debacle conservadora. Más crucial ha sido el desafío original y poderoso que lideró Jeremy Corbyn contra la reelección de un gobierno antisocial tory. El manifiesto de este socialista radical –poco conocido hasta hace poco fuera de los movimientos sociales que lleva años apoyando– encendió las elecciones. Con un título muy llamativo, “Para los muchos, no para los pocos” –palabras tomadas del clásico poema de Percy Shelley citado arriba–, el documento proponía lo que la socialdemocracia europea dejó de reivindicar hace décadas: redistribuir la riqueza para beneficiar a la mayoría social. Concretamente, defendía sin ambages subir los impuestos para las grandes empresas y el 5% más rico de la población para pagar políticas tales como la nacionalización de los servicios de agua, ferrocarriles, correos y energía –todos entendidos como fracasos notables de privatizaciones--, la construcción de medio millón de casas de protección oficial, la abolición de las tasas y las deudas estudiantiles, y la inversión de 8.800 millones de libras (9.100 millones de euros) en los sistemas de salud y de enseñanza.

El manifiesto laborista proponía lo que la socialdemocracia europea dejó de reivindicar hace décadas: redistribuir la riqueza para beneficiar a la mayoría social

El documento fue filtrado a la prensa antes de su publicación y los medios –siguiendo su pauta de hostilidad y incredulidad hacia Corbyn desde la victoria sorpresa de este como líder laborista en 2015– dieron  gran publicidad a sus contenidos supuestamente disparatados y “de otra época”. El establishment, con un exceso de soberbia, subestimaba la reacción del pueblo, como también hizo durante los referéndums escocés y sobre la salida del UE, cuando calculó que los discursos del miedo pondrían al pueblo al lado del gobierno y en contra de un cambio. En esta ocasión, los contenidos filtrados crearon un debate apasionado sobre la posibilidad de transformar socialmente Gran Bretaña. Una discusión que, hasta cierto punto, cruzó barreras partidistas o nacionales y atrajo a partidarios, además de detractores, de la salida de la UE. La acogida fue especialmente buena entre los jóvenes que crearon iniciativas para movilizar el voto –tales como #GrimeForCorbyn en el mundo del rap británico– y acabaron votando en masa en las elecciones (más de 7 de cada 10 votantes de entre los 18 y 24 años –un porcentaje inédito), generalmente a favor de la izquierda.

También Corbyn inspiró mucho personalmente durante la campaña. La percepción que muchísimos votantes acabaron teniendo de él cuando le escucharon hablar sin el filtro mediático se resume en un grafiti enorme que vi: “Corbyn es el primer político honesto de la historia”. Su manera de discutir ideas con los otros candidatos y el público en los debates televisados fue acogida como poco pulida y algo timorata, pero también sentida, apasionada, sincera y abierta –contrastando mucho con el carácter de política profesional falsa y nada empática de May--. Esta diferencia responde en parte a los orígenes tan distintos de ambos. Corbyn, hijo de padres que se conocieron en la campañas de apoyo para la Segunda República (española), con años de experiencia en movimientos como el antiguerra; y May, hija de un pastor religioso, que siempre quiso ser política y cuyo acto “más travieso” de la vida –aprendimos durante la campaña para nuestra diversión – fue, de joven, molestar a unos agricultores “corriendo por los campos de trigo” (lo que  ella obviamente ve más inmoral que, por ejemplo, vender armas a Arabia Saudí). Muchos británicos, que no confían del todo en la política institucional, entendieron que Corbyn era un “intruso nuestro” en este mundillo podrido y que realmente quería aplicar su programa político transformador.

Esta visión generosa también se explica por la batalla por la supervivencia que ha tenido que llevar la dirección corbynista contra el aparato parlamentario de su propio partido – el 80% de sus diputados ha sido muy hostil a Corbyn--. Como ocurre en muchos países, existe en la clase trabajadora británica un fuerte desapego y enfado con la política tradicional, que hasta ahora han sido canalizados por la abstención electoral o el apoyo al nacionalismo escocés o británico reaccionario (UKIP). Además, es producto de las experiencias tanto de los gobiernos laboristas como de los conservadores. A pesar de las raíces históricas del laborismo en el movimiento obrero, hace muchos años, bajo el liderazgo de Tony Blair, esta organización política se convirtió en poco más que un partido gestor del neoliberalismo (además del socio principal de los Estados Unidos en sus guerras en Oriente Medio). Por tanto, cuando el verano pasado su aparato político intentó derrocar a un líder elegido por las bases, muchísimas personas sintieron algo de simpatía por él (aunque, entre ellas, algunos aceptaban que seguramente no tuviera suficiente popularidad para encabezar el segundo partido más grande del país –tal y como decían sus críticos y parecían corroborar las encuestas).  

Los laboristas dirigidos, por primera vez, por el equipo de Corbyn, sin obstáculos, tras la decisión de los diputados críticos de mantener un perfil bajo en la campaña, lograron la mayor remontada del partido desde 1945

Quizás sea útil repasar brevemente aquí lo que ocurrió. Para empezar, el contexto específico de su elección como líder fue el batacazo electoral sufrido por su partido bajo el mandato del centroizquierdista Ed Miliband en las últimas generales (el 30,4% de los votos que supuso un descenso de 26 escaños). A pesar del esfuerzo tímido que este hizo para abandonar el blairismo (por ejemplo, proponiendo un techo para los precios de la luz), el partido se abstuvo en una votación parlamentaria que recortó las prestaciones sociales y, ante el avance de UKIP, adoptó una actitud muy contraria a la inmigración, con propaganda electoral que incluía el repugnante mensaje “yes to immigration controls”. Para la izquierda más combativa, dentro y fuera del partido laborista, quedaba claro que hacía falta un giro progresista más contundente, pero, cuando Miliband dimitió, los tres candidatos a sustituirle defendieron lo contrario. El pequeño sector más izquierdista del partido reaccionó buscando a un candidato propio y la tercera persona a quien se lo pidió –Corbyn– aceptó el reto para “promover algunas causas”, decía él. Solo minutos antes de cerrar el plazo se consiguió el número mínimo de avales para presentar su candidatura (y en algunos casos los apoyos fueron cedidos solamente para “asegurar un debate” pues valoraron que Corbyn no podía ganar). Pero su campaña tomó impulso: Corbyn se paseó por todo el país convocando mítines multitudinarios (creando así una pauta que ha resurgido, aún con más fuerza, en la campaña de las generales). Se afiliaron al partido 100.000 personas y se registraron como simpatizantes con derecho a voto otros 130.000. Aun así, la victoria aplastante de Corbyn en 2015 fue una sorpresa para todos (¡especialmente para Corbyn!).

Desde entonces, tanto él como sus compañeros cercanos han sido víctimas de un hostigamiento y una demonización brutales en los que el gobierno, los medios y el sector más a la derecha del partido parecen haber actuado al unísono. Según ellos, Corbyn era un extremista –por bienintencionado que fuera – que sólo podría debilitar los fundamentos de la democracia. Hasta un periódico normalmente tan comedido como The Financial Times comparó su movimiento político con “el socialismo nacional” (el nazismo) y el periódico ‘progresista’ The Guardian publicaba regularmente artículos en su contra. El jefe de Estado Mayor expresó públicamente su preocupación por si las ideas antinucleares de Corbyn tuvieran “una traducción en medidas políticas en caso de llegar al poder”. Una intervención política prohibida para un funcionario militar pero que no recibió sanción oficial ninguna.

Los ataques más duros se originaron, sin embargo, dentro del partido laborista. Algunos blairistas tantearon públicamente la posibilidad de llevar a cabo una escisión, que quedó finalmente descartada porque el sistema electoral favorece al bipartidismo y no a los partidos nuevos. Pero, de manera aún más dramática, en mayo del año pasado hubo un intento de golpe interno. Sucedió inmediatamente después del referéndum europeo de cuyo resultado la clase política y mediática culpó a Corbyn, muy crítico con la UE, y que hizo una campaña a favor de seguir en la Unión poco enérgica y sin compartir tribuna con David Cameron. La mayoría del gabinete en la sombra aprovechó el momento (y la correspondiente bajada de simpatía pública hacia el líder laborista) y dimitió uno tras uno, esperando precipitar la dimisión de Corbyn. Sin embargo, el líder aguantó, alentado por manifestaciones de apoyo de varios miles en diferentes ciudades. De esos movimientos se derivó un resultado positivo: la creación de un nuevo gabinete con personas menos conocidas, pero comprometidas con el cambio social,  que incluía muchas mujeres y bastantes personas negras.

Poco después, los golpistas volvieron a la carga tras conseguir que un diputado desconocido, Owen Smith, se presentara en una nueva contienda por el mando del partido. Fracasó un intento de excluir a Corbyn de la papeleta (alegando que necesitaba una cantidad mínima de avales de diputados, que entonces no habría podido obtener), pero consiguieron prohibir el voto a 100.000 nuevos afiliados y afiliadas. Smith, supuestamente de centroizquierda, pero que había trabajado de lobista para una multinacional farmacéutica, no tenía muchas posibilidades de ganar, pero su reto sirvió para hacer propaganda en contra de Corbyn y socavar aún más su autoridad. No obstante, y a pesar de los votantes excluidos, Corbyn ganó con un porcentaje de voto mayor que la primera vez, y la derecha del partido tuvo que aguardar su momento.

Se puede interpretar el declive secular de la socialdemocracia como resultado de la conversión de este proyecto político a las políticas de privatizaciones, reducción de prestaciones, etc.

En cierto sentido, los intentos de deponer o minar a Corbyn tuvieron un impacto negativo. Junto a una constante campaña mediática que presentaba a Corbyn y a sus aliados como “amigos de terroristas” (por ejemplo por su simpatía hacia el republicanismo irlandés) o “antisemitas” (por su defensa de la causa palestina) o simplemente pacifistas hippies perdidos, se transmitía la idea de un partido en revuelta permanente hacia su líder, lo que contribuyó a disminuir, durante muchos meses,  el apoyo al laborismo en las encuestas. Ante este panorama, un sector de la izquierda laborista –que incluía a influyentes líderes sindicales o escritores como Owen Jones– se asustó y sugirió sustituir a Corbyn por un izquierdista de más consenso –una actitud defensiva e ingenua que solo podría haber beneficiado al sector más de derechas del partido. Al mismo tiempo, miles de nuevos afiliados se quedaron pasivos, tal vez al estimar que era imposible ganar la batalla dentro del partido o al ver que el equipo de Corbyn había abandonado algunas de sus políticas más controvertidas como la libre circulación de los migrantes o la no renovación del arsenal nuclear Trident.

Es muy probable que la escasa popularidad de Corbyn hace un par de meses fuera una consideración importante en la decisión de May de convocar elecciones relámpago. A comienzos de la campaña, la distancia entre los dos candidatos era de alrededor de 20 puntos y existía un miedo generalizado entre la gente progresista a que los conservadores aumentaran mucho su ya amplia mayoría. Es posible que Corbyn y su equipo decidieran apostar por un manifiesto contundente al no tener nada que perder. Pero el resto es historia: los laboristas dirigidos, por primera vez, por el equipo de Corbyn, sin obstáculos, tras la decisión de los diputados críticos de mantener un perfil bajo en la campaña, lograron la mayor remontada del partido desde 1945.

Ahora los progresistas críticos con Corbyn –con la excepción notable de Tony Blair– han reconocido su error. Puede que  se trate solo de un acto cínico para reposicionarse y en algún momento volver a la ofensiva. La derrota de Corbyn se entiende en Reino Unido como una victoria por mucho que el gobierno diga el contrario. El partido conservador se ha mantenido en el poder gracias a una alianza con los unionistas norirlandeses reaccionarios,  lo que seguramente reste apoyos al partido gobernante en Westminster y podría volver a tensar las ya frágiles relaciones en Irlanda del Norte. Además, la formación mantiene, por ahora, a una primera ministra sin autoridad sólo por intentar evitar el estallido de una guerra por el control del partido entre partidarios y opositores del Brexit, una división subyacente en el conservadurismo que también ayuda a explicar por qué May decidió controlar su campaña electoral tan desde arriba – invitando a errores.

Lo curioso del caso británico es que la alternativa de izquierdas a esta hegemonía socioliberal surge en el seno de una organización socialdemócrata

Los otros partidos que compiten con el laborismo (el liberal, el verde y los partidos nacionalistas escoceses y galeses) se encontrarán en una situación difícil si se convocan nuevas elecciones --dado que el voto más de izquierdas coincide con el voto útil-- una circunstancia plausible en los próximo  meses. El viento sopla a favor de la izquierda, que, desde las elecciones, ha superado a los conservadores en intención de voto. Además, el movimiento que impulsa al laborismo está creciendo de: el número de afiliados ya se aproxima al millón, lo que convierte al Partido Laborista en la formación socialdemócrata más grande de Europa.

Hay varias conclusiones que podemos extraer de esta experiencia. En primer lugar, la subida del voto del 30% al 40% entre 2015 y ahora demuestra que se puede contrarrestar el declive del voto de izquierdas abandonando la Tercera Vía de Blair. De hecho, se puede interpretar claramente el declive secular de la socialdemocracia – general y que en países como Francia y Grecia lleva a su casi desaparición como opción política– como resultado de la conversión de este proyecto político a las políticas de privatizaciones, reducción de prestaciones, etc. Lo curioso del caso británico es que la alternativa de izquierdas a esta hegemonía socioliberal surge en el seno de una organización socialdemócrata. La ventaja en este caso es que el éxito del proyecto político de cambio necesariamente conlleva el fin de la hegemonía socioliberal. Las desventajas son que muchísimos diputados ‘de izquierdas’ elegidos esta semana no comparten los ideales transformadores de la dirección del partido y pueden formar parte de la “fortaleza exterior” del “Estado integral”, según las conceptualizaciones de Gramsci, para absorber y neutralizar la política transformadora dentro del sistema. Estas dificultades se añaden a la capacidad integradora del Estado para los proyectos electorales no basados principalmente en apoyar a los movimientos sociales.

Segundo, los resultados electorales exigen volver a analizar las causas y consecuencias del referéndum del Brexit. En primer lugar, porque han demostrado, de forma dramática y nítida, que la sociedad británica no se había derechizado como sostuvieron tanto la derecha como la mayoría de la izquierda. La victoria del partido conservador en Inglaterra y su avance en Escocia apunta que todavía el nacionalismo británico y la oposición a la inmigración pesan sobre un sector importante de votantes. Pero, igualmente, una vez que el manifiesto laborista puso sobre la mesa la posibilidad de un cambio social en favor de la mayoría y se cuestionó la acumulación de riqueza de una minoría, las propuestas conservadoras, como el refuerzo de las políticas migratorias, resultaron menos atractivas para los votantes, como quedó de manifiesto en las preocupaciones compartidas por el público en los debates televisados antes y durante la campaña electoral.  Esto lleva a preguntarse si los avances de la política xenófoba en muchos países europeos responden en gran medida a la falta de propuestas prácticas de cambio y de antagonismo social en la política. Algunos análisis sobre la votación a favor del Brexit han remarcado su carácter de rebelión antielitista (por muy reaccionarias que fueran las ideas que se defendían en ella). El eslogan ambiguo “Retomemos el control” usado por la campaña oficial ganadora podía apelar tanto a instintos nacionalistas (el deseo de volver a controlar “nuestras” fronteras) como al deseo de aumentar el poder de la mayoría ante las decisiones tomadas sobre sus vidas por instancias económicas e institucionales internacionales. En el Brexit coexistían estas dos tendencias y la segunda, la progresista, parece haber sido movilizada ahora por el corbynismo en una dirección claramente positiva.

Los resultados electorales han demostrado, de forma dramática y nítida, que la sociedad británica no se había derechizado como sostuvieron tanto la derecha como la mayoría de la izquierda tras el Brexit

Por último, está la cuestión de clase. Cabe señalar que mientras la nueva política en el Estado español ha podido movilizar electoralmente a “sentidos comunes progresistas” cristalizados en las protestas del 15M, las Mareas y la PAH, el corbynismo interviene en un contexto de poca movilización social desde las protestas de duración muy limitada contra las políticas de austeridad en 2011-2012. Pero se podría sostener, contrariamente a las tesis posmarxistas de Errejón, Mouffe y Laclau, que hasta cierto punto la izquierda británica ha podido superar su debilidad apostando por un programa y un discurso claramente de clase. Se podría polemizar, por tanto, que mucho mejor que desarrollar un discurso cuidadosamente elaborado a fin de “construir el pueblo” (como propone el populismo progresista) es apostar por mejorar la condición social de la mayoría y disminuir el poder social de unos pocos. El politólogo Guillem Murcia lo dice con otras palabras, señalando que con el ejemplo de Corbyn “la política demuestra ser más un fenómeno de choque social en perpetuo cambio, y menos una disciplina de expertos, discurso y pronósticos”. Esta observación seguramente tenga una relevancia universal y no sólo británica.

Quedan muchos interrogantes sobre el futuro del corbynismo: si perderá su radicalidad y, con ello, su atracción ahora que su llegada al gobierno es una posibilidad real; si los movimientos sindicales y sociales podrán revitalizarse para poder imponer los cambios políticos contra la oposición previsible de la clase dirigente y su séquito; si el movimiento político alrededor de Corbyn puede movilizar al pueblo más allá de las campañas electorales o internas del partido. Pero, aun así, Corbyn y el movimiento que lo apoya ya nos ofrecen enseñanzas motivadoras y seguramente darán más en el futuro.

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Luke Stobart es bloguero de The Guardian, investigador político y profesor de la Universidad de Birkbeck (Londres).

@CaminoCielos 

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Luke Stobart

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