Análisis
Desengaño y pesimismo
Mientras Theresa May se ha ‘trumpificado’ durante la campaña, Corbyn, aferrado al programa tradicional de la izquierda, sube en las encuestas. Pero el ambiente del país es sombrío, descreído e incierto
Santiago Sánchez-Pagés 6/06/2017
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Las elecciones generales que se celebrarán en Reino Unido este jueves 8 de junio resultarán inusuales por dos motivos. Primero, porque un país acostumbrado a acudir a las urnas cada lustro se verá citado a las primeras elecciones anticipadas desde 1974, votaciones que además constituirán la tercera gran cita electoral en dos años (contando el referéndum del Brexit). Segundo, porque los atentados en Manchester y Londres han conseguido enrarecer y distorsionar la campaña. Como resultado, el ambiente en el país estos días es sombrío y descreído, incierto y pesimista.
A esa percepción se añade la conciencia colectiva de que el proceso de salida del Reino Unido de la UE se ha convertido en un lento deslizamiento hacia un gigantesco banco de bruma, bruma que es muy probable que oculte un precipicio. Aunque no exista aún evidencia de que el crecimiento económico se haya resentido a consecuencia del Brexit, la depreciación de la libra ha hecho crecer los precios hasta reducir el poder adquisitivo de los salarios. Nadie compra ya con entusiasmo los eufóricos mensajes anti-UE que los tabloides venden cada mañana. También se comprende que el problema del terrorismo yihadista, nacido y criado en suelo inglés, no tiene solución fácil ni rápida. Aun así, en su terrible alocución tras el ataque del sábado noche, Theresa May apuntó hacia una posible restricción de derechos civiles y sacudió la islamofobia de forma desvergonzada en un movimiento táctico propio del Frank Underwood de la última temporada de House of cards (que empezó siendo una serie británica, no lo olvidemos) o del mismo Donald Trump. Por cierto, que esta no ha sido la primera vez desde el comienzo de la campaña en que May se ha trumpificado, como ahora comentaremos.
¡Qué diferente era todo cuando Theresa May convocó elecciones en abril! Entonces la primera ministra contaba con un cómodo colchón de 20 puntos en las encuestas y la previsible implosión del UKIP. Como dijimos entonces, el propósito de la maniobra era doble: machacar a los laboristas y conseguir una mayoría holgada que por primera vez desde los tiempos de Margaret Thatcher permitiría a un primer ministro conservador verse libre de las veleidades de los siempre levantiscos diputados euroescépticos. La renovación de listas y un margen amplio de escaños le daría control absoluto sobre las negociaciones con "el continente", como popularmente se conocen en Reino Unido las tierras más allá del Canal de la Mancha.
May quedó retratada, en el peor de los casos, como una líder que desconoce las reglas del pulso que el Reino Unido está manteniendo con la UE
Pero May, tan acostumbrada a encontrar apoyo y consuelo en los medios británicos, se dio de bruces con la filtración a los medios alemanes de sus conversaciones con Jean-Claude Juncker durante la desastrosa cena que mantuvieron en Downing Street. La maniobra fue perfectamente calculada por el presidente de la Comisión Europea: se trataba de desnudar a la emperadora, de demostrar que la primera ministra vive "en otra galaxia." En efecto, May quedó retratada, en el peor de los casos, como una líder que desconoce las reglas del pulso que el Reino Unido está manteniendo con la UE y, ya que estamos, de la diplomacia más elemental; ya no le valdrá al Gobierno británico aquella treta de hacerse el duro en casa para después aceptar los términos impuestos por Europa bajo mesa. En el mejor de los casos, la conversación filtrada revelaba que sus ministros y negociadores no informan a la primera ministra de lo que sucede en Bruselas. Pero la emperadora no se resignó a quedarse en cueros, y Theresa May no tardó en hablar de manos negras y en acusar a la Comisión de querer influir en las elecciones. Trumpificación, primer aviso.
La campaña prosiguió su curso. Como el Buzz Lightyear de Toy Story, la premier británica adoptó el otro único modo del que es capaz, el robótico, y así confió su éxito electoral a la repetición machacona de frases --"un gobierno estable y fuerte”, "un liderazgo fuerte y estable"-- en infinitas e infinitesimales variaciones. Como le sucedió a Rajoy en los meses anteriores a las elecciones de 2011, su victoria era tan segura que no le hacía falta detallar un programa y menos aún presentar números. Cada promesa era una atadura innecesaria. Su única propuesta, durante semanas, en un claro guiño a las clases populares, fue prometer que los trabajadores podrán tomar un año de permiso para cuidar de familiares dependientes. Con eso, creía que bastaría para arrasar a sus rivales.
Pero Corbyn no estaba muerto. Aunque tampoco estaba de parranda, porque el hombre no parece muy inclinado a la juerga. Contra todo pronóstico, los laboristas fueron subiendo en las encuestas. Parte del éxito se debió a su programa. Pese a que El País le acusara de ello en aquel infame editorial tras la victoria de Pedro Sánchez, Corbyn no es un populista. Pertenece a la tradición más clásica de la izquierda. Por eso el manifiesto laborista contiene medidas que pertenecen al tradicional repertorio de la izquierda, ese que data de la primera mitad del siglo XX, lo cual dice mucho de la modernidad de Corbyn pero también del evidente retroceso que el Estado del Bienestar ha experimentado desde la Revolución Conservadora. El manifiesto proponía la nacionalización de Correos y los ferrocarriles, subidas de impuestos a las corporaciones y a los más ricos, y el uso de la recaudación resultante en la financiación de la sanidad pública. Lo dicho, un manifiesto que los laboristas habrían firmado con gusto en 1983.
el líder laborista no sea ni muy carismático ni especialmente telegénico, se ha ganado la confianza de los jóvenes, y en especial de las mujeres
Otra clave de la remontada demoscópica ha sido que Corbyn cree en lo que dice. Lo que dice podrá gustar más o menos, o resultar más o menos novedoso, pero su evidente convicción resulta refrescante en estos tiempos de hipocresía y mercadotecnia política. Por eso, y pese a que el líder laborista no sea ni muy carismático ni especialmente telegénico, se ha ganado la confianza de los jóvenes, y en especial de las mujeres. Su popularidad, por los suelos al comienzo de la campaña, ya supera a la de Theresa May (que tampoco es fantástica). Harán bien en tomar nota los partidos socialdemócratas europeos, divididos como están (el desastre del Partido Socialista Francés es el más claro exponente) entre la pulida tecnofilia y cosmopolitismo de sus sectores más liberales y el clásico y parroquial estatismo de sus sectores más izquierdistas. Corbyn y Bernie Sanders han demostrado que la New Sincerity ha llegado también a la política.
Un tercer factor que explica el auge de los laboristas es que los votantes no solo tienen preferencias ideológicas o por los candidatos sino también por su margen de victoria. Puede que muchos laboristas no se sientan entusiasmados por Corbyn, o incluso le rechacen de plano, pero permitir que May disfrute de una mayoría amplia les parece aún peor. Del mismo modo, un votante conservador moderado puede preferir que un Gobierno tory se vea controlado por una oposición fuerte. Ambas situaciones resultan más probables si el previsible ganador, como le sucede a Theresa May, es un candidato muy poco brillante, errático, rígido, poco compasivo y superficial. La publicación del manifiesto electoral de los conservadores no hizo más que aumentar esa desconfianza. Además de no contar ni con una mínima evaluación de costes de sus políticas, el documento recogía una propuesta laborista de 2015 (el límite a los precios de la energía) y una medida polémica, el llamado "impuesto sobre la demencia", por el cual los ancianos de rentas altas deberán usar sus inmuebles para sufragar los costes de su cuidado en residencias. La indignación fue tal que May se vio obligada a rectificar por completo, erosionando aún más su credibilidad.
En su discurso del domingo tras el atroz atentado en Londres, May jugó su última carta, la más fácil, la de una líder dura dispuesta a proteger a sus ciudadanos de la amenaza terrorista. La idea era desmarcarse de los laboristas, siempre sospechosos de ser "blandos" en cuestiones de seguridad, especialmente en esta ocasión por el presunto apoyo de Corbyn al IRA y a Hamás en el pasado. May y los conservadores han apostado a que en ese momento postrero, el del votante enfrentado a la papeleta en blanco, muchos no se arriesgarán a dejar su seguridad personal en manos de alguien como Corbyn. Lo irónico del asunto es que Theresa May fue ministra del Interior desde 2010 hasta 2016 y que, por tanto, es en parte responsable de los fallos en política antiterrorista que puedan haber permitido los ataques de estas semanas. Otro acto de irresponsabilidad de una candidata que el jueves obtendrá una victoria que es muy probable que la deje más desacreditada y débil y al país más harto y cansado que al comienzo, y que significará el principio del fin de su carrera política.
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Santiago Sánchez-Pagés es profesor de economía en la Universidad de Barcelona. Hasta 2015 fue también profesor en la Universidad de Edimburgo.
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Santiago Sánchez-Pagés
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