MIS CUATRO VIDAS
3. Memorias de una punk
Anita Botwin 16/08/2017
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El día en que subimos al escenario por primera vez, tuve que tomarme tres copas antes para sobrellevar mi pánico escénico. Nuestro grupo de punk se estrenaba por todo lo alto dentro del mundillo underground de Madrid, y la puesta en escena era un tanto arriesgada.
Todo empezó como una broma y terminó en un grupo de música.
--¿Y sí hacemos un grupo de punk, tía?-- me dijo Natalia, mi compañera de banda.
--Pero si no sabemos tocar ni la flauta.
Y no mentía. Pero en algún momento de la historia ya estamos metidas en todo ese lío y anunciamos un concierto compartiendo cartel con grupos sí reconocidos. Ya no hay vuelta atrás y tengo dos semanas para aprender a tocar el bajo. Como no teníamos batería, la sustituimos por unas bases que el guitarra del grupo --el único que sabía algo de música-- editó a ordenador. Era realmente cutre, pero funcionaba.
Nuestro público era una mezcla de estudiantes universitarios angelicales con punks de cresta de las de antes, que venían a ver al resto de grupos. Era como mezclar al público de los Sex Pistols con los chicos de Amo a Laura. Enfundada en mi traje de vinilo rojo traído de Candem, ligueros y eyeliner a lo Daryl Hannah en Blade Runner, una vez subida al escenario creía que me comía el mundo. Algunos de esos estudiantes huyeron despavoridos al caerles algún escupitajo que se lanzaba desde el escenario. Y no les culpo.
Estoy encima del escenario y no sé muy bien ni lo que estoy cantando y mucho menos lo que estoy aporreando. Pero el show iba mucho más allá. Siempre había entendido el punk como provocación, como un grupo de londinenses desaliñados corriendo a mitad del concierto con la policía y sus cachiporras detrás. God save the Queen.
Tocábamos versiones de Parálisis Permanente y dos hits propios: Escalofrío sexual o Locuras virginales. Me aprendía de memoria los acordes de cada canción. No tenía ni idea de música. Mi oído musical, cualquiera que me conozca lo puede asegurar, es igual al de una ameba. Pero si yo pude cantar y subirme a un escenario, todo el mundo puede. Es algo así como ser presidente del Gobierno y no tener ni idea. Sólo necesitas disfrazarte y beber mucho alcohol antes.
Todo era muy espontáneo e improvisado. Algo así como una Stand Up punkarra. Bajaba del escenario y provocaba a la gente, y cuando olvidaba algún acorde tiraba el bajo al suelo y lo pisaba o me tiraba yo encima del bajo. Era un bajo viejo prestado lleno de arañazos, no creo que lo fuera a notar. En otras ocasiones, mi compañera de grupo me cogía del pelo en plan Pressing Catch porno.
Éramos estudiantes que robábamos previamente la ropa provocativa que usábamos en los conciertos. En una de esas nos pillaron y terminamos como esos jóvenes londinenses con banda sonora de London Calling, pero con el segurata detrás. God save the Queen.
En el primer concierto que dimos tuvimos que pagar los altavoces por los destrozos ocasionados. Punks volando sobre la gente con sus enormes crestas pueden causar daños irreversibles.
Escribíamos las letras en clase de Historia. Cualquier que fuera a esas clases soporíferas de Historia de Comunicación Audiovisual en la Universidad Rey Juan Carlos puede entender a qué me refiero. Hay quien dibujaba penes, tetas, storyboards –los más avanzados-- y luego estábamos nosotras. Mi éxito en la escena punk madrileña duró poco. De no ser así, todavía estaría pagando los destrozos de los bares o salas de la capital. O en un calabozo por delitos y faltas. God save the Queen.
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Anita Botwin
Gracias a miles de años de machismo, sé hacer pucheros de Estrella Michelin. No me dan la Estrella porque los premios son cosa de hombres. Y yo soy mujer, de izquierdas y del Atleti. Abierta a nuevas minorías. Teclear como forma de vida.
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