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Y fue así como me sumé a los trabajos de puesta a punto del Arca con complacencia y alegría. Lo más duro ya había pasado y mi ayuda se limitó a dar las últimas manitas de brea y a instalar el escaso mobiliario que habría en nuestras estancias dentro de la gran panza olorosa de la nave. Abrí algunas rozas en las paredes para las destartaladas tuberías y sencillas instalaciones eléctricas para el pequeño quirófano de a bordo. Ayudé en la instalación de los desagües que habrían de llevar las inmundicias a las aguas exteriores y finalmente coloqué una enorme veleta en la parte más alta de la embarcación que, según Noé, nos habría de servir para interpretar los vientos, no porque eso fuera a servirnos para la navegación, puesto que el Arca erraría a la deriva sin rumbo ni timón, sino para saber al menos de dónde nos iban a llegar los envites del temporal que al parecer se nos avecinaba.
Pero lo cierto es que cada día que pasaba hacía más y más calor. Sem, Cam y Jafet a veces murmuraban, heridos en su fe, incrédulos de que el Gran Diluvio en realidad anduviera cerca. Las mujeres, por el contrario, conforme pasaban los días estaban más entusiasmadas y deambulaban por el Arca con el júbilo de quien estrena una casa nueva que está aún por decorar. Los niños correteaban llenando con sus risas el eco largo y deshabitado del alto techo de madera, los innumerables recovecos y rincones todavía sin explorar.
Mari Chopped era sin duda la más eufórica y animosa, y trajinaba con enardecimiento, cantando en voz alta, sonriendo a todo el mundo, decorando el salón con unas flores de plástico, organizando arcones y alacenas y ordenando los cacharros de la cocina con un ruidoso trasiego dicharachero y optimista. Trabajaba y reía. Reía y trabajaba.
A la formidable marcha de las bestias se había ido incorporando por el camino una enorme troupe de artistas que daban a la curiosa romería un aire circense y festivo
La mañana en que llegaron los animales docenas de curiosos vinieron a ver con ojos grandes la larga hilera de bichos acercándose en orden y sumisión. A la formidable marcha de las bestias se había ido incorporando por el camino una enorme troupe de artistas que daban a la curiosa romería un aire circense y festivo. Acróbatas, comedores de fuego, enanos con trajes de colores, majorettes, payasos, pierrots y hasta una banda de dixie, ataviada con uniforme a rayas y sombrero blanco inmaculado, acompañaban a las bestias. Llegaban animales de todo tamaño y condición, perfectamente emparejados, en formación y concierto, silenciosos y cabizbajos en medio de la abigarrada cabalgata, como ajenos a la fiesta ruidosa que los seres humanos habían montado a su alrededor, indiferentes a las filas de espectadores que se iban agolpando para verlos entrar en la gran tripa abierta del Arca. Los niños correteaban excitados por la exótica novedad y sus gritos de admiración resonaban con hondura en las bóvedas geométricas de la nave. Noé estaba de muy buen humor y sonreía luminosamente, dando la bienvenida a cada pareja mientras indicaba con el brazo hacia dónde habían de ir a buscar su hospedaje.
—Señores hipopótamos, piso primero, sección mamíferos, establo decimotercero, a la izquierda.
—Señores escarabajos peloteros, sótano segundo, sección coleópteros, jardinera número doscientos veintisiete.
—Señores pingüinos imperiales, sección... esto... Sem, ¿en qué sección van los pingüinos? Mira a ver la lista.
—Pingüinos, pingüinos... estooooo... aquí… ¡Aves caradriformes!
—¡Claro, hombre, qué memoria la mía! Cubierta inferior, compartimento número noventaicinco.
Yo estaba cerca de Noé, pendiente de que cada animal tomara la dirección indicada. Los saltimbanquis y los payasos que iban llegando daban por finalizada su actuación y, bajo la sombra de una piedra enorme, se desnudaban y se cambiaban, limpiaban el maquillaje de sus caras y miraban suspirando la hilera incesante de animales que continuaba llegando con el gesto satisfecho del trabajo bien realizado, mientras Mari Chopped se acercaba a ellos con un termo en las manos a ofrecerles una taza caliente de achicoria. Todo transcurría con normalidad. Todo estaba planificado dentro del Arca. Cada pareja iba tomando su sitio sin contratiempo alguno. Cocodrilos, ratones, ñus, águilas, saltamontes, víboras, orangutanes, arañas, faisanes, ornitorrincos... Todos iban desfilando mansamente ante nuestros ojos. A lo lejos, la hilera se perdía en el horizonte vibrante del desierto. Era un embriagador espectáculo que los lugareños observaban con los ojos crecidos.
Dando ruidosas zancadas, subió por las escaleras Jafet con un portafolios en la mano y una nerviosa expresión de perplejidad.
—Tenemos un problema, papá. Solamente ha venido un caracol.
—¿Y?
—Pues que debía venir una pareja de cada especie, ¿no? Si nada más que ha venido uno, ¿cómo va a reproducirse después del Diluvio para repoblar la Tierra?
No pude evitar intervenir:
—El caracol no necesita pareja. Es hermafrodita. Se reproduce solito. Noé se rió a carcajadas ante mi respuesta y dijo a su hijo:
—Deberías leer más, Jafet. Mira a nuestro joven invitado, es muy sagaz.
Y Jafet, entre humillado y celoso, se dio la vuelta sin contestar y bajó de nuevo las escaleras mirando con furia contenida los peldaños de madera.
Las horas pasaban y seguían llegando animales. La gente ya se había aburrido y, al caer el sol, regresó murmurando a sus casas. Los niños cenaron y las madres los metieron en las camas. La fila de animales parecía no tener fin. Continuaron llegando durante toda la noche. La luz de la luna alargó sus sombras y centelleó con majestuosidad en los ojos negros de las panteras, en la piel aceitosa de las boas, en los blancos plumajes de las garzas, en el pelaje glacial de los osos polares, en las alas escarchadas de las libélulas y en los colmillos amarillos de los demonios de Tasmania. Tiritaban las estrellas en el cielo limpio de nubes y el desierto se llenó aquella noche de sonidos extraños y de olores de otras tierras. Nos turnamos para dar unas cabezadas, pero lo cierto es que no descansamos y el trasiego de bichos no cesó. Al despuntar la mañana, Noé nos dijo que le parecía que ya se veía el final de la hilera. Salimos un momento a mirar y, efectivamente, quizá para el medio día ya estuviesen todos los bichos dentro. Esa mañana ya nadie se acercó al Arca para ver el espectáculo. Por el contrario, los lugareños parecían molestos con aquella especie de invasión pues, aunque todos los animales mostraron un comportamiento ejemplar y ninguno apenas rompió la fila, fue inevitable que alguno de los pequeños huertos apareciera pisoteado esa mañana y que un rastro enorme de excrementos de todos los tipos, colores y tamaños hubiera dejado marcado el largo camino hacia el Arca.
Estaban entrando los últimos animales, las tortugas postreras que apenas sí lograban llegar hasta la rampa de embarque, cuando aparecieron las nubes. No llegaron desde el horizonte, como era de esperar. No fueron acumulándose poco a poco a lo lejos, negras y terribles, prometiendo un inminente estallido de lluvia. No. El cielo estaba azul cuando, de repente, saltó un viento extraño que inflamó una ruidosa inquietud entre todos los animales ya incorporados a sus respectivos establos, y, de golpe, unas nubes negrísimas cubrieron el cielo. Nadie las vio acercarse. Nadie supo de dónde habían salido. Nadie supo en qué dirección se movían.
No estaban ahí y, de repente, estaban.
Entonces sí que nos pusimos nerviosos. Muy nerviosos. Especialmente Noé. Los demás nos quedamos unos segundos alucinados, mirando con asombro aquellas negrísimas nubes, sintiendo el insólito viento que comenzaba a barrer la arena del suelo. Noé comenzó a darnos órdenes. Hay que cerrar el Arca. Vamos. Sem, la brea, a sellar la puerta, Jafet, ayuda a tu hermano. Los niños, adentro. Las mujeres, a cerrar las escotillas. Los animales se revolvían nerviosos presintiendo el comienzo del Diluvio.
Había una electricidad extraña en el ambiente, como si el aire estuviese volviéndose radiactivo, como si todos los electrones del mundo se hubiesen puesto de repente en movimiento. Jamás había sentido algo así.
—Ni yo ni ningún ser humano —pensé para mis adentros y salí a ayudar a Cam y a Jafet con la puerta principal.
Estábamos terminando de quitar los troncos de la rampa, cuando empezaron a caer las primeras gotitas. Cam se quedó inmóvil mirando al cielo. Nunca nadie había visto nubes así. Cuando logramos cerrar la puerta, el aguacero ya arreciaba con cólera. Nos miramos los cuatro. Estábamos empapados. Soliviantados por la prisa, sellamos desde dentro las rendijas a la vez que comenzaron a resonar, aún lejanos, los truenos. Truenos furiosos que se acercaban rápidamente, que iban creciendo en intensidad y que empezaban a encogernos el corazón. Noé se acercó.
—¿Listo?
—Todo listo, papá. ¿Y las otras escotillas?
—Cerradas todas. Vámonos al salón principal.
Llamar «el salón principal» a aquel destartalado habitáculo que no tenía más que una enorme mesa era todo un golpe de pretenciosidad, la verdad, pero lo cierto es que aquel iba a ser el sitio donde habríamos de pasar la mayor parte de la incierta travesía.
Las mujeres y los niños ya estaban allí; ellas, sentadas, intentaban calmar el nerviosismo de los chiquillos cantando canciones infantiles.
—¿Estamos todos?
—Sí.
—Bien, pues sentémonos.
Tomamos asiento en silencio. Mari Chopped quedó a mi lado. Nos miramos unos a otros sin saber muy bien qué decir. Nadie podía fingir no estar asustado. Ni siquiera Noé. Presidiendo la mesa, el anciano sentó sobre sus rodillas a Wendolyn, la hija pequeña de Mari Chopped y Jafet, la más jovencita de las nietas, y besando la mejilla de la pequeña con la dulzura con que besan todos los abuelos del mundo, suspiró:
—La suerte está echada. Hemos cumplido nuestra parte del acuerdo. Nada puede pasarnos. Yavé nos protegerá. A nosotros solo nos queda esperar...
—¿Esperar qué, abuelo? —dijo ingenuamente otro de los nietos.
Y mientras el cielo se deshacía con furia sobre el techo enorme del Arca, Noé no supo qué contestar. Todos miramos al suelo. Nadie dijo nada. Por debajo de la mesa, Mari Chopped agarró mi mano con fuerza y me miró de reojo con disimulo y complicidad. Todos miraban al suelo. Nadie decía nada.
BROUUUMMMMMM
El cielo crujía pavorosamente. Llovió durante toda la tarde y aquella noche nos dormimos con el arrullo obstinado de la lluvia sobre el Arca. A veces, entre la letanía imparable de la tormenta, oíamos a algún animal inquieto en su lecho de pajas.
Amaneció de nuevo lloviendo. Y lloviendo estuvo todo el día. Y la noche siguiente. Y al otro día y a la otra noche. Nos asomábamos por las pequeñas ventanas y veíamos el cielo negro derramando sobre el mundo la furia de Dios.
El cielo crujía pavorosamente. Llovió durante toda la tarde y aquella noche nos dormimos con el arrullo obstinado de la lluvia sobre el Arca
BROUUUMMMMMM
El agua iba cubriendo los campos yermos, las piedras angulosas, los famélicos huertos y los suelos de las casas, y la gente, asustada, se empezó a marchar. Algunos se acercaron a la puerta del Arca pidiendo auxilio al comprobar horrorizados que, efectivamente, las aguas terminarían por tragárselo todo. Desde dentro oíamos sus golpes nerviosos y sus gritos de terror, sus súplicas histéricas, y Noé callaba mirando el suelo, moviendo despacio la cabeza como lamentando la suerte que iban a correr aquellos pobres diablos sin fe por los que ya nadie, ni siquiera nosotros, podía hacer nada.
BROUUUMMMMMM
Y seguía lloviendo. Y parecía que nunca iba a parar. La salmódica insistencia del agua arañando las cuadernas y los crujidos terribles de la tormenta acabaron convirtiéndose para nosotros en algo consustancial a la vida diaria dentro del Arca. Teníamos turnos perfectamente organizados para dar de comer a los animales y limpiar sus compartimentos. No tardamos mucho en perder el sentido del tiempo y, a menudo, comiendo juntos en el salón principal discutíamos sobre si era de día o de noche o si llevábamos ya allí metidos una semana o un mes. Mari Chopped era quien cocinaba y las otras mujeres se repartían las tareas de limpieza y lavado. Nos dimos cuenta de que había que intentar ensuciarnos lo menos posible, pues el interior del Arca comenzó a llenarse de ropa tendida que, por la alta humedad del aire, tardaba días enteros en secarse. Había algunas zonas por las que había que pasar agachados para no mojarnos la cabeza con las prendas de la colada colgadas de las cuerdas, empapadas y goteando perpetuamente sobre el suelo de madera.
BROUUUMMMMMM
Y no paraba de llover y la vida se iba poco a poco convirtiendo en algo monótono y asfixiante. Mirábamos a veces por pequeñas escotillas abiertas a la gruta sin fondo de la tormenta, pero el espectáculo furioso del Diluvio no tardó también en acabar resultando aburrido. Otras veces tratábamos de jugar al parchís para pasar el rato, pero tras dar varias vueltas al tablero descubríamos con desesperanza que seguíamos igual de aburridos que cuando acabábamos de sacar el primer cinco. Para colmo, un mono que deambulaba por allí se comió el único dado que teníamos y tuvimos que inventarnos un complejo sistema de azar por combinación de nuestros propios dedos y, al final, perdíamos tanto tiempo discutiendo sobre cuál era el número que había salido en cada tirada que comprobamos que era más aburrido aún que mirar por la escotilla, y el tablero de parchís terminó en la cocina sirviendo para cortar la verdura. Probamos entonces a jugar al ajedrez e incluso intentamos organizar un pequeño torneo. Pero con aquel pertinaz ruido terrible del mundo rugiendo sobre el techo era imposible concentrarse y las partidas acabaron siendo tan absurdas que decidimos dejar de jugar y tiramos las figuras, una a una, por la escotilla. Las vimos alejarse flotando sobre las aguas negras, como una extraña procesión de pequeñas criaturas ahogadas. Así pasábamos los días, o lo que a nosotros nos parecía que eran días, resignados definitivamente al hastío y la rutina.
BROUUUMMMMMM
Hacía tiempo que ya no oíamos a nadie pidiendo auxilio, por lo que empezamos a pensar que el agua ya había debido de crecer bastante y que la gente se habría ahogado. Esto en principio nos entristeció, pero luego decidimos interpretarlo como señal de que la voluntad exterminadora de Dios debía de haberse ya cumplido y que, logrado este objetivo, pronto dejaría de llover.
Pero nada más lejos de la realidad. Aunque ninguno nos atrevimos a decirlo en voz alta y seguimos fingiendo que creíamos que lo peor ya había pasado, lo cierto es que cada vez parecía llover con más furia y el mundo se estaba poco a poco convirtiendo en la boca enorme de un lobo enorme.
Noé paseaba su silenciosa figura de anciano mitológico cojeando por el Arca. Hacía mucho que Yavé no abría la boca. Ni una señal. Ni una pista. No nos lo confesó, pero todos sabíamos que el viejo corazón del profeta comenzaba a temer que la prueba de soportar sin flaquezas el Diluvio Universal iba a ser muy dura para nosotros.
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Autor >
Miguel Ángel García Argüez
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