Fauna Ibérica / Caricatura literaria
Rafael Hernando, el hombre que nos permite vivir
Su hombro debe figurar entre los más palmoteados de Génova y piensa que si cuando habla no ofende a nadie, dejará de existir, lo cual le aterra
Esteban Ordóñez 13/06/2017
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Se observan muchos detalles inauditos en Rafael Hernando. Para empezar, se toma en serio a sí mismo. Hasta hoy nadie ha emitido una sola explicación con solidez científica que ayude a comprender cómo puede suceder una cosa así. Al diputado del PP se le echa en falta un collar de pinchos. Es el único guardián que no se limita a proteger la finca, sino que sale a la calle a repartir mordiscos preventivos. Más que ningún otro, nos ha descubierto el cometido oculto del cargo de portavoz parlamentario del partido de Gobierno: ser un portero ideológico. Machacar debates o ponerlos a la cola (y ralentizar la cola), pedir carnets, repasarte de arriba abajo, resoplar, perdonarte la vida.
Los españoles que aún vivimos y respiramos seguimos haciéndolo porque Rafael Hernando nos lo permite. Ni más ni menos. Se ha hablado mucho de esta faceta, pero deconstruyamos, ¿en qué consiste ser un perdonavidas? Se trata de sentir que el otro te pertenece y te cabe en la mano. A esto hay que sumar un impulso natural (y un gusto) por aplastar. No cerrar el puño, esto es, no machacarte, constituye, dentro de la escala ética de un perdonavidas, un acto más de desprecio que de aprecio.
Los españoles que aún vivimos y respiramos seguimos haciéndolo porque Rafael Hernando nos lo permite. Ni más ni menos
No obstante, lo cierto es que Hernando es un hombre hecho a sí mismo: ha necesitado años para convertir toda esta displicencia en un rostro acorde. Unos párpados superiores predominantes, perfectos para fingir pereza; en esa ambición, se estructuran también unas cejas cansadas de antemano que le han acabado delineando unas arrugas en la frente propias de quien anda siempre con un par de graditos de fiebre. Posee, por otra parte, un belfo retráctil que acentúa todavía más esos empujones de mandíbula que usa para dispensar reproches: se construye así un bufar muy taurino, muy español, que al final es lo que cuenta. Por supuesto, se las compone para que todo esto se articule con una dosis suficiente de sobreactuación. La idea es que cualquier argumento contrario, al llegar a su cara, quede ridiculizado. Hay otro rasgo que refuerza la performance hernandista: su juego de brazos. Necesitamos verlo en la tribuna del Congreso. La mano izquierda apoyada en la madera, el codo levantándose, acangrejando el brazo al estilo de Gandía (shore). Mientras tanto, el índice de la mano derecha alecciona; señala sin demasiadas ganas porque lo principal es dejar claro que el interpelado, a pesar de su ineptitud (o precisamente por ella), no merece la más mínima tensión de ligamentos por su parte.
Cree que faltan hostias en el mundo, que se dan muy pocas, y así está el patio, claro: cualquier piojoso grita y hasta reivindica derechos cuando lo primero que debería hacer es ducharse. Cuando Hernando mira muy serio a un adversario político, cuando parece que escucha y se concentra y se le pone un gesto tierno, casi modoso y placentero; cuando sucede esta anomalía de que le hablen y él se calle, en realidad, lo único que está pensando podría resumirse de la siguiente forma: “A ver, en qué lado de la cara preferirá este hombre que le suelte una galleta”.
Su forma de hablar arraiga en esta certidumbre. En los años treinta, por ejemplo, o en la inmediata posguerra (en definitiva, en cualquier época en la que soltar una mascáde tanto en tanto no implicara denuncias ni desprestigio y, encima, se recibieran aplausos por ello), Rafael Hernando habría sido un tipo silencioso. Seguramente tomaría té soplando muy despacito sobre la taza. Acaso por esa frustración, pasea un rictus como de haberse metido en la boca, sin darse cuenta, un trozo de rábano podrido.
Al final, tantas limitaciones lo han llevado por el camino de la superstición. Piensa que si cuando habla no ofende a nadie, dejará de existir, lo cual le aterra. Por eso, buenamente, el hombre intenta que salgan de sus intervenciones un par de sentimientos heridos (los de un diputado, los de las víctimas de una dictadura; esas cosillas). Se puede percibir el momento exacto en que cree haber hecho daño: se le entornan los ojillos y se le ríen los pómulos, que no la boca.
A Rafael Hernando han debido de aplaudirle mucho en la intimidad, su hombro debe figurar entre los más palmoteados de Génova. Es normal. En el PP, cumple funciones estrictamente pornográficas: dar rienda suelta a unas pasiones y a unos temperamentos que muchos (por el cambio de los tiempos y ya tal) prefieren mantener en secreto.
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Esteban Ordóñez
Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.
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