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Crónica parlamentaria

Rajoy e Iglesias: la censura interminable

¿Para qué puede servir una moción que no llega a censurar a un gobierno? Para saber dónde están el Gobierno y la oposición. Podemos y PP muestran su posición en el tablero frente a la indefinición de Ciudadanos y PSOE

Esteban Ordóñez / Miguel Ángel Ortega Lucas Madrid , 13/06/2017

<p>El candidato en la moción de censura, Pablo Iglesias.</p>

El candidato en la moción de censura, Pablo Iglesias.

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La pregunta de para qué sirve una moción de censura, si no es para derrocar a un gobierno, tuvo unas cuantas posibles respuestas el martes 13 de junio –nada excluyentes entre sí–. Varias de ellas: comprobar la resistencia física de los políticos (y de los periodistas); comprobar la resistencia de los argumentos de aquellos (nada nuevo bajo el sol); comprobar la resistencia psíquica de los periodistas (y de los ujieres); comprobar que lo que parece no importar mucho, a priori, a los medios de comunicación, resulta importar bastante a los que trabajan para esos medios: La 1, el primer canal de la televisión estatal, no retransmitió la sesión, ni en directo ni en diferido, pero por los pasillos de la Cámara baja y en la tribuna de prensa sólo faltaba Jesús Quintero. 

Se le echó francamente en falta, por la cosa del silencio: inexistente durante ocho horas consecutivas, ocho, de rave política –hasta el primer receso decretado por la presidenta Pastor–. Una suerte de macrosesión de control al Ejecutivo, con ambiente veraniego de fiesta de fin de curso o selectividad, según para quién: más lo primero para el PP, más lo segundo para Podemos, que comenzó, a través de su portavoz, Irene Montero, a cantar a las 9 de la mañana y durante las dos horas siguientes la lección de historia contemporánea del PP; de las gestas de Rodrigo Rato a las obras completas del marido de Dolores Cospedal, que levantaba la vista de Sus Asuntos, con la nariz apuntando a Roma, cada vez que Montero mentaba a su consorte –hasta tres veces, tres. 

Hay que reconocer a Montero su ímpetu, su energía; hubiera valido para la ópera, de saber controlar la voz y la respiración. ¿Para qué puede servir una moción de censura que no llega a censurar (a derrocar) a un gobierno? Para escenificar a lo grande (a lo inabarcable en lo cronológico) lo que ya se ha venido escenificando durante meses, lo que todo el mundo a estas alturas con algún interés por la cosa pública debería saber ya: dónde está el Gobierno, dónde está la oposición [deberá el lector rellenar, sin mucho esfuerzo, la línea de puntos que corresponde a PSOE y Ciudadanos, parecidos en el hecho de no saber muy bien quiénes son]. Podemos y PP tienen en común el saber quiénes son, su posición en el tablero. Los primeros son ya, a la luz de lo visto, los impugnadores de todo un sistema de cosas que se remonta a los Reyes Católicos; los segundos, los que seguirán ganando batallas, como El Cid, después de muertos --y después de encarcelados, como El Dioni--.

Montero glosó durante dos horas la historia negra del Partido Popular; es posible que no se dejara una sola materia suelta: la especulación inmobiliaria, el intento de “borrar la memoria democrática del país”, el “servilismo a las élites económicas”; la política como negocio y el latrocinio como sistema; la destrucción de pruebas, la coacción a los jueces, la coacción a la libertad de expresión, la precariedad de los jóvenes, la precariedad de los pensionistas, la precariedad general; el “saqueo de lo público”, el chanchullo, la “mafia policial” y el espionaje, las “mordidas de los oligarcas”, el “ADN del búnker [franquista]”...

¿Para qué servía la moción de censura? Para tener tiempo suficiente, dijo, de enumerar, por orden alfabético, todos y cada uno de los casos conocidos hasta ahora de corrupción que afectan al Partido Popular; varias decenas, de Gürtel a Pokemon.

“Esta moción les dice claramente basta ya”, dijo Montero. "Con ella, millones de ciudadanos afirman que queremos hacer las cosas de otra manera, que no tenemos miedo y que no aceptamos la desesperanza y la resignación”. La cuestión es saber si esos millones de ciudadanos hubieran podido aguantar sin desesperanza y resignación  dos horas (de Montero) más otras tres (de Pablo Iglesias), más algunas otras (y otras) que la fiebre impedía ya contar pero que algunos atribuían a una posible secuela de El señor de los anillos con banda sonora de Paco Ibáñez. 

Para cuando Iglesias subió a la tribuna, tras la intervención de su portavoz y la réplica –saliendo del banquillo como si volviera Michael Jordan, a juzgar por la euforia popular– de Mariano Rajoy, los periodistas de la tribuna y de la sala de prensa y de los pasillos hubieran dado ellos mismos el Gobierno a Iglesias a cambio de un sándwich. Entonces llegó la Gran Lección de Historia de España. El discurso de Iglesias pudo resultar cuasi impecable durante los primeros 45 minutos –una conferencia admirable–: una impugnación sobre cómo ha dolido España a los progresistas desde el Renacimiento para acá. 

Repasar de tal forma el desastre español, de las guerras carlistas a Indalecio Prieto, puede ser necesario para una cátedra, pero también discutible en términos de comunicación. Iglesias ha dicho varias veces que “Podemos no puede seguir siendo la formación de cuatro profesores universitarios”. Pero Podemos parece virar continuamente de la barricada a la academia, sin demasiado margen para que quien deba entenderles del todo les entienda. Sonaba ora a clase magistral, ora a castigo, no sólo para la bancada popular, sino para el Hemiciclo entero (de aquí no salís hasta que no salga el responsable). Pero se trataba sobre todo de retratar, de un solo trago larguísimo, toda la era política de Mariano Rajoy al frente del Gobierno: el que pasará a la Historia, según su discurso, como “el presidente de la corrupción”.  

Mariano Rajoy alzó el pie y se armó el revuelo. Su intervención se intuía, pero no se sabía qué tiempo dedicaría a responder o si sólo asomaría la patita. Hubo una ebullición por los pasillos de prensa: Montero debía haberlo cabreado, se especulaba. Esperábamos, por tanto, cierta pasión: una salida de tiesto. Pero vino a hilvanar de nuevo, con algunas variaciones, el abecé de su recital antirregeneración. Lo hizo en la réplica a la portavoz y en la de Pablo Iglesias. Desde que llegó Podemos a la política, el PP ha construido un sistema de diques del que se siente orgulloso y nada avergonzado, a pesar de no ofrecer una explicación oportuna y precisa a los hechos que lo pudren como organismo. Estos diques se utilizan como ansiolítico de consumo propio para regular los ánimos de su bancada: desahogando sus tensiones, adensando ciertas dignidades y desinflando la frustración que les carcome desde que se vinieran electoralmente abajo. No sólo ocurrió por entonces una desbandada de diputados; además, entraron en la Cámara unos desharrapados que por primera vez pronunciaban un discurso que les tocaba su propia estructura genética. Rajoy, alentando a los suyos, intentó ridiculizar (y eludir) la oleada de críticas, la exhibición de casos de corrupción y el listado de imputados, recurriendo a la etiqueta de la chusma y comparando la acción política de Unidos Podemos con grafiterismo callejero. 

El sistema de diques y compuertas que puso a funcionar Rajoy consiste en hablar, bajo cualquier circunstancia, de recuperación de la economía estadística (que no de la real); asegurar que su partido es el que más lucha contra la corrupción porque los procesos judiciales se están produciendo bajo su Gobierno (olvidando las zancadillas a la judicatura); o derramar la presunción de inocencia como si fuera una suerte de nitrógeno líquido, congelando toda posible alusión a procesos judiciales que contienen indicios suficientes para justificar la búsqueda de responsabilidades políticas.

Estas son algunas fórmulas de defensa, pero el martes 13 el gallego desplegó también sus tácticas de ataque, y tampoco oímos nada nuevo. Nula fiabilidad, falta de sentido común, Venezuela, sectarismo, política espectáculo (“creen que el Parlamento es un sitio para montar pollos”)… Sin olvidarse, claro, del argumento más elaborado y que más cachondez levanta en los rostros del ala derecha del Parlamento. Esto es, que Podemos llegó tarde, que esta formación sólo puede sustentarse en condiciones miserables, que sus adhesiones sólo se mantienen gracias a la indignación y que, en consecuencia, como el PP ha reparado el país, ellos, los morados, ya no tienen nada que ofrecer a los ciudadanos. Esto les permite reducir a Podemos a una masa de irracionalidad y, por tanto, considerar sus propuestas como desvaríos inasumibles. Una línea que Rajoy corona siempre de la misma manera: “Cuanto más les conocen, menos les votan”. Aplausos, risas, aplausos. 

Los turnos de intervención de Rajoy pivotaron en estas líneas. El presidente añadió también algún chascarrillo de mesa de dominó, algún gazapo gramatical; lo suyo. Se inició, al final de la mañana, un turno de réplica y contrarréplica entre el presidente y el líder de Podemos. En la mociones de censura las intervenciones son ilimitadas. El ir y el venir, la posibilidad de responderse de manera más próxima, aumentó la tensión. A Rajoy se le erizó el lomo y desautorizó a Iglesias como candidato: lo acusó de transformismo político, le atribuyó impulsos antidemocráticos y se quejó de que los argumentos de los morados nadaban en generalidades sin fundamento. Después de largos minutos dedicados a enumerar casos de corrupción y citando cargos imputados, Rajoy convino, sin apuro, que caían en la generalidad.

La moción fracasará. Iglesias lo sabe, lo sabía desde el principio. Trató de mantener el anunciado “perfil presidenciable” (término que define una forma de hablar neutra y que mencione la Constitución de tanto en tanto); sin embargo, la actitud se le fue agriando. La realidad, que la batalla nacía perdida, acabó resignándolo. Al principio de la tarde, Baldoví, de Compromís, llamó al PSOE: “Si comparten los motivos, si hoy se van a abstener porque la moción está verde… Utilicemos el verano para consensuar el programa y el candidato”.

Quizás el cometido (involuntario, casi colateral) de esta moción sea engendrar una nueva que se tome a sí misma en serio. Veremos qué dice Pedro Sánchez cuando termine de poner orden en su casa.  

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Esteban Ordóñez

Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.

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Miguel Ángel Ortega Lucas

Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.

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1 comentario(s)

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  1. Ramón

    Esteban, Miguel Angel, enunciad la lista de estupefacientes que habéis usado para prestar atención tantas horas al chou. Y ya puestos me tenéis que explicar y analizar esa frase para el mármol de Rajoy de: "“Cuanto peor mejor para todos, y cuanto peor para todos mejor, mejor para mí el suyo, beneficio político" Está echo un Castelar, el hombrino, y vosotros, ¡chapeau!, seguís la tradición de periodistas parlamentarios como Larra, Galdós, Fernández Flórez, Josefina Ca­rabias, Chaves Nogales, Carandell, Vicent, es decir innováis en el enfoque y el estilo y nos ayudáis a digerir tanto engrudo con humor y albaceteña fina.

    Hace 7 años 5 meses

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