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El mundo académico trabajador

Una mayor conciencia de clase puede engendrar una reestructuración colectiva de la educación superior y erosionar el actual ecosistema de la universidad neoliberalizada, sometido a la precariedad y la explotación

Maximillian Alvarez (THE BAFFLER) 27/09/2017

<p>Doe Memorial Library, Universidad de Berkeley, Estados Unidos.</p>

Doe Memorial Library, Universidad de Berkeley, Estados Unidos.

Sharat Ganapati

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No tratamos a los estudiantes universitarios como si fueran trabajadores. No hacen horas. Pueden realizar y realizan sus investigaciones cuando quieren. El paquete financiero que reciben no depende en absoluto del número de horas que trabajan o de si sus experimentos son fallidos o tienen éxito. De hecho, como demuestran los registros, y si se nos permite dar nuestro testimonio, la mayoría de los experimentos son fallidos durante el aprendizaje de los estudiantes. ¿Qué empresa querría dar trabajo a personas cuyos experimentos fallan constantemente? (la cursiva es mía).

Mr. Zachary Fasman, asesor legal de la Universidad de Chicago ante el Consejo Nacional de Relaciones Laborales (NLRB, por sus siglas en inglés), Chicago, 18 de mayo de 2017.

No existe eso de la “vida del espíritu”. En el ámbito filosófico, en el práctico y en prácticamente todo lo que hay entre medias del concepto es un mito y uno potencialmente peligroso. Para que quede claro, no se trata necesariamente de una cuestión de esas facultades complejas, activas, que constituyen la experiencia viva del espíritu (facultades como pensar, desear o juzgar, que ocuparon la atención de Hannah Arendt cuando se propuso interrogar a la “vida del espíritu” a su brillante manera). Estoy hablando de la “vida del espíritu” en forma de síntesis, de idealización, de la vida académica (una vida dedicada en su mayor parte a pensar y a producir, interrogar y expandir el conocimiento hasta el infinito). Estoy hablando de una frase y un concepto que, como un globo de aire caliente, ha alcanzado cotas insostenibles cuanto más se ha llenado de las esperanzas y los prejuicios colectivos sobre lo que significa ser un académico.

Probablemente sea inevitable que esta representación no parezca más que sorda e interesada. En un clima nacional cargado de un antiintelectualismo despiadado y en un momento de tantos desafíos políticos en tantos ámbitos excepto en el académico, parece bastante desagradable que los académicos como yo lo interpreten como una señal de que deberíamos seguir hablando de nosotros (algo que, es cierto, nos encanta hacer). Pero, en este doble artículo que examina el lado laboral del mundo académico, espero que dos cosas queden claras.

En primer lugar, creo firmemente que, en nuestros momentos difíciles, cuando lo más fácil es ceder a la fatiga y a la impotencia porque hay demasiadas cosas que van mal en demasiados aspectos, es vital redoblar nuestro compromiso activo para mejorar nuestras esferas políticas cercanas y ocuparnos primero de nuestras bases en casa para luego expandirnos hacia afuera y formar vínculos esenciales de solidaridad y cooperación con las luchas que tienen lugar en otras partes. No es mi intención afirmar que los graves problemas que afectan al sistema laboral del mundo académico son más importantes que los de otros sectores, pero la realidad es esta: esto es lo que sé y esto es lo que soy. Por eso yo y muchos otros miembros del personal académico estamos desarrollando, por necesidad, a raíz de experiencias cada vez más numerosas de precariedad (económica, política, social, etc.), una mayor conciencia de clase que tiene el potencial de engendrar una reestructuración colectiva de la educación superior y, al mismo tiempo, una erosión de algunas de las barreras tradicionales que siempre han existido entre los trabajadores académicos y los demás trabajadores. Afirmo esto como resultado de una profunda convicción de que el mundo académico tiene un potencial humanista que todavía no se ha realizado, aunque aún merece la pena luchar por él. No obstante, más que nada, escribo por el amor y el compromiso que siento tanto hacia mis estudiantes como hacia mis compañeros de trabajo, y escribo por la rabia efervescente que me genera la explotación colectiva que sufrimos.

En segundo lugar, cuando se amontonan las pruebas reales de que la educación superior tal y como la conocemos es muy vulnerable a las amenazas internas y externas (sobre todo de la derecha radical, pero no solo), es tremendamente fácil cerrar filas, retornar al conservadurismo, aferrarse firmemente a lo que nos queda y animar a los demás a que agradezcan lo que tienen y no compliquen más las cosas de lo que ya están. Sin embargo, hacerlo es admitir la derrota y dar por buena la falaz idea de que el actual estado de la educación superior tiene que protegerse de las amenazas invasoras en lugar de reconocer que ese mismo estado es una de las mayores amenazas para el mundo académico en sí. Además, el actual estado de la educación superior afecta directamente a las mismas fuerzas sociales de fuera del mundo académico que están amenazando nuestras instituciones nacionales. Las facultades y universidades, en mi opinión, tienen una buena oportunidad y el deber de redefinir y reafirmar su valor indispensable dentro de la sociedad, al tiempo que deben reconocer cuáles son los límites de la definición de ese valor que se han utilizado en el pasado. Además, se debería asumir este reto afirmando que el vínculo entre el mundo académico y la sociedad es dúctil y frágil, ya que ambos, para bien o para mal, siempre han estado inmersos en ese proceso histórico bidireccional de influir en la sociedad y ser influido por ella.

El trabajo de aprender

Esto nos lleva al quid de la cuestión. En su colosal libro The Cultural Front, el historiador de la Universidad de Yale Michael Denning emprende la titánica tarea de desarrollar la idea que recoge en el subtítulo del libro y que él denomina “la obrerización de la cultura estadounidense en el siglo XX”. El término obrerización, como él mismo explica, posee diversos significados que se solapan entre sí. Denning cuenta la historia del Frente Popular en los EE.UU., bajo la forma de una amplia coalición política que se produjo durante la década de 1930, que unió a los comunistas con los socialistas y los liberales de centro para luchar contra el fascismo. Esta vasta alianza también permitió que el Partido Comunista y sus compañeros de viaje ejercieran un poder considerable sobre el desplazamiento hacia la izquierda del movimiento obrero, las políticas gubernamentales y la cultura popular.

Esta coalición política resultó ser efímera y más bien tóxica para la izquierda una vez que comenzó la Guerra Fría de verdad, pero Denning demuestra que los efectos de la “obrerización” del Frente Popular se prolongaron y diseminaron: la palabra misma penetró profundamente en la retórica popular (“partido obrero”, “movimiento obrero”, etc.); los estadounidenses de la clase trabajadora fueron ganando presencia en las industrias artísticas y culturales al tiempo que, en muchos casos, se convertían en el principal público de estas industrias. También se produjo, como describe Denning, una “nueva visibilidad del trabajo de producción cultural”, que desvió la atracción del público hacia la relación entre la cultura popular y el trabajo de los obreros culturales (artistas, músicos, escritores, etc.). “Finalmente”, afirma Denning, “la obrerización de la cultura estadounidense denota el nacimiento de una nueva cultura, un segundo renacimiento estadounidense, pero también una labor en el sentido del esfuerzo y la dificultad… El frente cultural fue una obrerización, una lucha inacabada por reelaborar la cultura estadounidense, con sus dudas, sus pausas, sus derrotas y sus fracasos”.

Agradezco poder plagiar aquí el análisis de Denning para hacer un llamamiento a “obrerizar el mundo académico”. También es cierto que, aunque de forma fragmentada, este proyecto colectivo ya ha comenzado a adquirir forma a lo largo de la última década más o menos, como parte del campo emergente que Jeff Williams ha bautizado como Estudios Críticos Universitarios. Dentro de este campo, han aparecido numerosos estudios que se han centrado en observar las cambiantes relaciones laborales de la educación superior, que incluyen en gran parte el drástico desplazamiento hacia la precarización del trabajo del personal docente (es decir, una mayor dependencia de “personal contingente”), la erosión de la capacidad de decisión de las facultades y la explosión de los aparatos administrativos universitarios. Asimismo, muchos de estos estudios han explorado el impacto que estas nuevas relaciones laborales causan en la subsistencia de los trabajadores universitarios, además de en la calidad de la educación que reciben los estudiantes. Pero entre toda esta grata explosión de análisis autorreflexivos sobre el mercado laboral del mundo académico, los académicos han prestado una menor atención a los otros sectores universitarios, que incluyen a los celadores, los conserjes y los limpiadores; ese pilar esencial del proyecto obrerizador, que debe seguir sacando a la luz las cambiantes condiciones materiales de nuestras instituciones universitarias y las condiciones laborales de la gente que las mantiene a flote.

Una obrerización del mundo académico debe tener como objetivo que sea fundamentalmente imposible disociar el conocimiento académico del oficio de producción del conocimiento

En realidad, el proyecto obrerizador debe en mi opinión transformarse en algo más amplio e integral. Una obrerización del mundo académico debe tener como objetivo que sea fundamentalmente imposible disociar el conocimiento académico del oficio de “producción del conocimiento”, que sea impensable que haya una distinción entre el lugar y la función del mundo académico en la sociedad y el funcionamiento y la conformación de las instituciones académicas en sí mismas. De hecho, estas relaciones son y serán siempre inseparables, aunque nuestro sistema actual haya permitido que sea posible pensar solo en una parte de esta simbiótica configuración sin pensar en la otra, y haya inculcado en las instituciones del conocimiento, aprendizaje y desarrollo social un modelo consumista que entiende el mundo académico únicamente en términos de “productos” mercantilizables. Por el contrario, un conocimiento obrerizado se alejaría de este concepto y reimaginaría en su conjunto este sistema que limita y dificulta los medios del trabajo académico y cuya finalidad únicamente se establece en función de un sistema impuesto que se basa solo en el valor de mercado. 

En cada etapa de la larga evolución histórica de la moderna universidad neoliberal, y en cada una de sus manifestaciones locales, la estructura, el espíritu y la función social de las instituciones universitarias siempre han desempeñado un papel importante a la hora de configurar las vidas de los académicos y establecer las características principales del conocimiento académico mismo (como por ejemplo el estilo, los objetivos, las convenciones, los límites y la accesibilidad). Es más fácil verlo cuando observamos lo que sucedía fuera de nuestro tiempo y lugar, como por ejemplo en el característico modelo universitario soviético, en el que cada aspecto de la actividad académica debía alinearse con la filosofía y las prerrogativas de la ingeniería social del socialismo estatal, o las universidades europeas de la temprana Edad Media, cuyos patronos eran enviados papales y debían, por tanto, no solo conservar la forma concertada de humanismo, sino que además debían comportarse estrictamente de acuerdo con su posición social.

Realmente sería el colmo de la arrogancia miope pensar que las cercanas y recíprocamente constituyentes relaciones entre las instituciones académicas, la vida académica, el conocimiento académico y el lugar del mundo académico dentro de una determinada configuración social no tienen el mismo poder para influir sobre todo lo que hacemos hoy en día dentro del moderno sistema neoliberal de la universidad. Es decir, sería fácil pensar que el conocimiento académico que producimos, enseñamos y hacemos circular hoy en día adopta la única forma posible y cumple la única función posible que existe. También es igualmente seductor (y profundamente engañoso) pensar que nuestros campos académicos tendrían la misma apariencia incluso si nuestras universidades e industrias editoriales estuvieran estructuradas de manera diferente. Una obrerización del mundo académico tendría que adoptar como objetivo último representar lo más estrechamente posible la belleza, y en ocasiones la brutalidad, de los ecosistemas del conocimiento humano, al mismo tiempo que ratifica que cualquier conocimiento que se produce siempre lleva el sello de las condiciones en que se genera.

Asimismo, para continuar con esta línea de entender el pensamiento mismo como un ecosistema, el hecho de concebir la naturaleza del trabajo académico como una especie monástica que se dedica a la “vida del espíritu” es una ficción moderna muy perjudicial. En su versión contemporánea, esta concepción no solo perpetúa el (sobre)privilegio del trabajo mental sobre las demás formas de trabajo, sino que también sirve para ocultar el trabajo académico en sí. El mito de la vida del espíritu solo permite apreciar una visión limitada y anticuada de la profesión de académico como un pensador profundo, cartesiano, sentado en un sillón, y de los logros académicos profesionales como “productos finalizados” (artículos, monográficos, títulos, patentes, medicinas, “descubrimientos”, etc.). Lo que queda oculto es el complejo y laborioso ecosistema que no solo “produce” un trabajo académico, sino que es el trabajo académico mismo. Este es un ecosistema en el cual los nuevos conocimientos, estudios, argumentos, avances tecnológicos, enseñanzas y relaciones impactantes, etc. no se pueden disociar de las mentes y cuerpos que trabajan, de los interminables dolores de cabeza burocráticos, de la fatiga, el hambre, la ansiedad, la depresión, etc., que el propio entorno de trabajo mitiga o acentúa en base a las desiguales disposiciones de poder relacionadas con el sexo, la raza, la edad, la clase, las habilidades físicas, etc. Este es un ecosistema en el que la casi feudal división del trabajo subvenciona el pensamiento de una minoría privilegiada mediante la explotación de asistentes y adjuntos cuya carga de trabajo más que frecuente incluye tener cuatro clases cada semestre en múltiples campus sin ningún tipo de prestaciones sanitarias. Este es un ecosistema en el que los espacios de pensamiento se mantienen limpios gracias al trabajo de los celadores que realizan su trabajo de noche, mientras que algunos nuevos y glamurosos edificios se equipan a través de complejos y turbios flujos de inversión de capital, donaciones privadas, patrocinios empresariales, financiación militar, etc. Y todo esto sin mencionar, cómo no, la encerrona del abusivo sistema de créditos estudiantiles que afecta a toda una generación. En los ámbitos de reconocimiento profesional más elevados, aunque todavía excesivamente precarios, el mundo académico cultiva el prestigio intelectual y el avance profesional mediante un sistema de publicaciones aceleradas que, al mismo tiempo, tiene la función de limitar el acceso generalizado a gran parte del conocimiento académico al esconderse tras un sistema institucional de acceso previo pago. Una obrerización del mundo académico confirmaría que solo se podría comenzar a hablar de una “vida del espíritu” en el sentido de un ecosistema de trabajo colectivo que de vida al espíritu.

Qué desperdicio

En la segunda parte de este artículo, exploraré de forma más precisa la forma que podría adoptar una obrerización del mundo académico. En su papel de puente entre esta exploración y el fundamento conceptual establecido anteriormente, merece la pena observar el caso representativo de los alumnos de posgrado en el actual ecosistema de la universidad neoliberalizada.

Hace quince años, en la publicación primaveral de 2002 de la revista Social Text, Marc Bousquet publicó lo que, hasta la fecha, es probablemente la crítica más fiel y cáustica del sistema laboral académico y el uso auténticamente terrible que hace de los estudiantes de posgrado. (Para seguir con el ejemplo de Bousquet, realizaré un esfuerzo consciente de ahora en adelante por referirme a los estudiantes de posgrado como “empleados de posgrado” o “trabajadores de posgrado”, y animaría a los demás a que hicieran lo mismo, porque eso es lo que somos). Ese artículo, Los residuos de la escuela de posgrado, sentó las bases para el impresionante e influyente libro que publicó Bousquet en 2008: Cómo funciona la universidad: educación superior y el país de los bajos salarios. Por dos razones diferentes, el artículo de Bousquet me ha venido a la memoria últimamente.

Hace poco finalicé un período de dos años ocupado como Representante de los Estudiantes de Posgrado en el consejo consultivo de la Asociación Americana de Literatura Comparada (ACLA, por sus siglas en inglés). Como consecuencia de este rol, además de ser un trabajador de posgrado y de trabajar con trabajadores de posgrado de todo el país, me he enfrentado a menudo con el infame sistema que Bousquet describe con tanta clarividencia. Mis aspiraciones y creencias académicas profesionales sobre el verdadero objetivo de la “formación” de posgrado chocaron violentamente con la frustración y la desgracia de tantos otros empleados de posgrado que, como yo, están atrapados en un sistema brutalmente deshonesto.

Como indicaba Bousquet en su ensayo, este sistema asegura estarnos preparando para la siguiente etapa de nuestra carrera profesional, cuando en realidad los directivos que se benefician saben perfectamente bien que: 1) nuestro propósito principal como empleados de posgrado es proporcionar mano de obra barata para la enseñanza y la investigación mientras duren nuestros programas (lo que ayuda a contener los salarios del resto del personal docente); y que 2) cuando acabemos, la gran mayoría de nosotros nunca conseguirá el trabajo para el que nos estamos formando porque estos trabajos sencillamente no existen, y en su lugar, seremos expulsados o acabaremos siendo carne de cañón. A esto se refiere Bousquet cuando llama a los trabajadores de posgrado “el residuo” del mundo académico; la verdadera y principal función de los trabajadores de posgrado en el actual sistema universitario es suministrar mano de obra barata bajo la guisa de “formación” profesional, período tras el cual el sistema necesita librarse de nosotros. Cuando estemos listos para continuar con la siguiente fase de nuestra trayectoria profesional, la mayoría de nosotros habremos dejado de tener utilidad alguna para el sistema.

la verdadera y principal función de los trabajadores de posgrado en el actual sistema universitario es suministrar mano de obra barata bajo la guisa de “formación” profesional, período tras el cual el sistema necesita librarse de nosotros

El argumento de Bousquet ha demostrado su dolorosa relevancia el año pasado, cuando se produjeron las negociaciones colectivas de mi sindicato de posgrado así como las luchas de los trabajadores de posgrado de todo el país cuyas universidades, en lugar de garantizar los derechos colectivos de los trabajadores, han gastado cientos de horas y millones de dólares en cuestionar esos derechos delante del Consejo Nacional de Relaciones Laborales (NLRB, por sus siglas en inglés). La esperanza más que evidente de nuestros jefes es que un Estado enemigo de los trabajadores nos despoje sistemáticamente de nuestros derechos como obreros. La expectativa de estas universidades es que los nuevos nombramientos de Trump en el NLRB den comienzo a una nueva era de acoso hacia los trabajadores de posgrado y hacia las organizaciones de trabajadores en general. Como resultado, están cuestionando el fallo judicial de 2016 con la esperanza más que transparente de que, con el tiempo, el NLRB hará el trabajo sucio por ellos y dará marcha atrás en la protección laboral del trabajador de posgrado.

Tomemos por ejemplo la reciente batalla legal de la Universidad de Chicago contra su propio sindicato de trabajadores de posgrado que tuvo lugar durante una serie de audiencias frente al NLRB. Sobre todo, lo que evidenciaron estas audiencias es una muestra desconcertante de mala fe por parte de la Universidad, cuyos asesores legales intentaron por todos los medios minusvalorar el estatus laboral de sus empleados de posgrado en su propia cara. Todo esto, argumentaba la universidad, era para “proteger” a los trabajadores de posgrado y preservar la “comunidad” universitaria. Porque nada une más a una comunidad que negar los derechos de sus trabajadores.

El asunto es este: los argumentos que hizo el asesor legal de la Universidad de Chicago, por paternalistas y exasperantes que fueran, siguen una lógica tristemente consistente con el modus operandi de la industria universitaria. Es sencillo considerar una defensa tan falsa por lo que parece en primera instancia: una mentira. Al consultar los registros del acta, el Sr. Zachary Fasman, representante legal de la universidad, da la impresión de contorsionarse para evitar reconocer el trabajo que realizan los empleados de posgrado. Sus argumentos están empapados del cinismo de los bien pagados y queda bastante claro que sabe muy bien los métodos falsos y tramposos que utiliza. Se trata, en todos los sentidos, del equivalente actual de la agencia de represión antisindical Pinkerton, solo que menos violenta, mejor pagada y mejor vestida.

Aun así, consideremos por un instante que los retenes de Fasman en esta prestigiosa universidad (que también es mi alma máter) le hubieran enviado al NLRB a repetir como un loro lo que están convencidos de que es la verdad absoluta. Poco importa la insoportable ceguera hacia la rigurosa necesidad de repetir los experimentos científicos. Cuando Fasman sostuvo de manera risible (y sí que se oyó una gran risa entre la audiencia) que los profesores asistentes del laboratorio no podrían ser considerados trabajadores porque “la mayoría de sus experimentos son fallidos”, estaba arguyendo según la lógica de un ecosistema universitario totalmente mercantilizado que solo ve el aspecto económico y productivo del conocimiento académico.

Nosotros trabajamos

La lógica de este coto corporativo se abre también hacia algunas de las cuestiones más cruciales de la obrerización del mundo académico en general y la prolongada lucha por los derechos de los trabajadores de posgrado en particular, asuntos de los cuales me ocuparé en profundidad en esta segunda parte: dentro del mundo académico, ¿qué es, o más bien que cuenta como, trabajo? ¿Qué instrumento se puede utilizar para definir al “trabajo” en este contexto? ¿Qué es lo que eso nos dice de la configuración específica del sistema académico, así como del lugar del mundo académico en nuestra sociedad de forma más general? ¿Qué oportunidades proporciona esta situación para que los trabajadores académicos establezcan vínculos de identidad con otros trabajadores?

En 2004, el NLRB dictaminó que los trabajadores de posgrado de las universidades privadas no tenían el derecho a sindicarse porque, como afirmaba la resolución, los empleados de posgrado “son ante todo estudiantes y la relación que tienen con su universidad es ante todo educativa y no económica”. Aun así, en 2016, en lo que supuso una decisión emblemática, el consejo revocó su postura de 2004 y afirmó en su informe que “el consejo dispone de la autoridad legal para tratar a los asistentes como empleados reglamentarios, cuando realizan un trabajo, bajo la dirección de la universidad, por el que se les compensa. La cobertura legal se permite entonces en virtud de una relación laboral, que no queda excluida por la existencia de alguna otra relación adicional que la Ley no cubre” (énfasis añadido). Por tanto, en palabras llanas, la sentencia de 2004 consideró que los trabajadores de posgrado no son empleados porque la naturaleza de la relación que tienen con la universidad que les paga es ante todo educativa, pero, al contrario, la resolución de 2016 consideró que no importa que los trabajadores de posgrado sean también estudiantes porque sigue existiendo “una relación laboral con su universidad de acuerdo con el test de jurisprudencia”: una relación no anula la otra.

El test de jurisprudencia, que también utilizan otras agencias como la hacienda estadounidense, sirve para determinar si existe una relación laboral entre las partes, y se refiere al derecho de un empleador a controlar el proceso de trabajo, es decir, decirle al empleado qué hacer, cómo, cuándo y dónde hacerlo. De acuerdo con este test, existe claramente una relación laboral entre las universidades y los trabajadores de posgrado, cuyas horas de docencia, de investigación, etc. están sujetas a unas condiciones y requisitos específicos. Sin embargo, parece claro que en su último intento por anular la actual política del NLRB, instituciones como la Universidad de Chicago han tomado una nueva dirección: su nuevo argumento es que lo que hacen los trabajadores de posgrado no es trabajo en absoluto.

La cuestión sobre lo que cuenta como trabajo en una economía capitalista siempre ha estado cargada de tensión, ya que esta categoría es mucho más inestable de lo que podría parecer a los mortales que intentamos vivir nuestra vida, trabajando si se puede. Incluso en los campos especializados como los Estudios Laborales, esta categoría puede darse por sentada hasta el punto de que las fuerzas que conservan en su sitio la definición de trabajo pueden acabar esfumándose. Esto no supone necesariamente un ataque como tal a los Estudios Laborales, puesto que sin duda es un campo muy necesario y seguramente el mejor lugar donde acudir si se quiere comenzar a analizar las dinámicas sociales, económicas y culturales del trabajo (junto con, ya se sabe, Marx).

Aun así, cuando se trata de precisar lo que constituye trabajo, algunos factores se dan por sentado en relación con las actividades y las formas de empleo autorizadas. Estos factores efectivamente otorgan (o retiran) el estatus de “trabajador” a aquellos que reciben un salario o son capaces de ganarse el sustento mediante las tareas (mentales o físicas) que llevan a cabo. Probablemente la impugnación más radical del asentado carácter de estos factores, y de su capacidad para definir el trabajo, la hicieran las pensadoras y activistas feministas del siglo XX, que utilizaron categorías como “trabajo doméstico” y trabajo del cuidado (maternal, emocional, etc.) como un punto de partida para acabar con las estructuras históricas de poder (patriarcal) que han dado forma a nuestra visión compartida de lo que realmente cuenta como “trabajo” y lo que no.

Estas críticas feministas también expusieron los suplementos necesarios del trabajo “productivo”, valorado en términos económicos, que en un ecosistema laboral capitalista no puede sobrevivir por sí solo. (Por ejemplo, sin el “trabajo doméstico” no puede existir un “trabajo real”). La situación de los trabajadores de posgrado ofrece un punto de partida similar. Una de las consideraciones que conforma ineludiblemente el intento por calibrar la verdadera naturaleza del trabajo y su justa remuneración es que definir el “trabajo” en base a ese sistema también es algo que está relacionado con la cuestión de la creación de valor. En algún momento, numerosas actividades (desde juguetear con ordenadores en el garaje hasta subir videos a YouTube) han pasado a ser legítimamente entendidas como algo diferente del “trabajo”. Sin embargo, atravesar el umbral de la producción remunerada puede suceder de forma muy rápida, como atestigua la proliferación de Youtubers. Incluso si la actividad mental o física no cambia, la actividad se puede convertir de repente en trabajo, en “un empleo”, tan pronto como se pueda monetizar.

las universidades han dejado claro que están más que dispuestas a reconocer y absorber la plusvalía del trabajo de los empleados de posgrado siempre y cuando le convenga a sus prerrogativas de estilo corporativo, pero no lo harán si significa reconocer sus derechos

En este sentido, las universidades ya se han delatado. De más de una forma diferente, las universidades han dejado claro que están más que dispuestas a reconocer y absorber la plusvalía del trabajo de los empleados de posgrado siempre y cuando le convenga a sus prerrogativas de estilo corporativo, pero no lo harán si significa reconocer los derechos en sí de los trabajadores de posgrado. Aunque es precisamente esta cuestión del valor la que proporciona una buena oportunidad para que se movilicen los trabajadores de posgrado. “Al fin y al cabo, la universidad de excelencia”, escribió Chris Lehmann en 1977, “es una universidad de costes laborales optimizados, en la que la tradicional rotación de profesores a través de la jubilación o el fallecimiento está siendo tomada en todos los campus del país como una oportunidad para sencillamente abolir las cátedras y transferir las funciones docentes hacia los instructores de posgrado y los profesores adjuntos, que a menudo reciben estipendios por semestre que no alcanzan casi las cuatro cifras por un trabajo que con frecuencia es más que a tiempo completo”. Las universidades han hablado oficialmente en las audiencias del NLRB y han afirmado que esta creciente dependencia en el trabajo de los empleados de posgrado está comprendida dentro de la “formación profesional” que ofrecen como parte de sus programas educativos de posgrado; pero las universidades dependen del valor que genera para ellos el trabajo de los empleados de posgrado más de lo que están dispuestos a admitir en público.

Si, como afirman las universidades, las horas docentes y la investigación de los trabajadores de posgrado no cuentan como trabajo porque su naturaleza es educativa, o porque las actividades llevadas a cabo no merecen la calificación de “trabajo”, entonces ha llegado la hora de destapar su farol. Si comparamos el acelerado ritmo al cual las universidades están aceptando y produciendo “estudiantes” de máster y doctorado con el abismal ritmo al que colocan a los graduados en el tipo de trabajo para el que se supone que están siendo formados, se podría llegar a la conclusión de que las universidades deben ser malísimas a la hora de cumplir esta misión estipulada, o también se podría llegar a la conclusión menos evidente, aunque más dolorosa, de Marc Bousquet:

La mayoría de las escuelas de posgrado admiten estudiantes para atender necesidades laborales específicas. Una de las funciones principales de los programas de posgrado es fomentar la flexibilidad, presentando siempre la cantidad justa de trabajo, justo a tiempo…El sistema laboral académico genera doctores, pero no les dan mucho uso… El sistema produce doctores en gran parte al igual que el motor de un coche produce calor: una minúscula parte se recicla para utilizarse en el interior del coche, pero la gran mayoría no es más que un residuo de energía que el sistema necesita eliminar urgentemente.

El sistema laboral académico no necesita personas que ya han obtenido sus doctorados, pero se ha vuelto adicto a ello y, lo que es más importante, se mantiene gracias al trabajo barato que proporcionan las personas que están cursando sus estudios. La manera más rápida de hacer que las universidades y los observadores externos admitan las labores que los trabajadores de posgrado hacen como trabajo, y de apreciar cuánto depende el ecosistema productivo de conocimiento académico y de acumulación de capital de este acuerdo laboral, es demostrar colectivamente qué jodido estaría el sistema si se suspendiera el “no trabajo” de los empleados de posgrado.

Una obrerización del mundo académico es, por tanto, también una política de trabajo. Destacar la relación entre el conocimiento académico y las maneras que tiene el actual sistema académico de atribuir y absorber valor, nos permite acceder a la esfera de la elaboración de estrategias políticas. Y una vez que hayamos desarrollado estrategias fiables para adquirir poder de influencia y reelaborar el sistema de educación superior, la largamente alabada promesa de la investigación académica podrá finalmente realizar su auténtico potencial.

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Este texto está publicado en The Baffler.

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Autor >

Maximillian Alvarez (THE BAFFLER)

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