El delito de sobrevivir (IV)
“Encarcelamos a refugiados”
La justicia admite el recurso de apelación contra la expulsión de EE.UU. de Ricardo Arzu-Suazo. Tres días más tarde la policía migratoria le deporta a Honduras. Allí le espera la Mara 18
Álvaro Guzmán Bastida Nueva York , 23/08/2017
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Matthew Nickson agarraba el volante de su berlina negra con rabia. En las más de dos horas de trayecto entre Houston y Livingston, el afable letrado reflexiona sobre las barreras estructurales para que alguien como su nuevo cliente encuentre justicia. “Desgraciadamente, en este país, no tratamos bien a la gente como Ricardo”, rumia. “Es algo que no deberíamos hacer, pero estamos encarcelando a solicitantes de asilo… Encarcelamos a refugiados”. Para Nickson, de ojos saltones y hablar remilgado, la jerga que rodeaba la situación de Ricardo Arzu-Suazo escondía una casi total falta de garantías: “He visitado decenas de veces el lugar donde le tenían encerrado”, cuenta, “y por mucho que quieran llamarlo un ‘centro de detención’, es una cárcel; un lugar triste y siniestro”. Tampoco la ubicación de la prisión, en un pueblo minúsculo a ciento cincuenta kilómetros de Houston, le resultaba inocente. “Las familias de estos presos necesitan convencer a abogados de que les representen gratis, o por muy poco dinero”, explica. “Si además tienen que invertir medio día en ir a visitarlos y volver cada vez que hagan una consulta, eso limita aún más las opciones que tienen de encontrar la representación que les niega el Estado”.
La suma de todos esos factores terminó, según Nickson, por superar a Ricardo, que llegó derrotado a su vista judicial. “Cuando uno está ahí, en su situación, es fácil perder el aliento. Para mí esa es la clave del asunto: ¿Cómo hemos llegado, como país, al punto de encarcelar sistemáticamente a solicitantes de asilo que no son criminales? Porque eso es lo que estamos haciendo. ¿Dónde nos equivocamos?”.
“No firmes nada”. Ricardo recordaba las palabras de su madre, grabadas como un mantra, a raíz de la deportación de esta una década antes. “No firmes nada, Ricardito, que puede ser tu propia deportación”
Pero el abogado estaba dispuesto a plantear batalla. Nada más leer las minutas de la vista en la que se decretó la deportación de Ricardo, tuvo claro qué podía recurrir la decisión: “Ricardo le dejó bien claro al juez que tenía miedo de volver a Honduras”, señala. “La orden de deportación no fue procedente, porque el juez tenía la obligación de informarle sobre la posibilidad de solicitar asilo, y no lo hizo. Especialmente por el hecho de que Ricardo no tenía ninguna representación legal, el juez debió de informarle de su derecho de asilo, y asegurarse de que entendía en qué consistía ese derecho, y renunciar al mismo”.
Nickson se reunió un puñado de veces con Ricardo en la prisión de Livingston. “Él me pudo ayudar mucho porque yo ya tenía mi ‘creíble’”, recordaba Ricardo meses más tarde. Después de documentar exhaustivamente la violencia de la que había sido víctima, así como sus interacciones con la justicia, el letrado concluyó: “El juez debió de informarle sobre su derecho a solicitar asilo, y concedido más tiempo para que preparase los documentos necesarios”. El 24 de octubre presentó un recurso de apelación, que fue admitido a trámite. “Por ley, eso paralizaba automáticamente el proceso de deportación”, explica.
La respuesta de Immigration and Customs Enforcement (ICE, la policía migratoria estadounidense) fue feroz. En la mañana del 26 de octubre de 2016, apenas dos días después de presentar el recurso de apelación, Ricardo volvió a oír el estruendo de los nudillos aporreando la puerta de su celda. “Nos llevaron a un lugar apartado con cuatro o cinco personas hondureñas, y les hicieron firmar a todos un papel para su deportación”, recordaba ocho meses después. “Cuando ya habían firmado todos menos yo, me miraron y me llevaron a un cuartito solo, con una mesa y una silla donde no había ninguna cámara”.
Ricardo traga saliva y toma aire. Baja la mirada y los ojos se le nublan cuando se dispone a contar lo que sucedió después: “Me hablaban a gritos”, recuerda. “Me dijeron que yo ya había dicho delante del juez que ya no quería mi asilo, y que quería irme… Y es cierto. Pero no porque yo quisiera, sino porque ya estaba sofocado de estar encerrado. Nunca había estado encerrado en un lugar así, una celda con trece personas. Yo llegué frente al juez ahogado, y esa fue mi equivocación, que le dije que quería salir de ahí sí o sí, pensando que me iban a sacar inmediatamente. Pero no: ellos me tuvieron ahí largo tiempo y entonces yo recapacité. Mi mamá me consiguió un abogado público y él me instruyó por primera vez en mis derechos, en lo que yo podía hacer”.
“No firmes nada”. Ricardo recordaba las palabras de su madre, grabadas como un mantra, a raíz de la deportación de esta una década antes. “No firmes nada, Ricardito, que puede ser tu propia deportación”.
“Tienes que firmar, obligadamente”, recuerda Ricardo que le dijo un oficial rechoncho, menudo y pálido, flanqueado por un compañero larguirucho, de ojos verdes y pelo rubio.
“No, ustedes no pueden obligarme a firmar algo que yo no quiero”.
“Pero tú ya dijiste que querías marcharte”, le espetó el agente rollizo, levantando aún más la voz. ¡Te vas hoy mismo a Honduras!”
Frustrados, ambos agentes salieron de la sala de interrogatorios, dejando solo por un instante a Ricardo. Con el pulso acelerado, este pensó que tenía que llamar a su madre cuanto antes, para que esta avisara a su abogado.
No tardó en entrar una tercera agente de ICE, una mujer menuda, de mirada firme, pelo liso y voz suave. La agente portaba una carpeta con el historial de Ricardo, que incluía la transcripción de las minutas de su declaración al juez y la orden de expulsión dictada por este.
“Mira”, recuerda que le dijo. “Dijiste al juez que aceptabas tu deportación, y nosotros solo estamos haciendo nuestro trabajo”.
Catalina recibió la noticia como un mazazo. Se le derrumbaban no ya la tranquilidad de tener a su hijo fuera de peligro, sino su idea misma de Estados Unidos
Ricardo le contó que había respondido así por falta de información, presa del cansancio y la tensión, pero que luego había consultado con un abogado que le había ayudado a recurrir el auto de deportación. “Es más”, añadió, “si ustedes me permiten, yo puedo enseñarles el papel de mi apelación que ya aceptaron, para que ustedes lo miren”.
“Tú ya no puedes hacer nada”, recuerda que le respondió, antes de salir de la sala, dando paso a los dos agentes varones. Cuando estos volvieron a entrar, traían consigo un formulario I-205, u “autorización de expulsión/deportación”.
“Yo estaba sentado y ellos me agarraron y me pusieron el papel contra la pared”, contaba meses después Ricardo. “Yo no quería agarrar el papel ni mirarlos a ellos. Vino el chele [de piel clara] alto y me obligó a firmar por la fuerza. Le dije que no podía, que me iban a atacar en Honduras. Y él me decía: ‘Lo siento, mala suerte, tú vas a poder subir a América otra vez’. Yo les decía: ‘Cómo pueden decir eso… Usted no ha estado en mi país…”.
Ricardo detiene un instante su relato, para retomarlo con tono lúgubre, casi mecánico. “Me senté y entonces vino el chele y me tiraron una hojita suelta que yo no quise agarrar, hasta que me jalaron la camisa para meterme la hoja y me agarraron la mano y me dijeron que firmara. Yo no podía más: eran dos contra uno. Pusieron la hoja en una mesita que estaba ahí y me movieron el brazo. Yo ya firmé. Ya estaba decepcionado de la vida, pensando, ¿por qué están haciendo esto conmigo? Les dije: ‘Es una injusticia lo que están haciendo con uno’ y ellos me dijeron que no podían hacer nada. Me llevaron para mi celda”.
Todavía agitado, se apresuró a la sala de teléfonos, desde donde llamó a su madre. No pudo dar con ella. Probó con el móvil de su hermana, que le respondió desde el trabajo. “Dile a mami que me van a deportar”, alcanzó a decirle antes de que se cortara la llamada al agotársele el saldo de la tarjeta. Ricardo volvió a su celda, hincó la cabeza en la almohada y se dispuso a rezar. ¿Le habría oído su hermana? ¿Podría avisar a su madre, y esta al abogado, antes de que fuera demasiado tarde?
Catalina recibió el mensaje de su hija con incredulidad. “¡No puede ser!”, le respondió. “Si está ya apelado el caso”. Ante la insistencia de su hija, salió antes de lo previsto del trabajo para comprar otra tarjeta de prepago en el supermercado. Estaba cerrado. Para cuando logró recargar el saldo, desde otra tienda, era ya mucho más tarde de la hora a la que solían hablar. Llamará mañana, pensó.
Pero Ricardo ya no estaba en su celda. “En menos de una hora, me vinieron a sacar y me dijeron que ya iba deportado”, recordaba. Cuatro meses después de cruzar el Río Grande, se subía esposado a un avión, camino de Honduras. Lejos de paralizarla, el recurso de apelación había precipitado su deportación. “Desde ahí”, contaba ocho meses después, “mi vida se ha vuelto una pesadilla”.
Cuando llevaba una semana dando cobijo a Ricardo, el párroco recibió una carta que le amenazaba de muerte. ‘Te saluda, 18’, terminaba la nota manuscrita, con la estampa característica de la mara que llevaba dos años hostigando a Ricardo
Cuando Catalina no recibió la llamada de su hijo por segundo día consecutivo, empezó a temerse lo peor. “Fui corriendo a buscar al padre Juan”, cuenta. “Le dije que Ricardito no me había llamado desde hacía dos días y que eso era muy raro en él”. El párroco luterano consultó la base de datos de la prisión de Livingston y le dijo que estuviera tranquila. Ricardo seguía figurando en el registro de reclusos. Catalina volvió a la iglesia veinticuatro horas más tarde, todavía sin haber recibido noticias de su hijo. El asistente del padre Juan Carlos tenía peores noticias. “Lo han deportado”, le dijo al levantar la vista de la pantalla del ordenador. “¡Qué! ¡No me lo puedo creer!” respondió ella, dejándose caer sobre un sofá del despacho. “Déjeme usted que llame a su novia en Honduras”.
No descolgó la novia, sino el propio Ricardo, confirmando así los peores presagios de su madre. “¡Ay Ricardito! ¿Qué pasó?”, alcanzó a preguntarle. El joven le contó el forcejeo con los agentes de la policía migratoria, y que lo habían soltado en Tegucigalpa, con un billete de autobús a La Ceiba. “Yo, que padezco de depresión, casi me muero”, cuenta Catalina. “¿Cómo puede ser que lo trataran tan feo? Le dije que iba a hablar con el abogado, y que inmediatamente se tenía que ir de La Ceiba”.
Catalina recibió la noticia como un mazazo. Se le derrumbaban no ya la tranquilidad de tener a su hijo fuera de peligro, sino su idea misma de Estados Unidos. “Yo siempre estuve muy agradecida a este país por las oportunidades que me dio”, reflexiona en su apartamento del Bronx. “Fue muy injusto lo que hicieron con él. Todos merecemos una oportunidad. Él venía aquí para pedir asilo y de repente lo deportaron. Y digo yo: ¡Pero qué malos!”. Detiene un momento su relato, toma aire y se mesa unas frondosas trenzas negras. De sus ojos hundidos asoma una sonrisa cargada de esperanza: “Yo sé que ellos tienen hijos. Ojalá se pusieran en mi lugar. Nunca es tarde. Tengo fe en que mi hijo va a llegar y va a estar bien. Yo quisiera que cuando llegue coja terapia y Dios le dé otra oportunidad y sepa aprovecharla. Hay que echarle ganas a la vida”.
“Me enfadé mucho al recibir la noticia”, recuerda Matthew Nickson, el abogado de Ricardo. “La ley es clarísima: no se puede deportar a alguien que tiene un recurso pendiente en el Tribunal de Apelaciones de Inmigración, y él lo tenía. Lo que es una vergüenza es que lo deportaran dos días después de presentar la apelación”, añade, dando a entender que se trató de una represalia para evitar un recurso que tenía todos los visos de prosperar. “El gobierno estadounidense lo soltó en una zona de guerra, donde su vida corría verdadero peligro”. A partir de ese momento, Nickson puso en marcha una batalla legal de mucho mayor voltaje, con ramificaciones en varios juzgados estatales y federales. “Los hechos estaban de nuestra parte, así que no había demasiado que probar”, señala.
Ricardo había vuelto a su ciudad como salió de ella: con clandestina nocturnidad. Al llegar a La Ceiba, se escondió en casa de su novia, que se preocupó de no avisar a nadie de su regreso. “Sabía que si se enteraban los mareros podían venir a matarme”, recordaba ocho meses después. Su novia le llevaba comida a un cuarto en el sótano de la casa de sus padres, del que no salió en una semana. En una ciudad plagada de ‘informantes’, el sigilo resultó inútil.
Una mañana de domingo, Catalina estaba en una pescadería adyacente al parque de su barrio cuando sonó el teléfono. Era su hija.
“Má, me acaba de llamar por videollamada un marero”, le dijo. “Y yo no sé por qué pero nunca me habían llamado y se cortó…”
“¿Qué?” exclamó Catalina, precipitándose al exterior de la tienda para poder oír mejor a su hija. “¿No será que se dieron cuenta de que ya está por ahí Ricardito?”
“No creo”, respondió su hija. “Porque él no sale de donde la novia”.
Cinco minutos más tarde, volvió a sonar el teléfono. Se confirmaron sus peores presagios.
“Vinieron a buscarme, má”. Catalina nunca había oído a su hijo tan agitado. Su voz, normalmente sincopada y cansina, fluía a borbotones. “Vinieron a donde mi novia. No sé cómo, pero me encontraron… Ella estaba ahí y me golpearon muy feo. Creía que me iban a matar.”
Un puñado de pandilleros había irrumpido en casa de su novia, a la que empujaron contra una pared para abrirse paso. Agarraron a Ricardo por la pechera y lo sacaron en volandas a la calle. Lo llevaron a un local abandonado que usaban para sus reuniones. Una vez allí, lo abofetearon hasta que cayó al suelo polvoriento. No dejaron de pegarle patadas. Cuando Ricardo intentó incorporarse, un marero le atizó un rodillazo que le hizo saltar un diente. El último golpe, con la culata de un fusil, le partió el labio inferior. Antes de irse, uno de los pandilleros gritó a través del pañuelo que le cubría la boca. “No te queremos volver a ver. Si te encontramos en La Ceiba una vez más, te matamos”.
Catalina caminaba deprisa en círculos alrededor de los bancos del pequeño parque de Soundview, en el Bronx, mientras escuchaba el estremecedor relato de su hijo. Todavía goteaba el agua de la lluvia que resbalaba por las hojas de las tilas, sobre las que había caído una tormenta furibunda un par de horas antes. “¡Ay Dios mío! ¡Ay Dios mío!”, acertó a decir. Le pidió a Ricardo que se calmara y le dijo que volvería a llamarla en seguida. “Te tienes que ir de La Ceiba, Ricardito”, insistió. En cuanto colgó, llamó al padre Juan Carlos Ruiz, del Nuevo Movimiento Santuario. “¡Ya me lo van a matar padre!”, gritó al auricular del teléfono mientras remontaba a la carrera la calle Simpson, camino de su edificio de apartamentos. “Ellos no perdonan que uno salga de la mara. ¡Ayúdeme a salvarlo!”.
Esa misma noche, Ricardo durmió en una iglesia católica de un pueblo cercano a La Ceiba. Desde allí, tuvo varias conversaciones por teléfono y videoconferencia con el abogado Matthew Nickson, que preparaba la documentación para sus diversos recursos y reclamaciones judiciales. Nickson registró los abusos y agresiones que había sufrido tanto antes como después de que Estados Unidos lo deportara. “Nuestro objetivo”, cuenta el letrado, “era que Estados Unidos revirtiera la deportación ilegal, readmitiera a Ricardo inmediatamente y le permitiera seguir con su proceso de solicitud de asilo”.
“Yo andaba nerviosa todavía”, recuerda Catalina. Hubiera preferido llevarse a Ricardo lejos de La Ceiba, pero las prisas y la falta de recursos le habían obligado a alejarlo apenas un par de decenas de kilómetros. “Yo ya andaba trabajando solo dos días a la semana y no tenía dinero para llevarle más lejos. La pasaba orando y pidiendo a Dios para que nos dé fuerzas y no le hagan nada a Ricardito”. Cuando llevaba una semana dando cobijo a Ricardo, el párroco recibió una carta que le amenazaba de muerte. ‘Te saluda, 18’, terminaba la nota manuscrita, con la estampa característica de la mara que llevaba dos años hostigando a Ricardo. El sacerdote sabía que no tenía alternativa. Si no hacía caso, terminarían muertos tanto él como el joven refugiado en su sacristía. Le dio unos días para que encontrase otro refugio y se marchase. A su salida, el compungido cura le entregó a Ricardo un certificado que atestiguaba que había estado refugiado en su parroquia. Cerró la puerta con doble llave. Hacía tiempo que matar en Honduras salía muy barato.
Autor >
Álvaro Guzmán Bastida
Nacido en Pamplona en plenos Sanfermines, ha vivido en Barcelona, Londres, Misuri, Carolina del Norte, Macondo, Buenos Aires y, ahora, Nueva York. Dicen que estudió dos másteres, de Periodismo y Política, en Columbia, que trabajó en Al Jazeera, y que tiene los pies planos. Escribe sobre política, economía, cultura y movimientos sociales, pero en realidad, solo le importa el resultado de Osasuna el domingo.
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1 comentario(s)
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Llego tarde por andar de putas
Pues vaya un hilipoyas el "autor" ese.........de todas partes y de ninguna,...por esto no se ha enterado todavia que en USA hay quinientos millones de solicitantes de dolares........
Hace 7 años 2 meses
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