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CONTROVERSIAS CTXT

La libre expresión en la universidad en tiempos de miedo y rabia

El debate sobre la crítica en las facultades llegará pronto a España, como otras tendencias globales. En Reino Unido y EE.UU. se han cancelado cursos y conferencias porque alguien en el campus los consideraba ofensivos

Héctor Fouce 20/07/2016

<p>Entrada de Hardvard.</p>

Entrada de Hardvard.

João Trindade/Flicker

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Pablo Iglesias se permitió ironizar sobre la relación de los periodistas con Podemos en la presentación de un libro de Carlos Fernández Liria, lo que generó una (exagerada) protesta de los informadores. En su defensa, Iglesias explicó que “esto es un espacio académico, no una rueda de prensa”. Asumía, por tanto, que la universidad es el espacio natural para la crítica, un entorno en el que los asuntos pueden ser abordados de frente por muy polémicos que puedan ser. Un espacio gobernado por la navaja de Ockham y no por la sutileza diplomática de las relaciones públicas.

Esos mismos días circulaba por la red la enésima parodia de la escena de la película El Hundimiento, en la que Hitler es informado de que la guerra está perdida. El referéndum catalán, el Real Madrid, las becas Erasmus… ya habían sido motivo de burla usando este escena. En esta ocasión la indignación del Führer se produce cuando es informado de que para pedir los proyectos de investigación universitaria había que volver a redactar el curriculum en un nuevo formato. Una situación que buena parte de los profesores universitarios del país acababan de vivir, puesto que el plazo de presentación de proyecto acababa de cerrarse. Cuando mi grupo de investigación hizo circular la parodia en sus redes sociales, un par de compañeros de facultad consideraron que “era demasiado fuerte” usar a Hitler para criticar un asunto tan cotidiano.

Estas dos situaciones no estarían conectadas si no ampliamos el contexto a la situación de las universidades en el mundo occidental en general. El debate sobre la libertad de expresión y crítica en las facultades puede que no esté en primer plano todavía en España, pero llegará como llegan (con retraso) las tendencias globales a nuestra universidad. En Reino Unido y Estados Unidos estas controversias no son meros debates: se han cancelado cursos y prohibido conferencias debido a que alguien en el campus consideraba ofensivos los planteamientos. El asunto tiene el peso suficiente para que el Sunday Times le dedicase su portada. Sobre la foto de una boca sellada con esparadrapo rojo, el titular decía “Amordazados. Cómo las universidades británicas están machacando la libertad de expresión”. La necesidad de garantizar que las universidades son espacios para el debate y el disenso es una de las tareas que afronta la nueva ministra de Educación, Justine Greening.

En esta ocasión la censura no es ejercida en nombre de la moralidad conservadora o de las buenas costumbres, sino que viene impulsada por grupos feministas, activistas transgénero y las mismas organizaciones estudiantiles. La diana de su ira han sido figuras del feminismo como Germaine Greer o Julie Bindel, activistas por los derechos de los gais como Peter Tatchell o la comediante feminista Kate Smurthwaite, cuya actuación en Goldsmith College fue cancelada después de unas declaraciones en las que defendía que se detenga a los clientes de las prostitutas. Bindel declaró que no cree que los transexuales sean auténticas mujeres, idea compartida públicamente por Greer. Además, buena parte de ellos firmaron una carta en The Independent en la que denunciaban el clima de censura que se ha adueñado de las universidades en los últimos meses, lo que terminó de señalarlos ante los ojos de sus adversarios. El cómico Chris Rock declaró que dejaba de actuar en las universidades porque son “demasiado conservadoras. Su principal preocupación es no ofender nunca a nadie”. 

Otro grupo de profesores, comandados por el sociólogo Frank Furedi, ha escrito otra carta denunciado ese mismo clima de censura. “Una sociedad abierta y democrática requiere de gente que tenga el coraje de discutir ideas con las que no están de acuerdo o que incluso encuentran ofensivas”. En esta ocasión, la espoleta para su indignación fue la propuesta de uno de los colleges de la Universidad de Oxford de retirar la estatua de su antiguo alumno y benefactor Cecil Rhodes, uno de los inspiradores del apartheid en Sudáfrica.

Triunfo y derrota de los liberales

Para satisfacción de los críticos conservadores, parece que el problema de la censura ha experimentado un radical giro político. Ahora son los liberales de toda la vida los que se enfrentan a unos estudiantes radicalizados que, por ejemplo, exigen que en un debate sobre el aborto no estén presentes personas sin útero o que discuten que un transexual tiene una experiencia de la discriminación diferente por el hecho de no haber nacido mujer, el argumento que hizo que la Universidad de Cardiff prohibiese la conferencia de Germaine Greer. 

El actual conflicto nace de una radicalización de las políticas de “no platform” que muchas universidades y organizaciones han mantenido desde los años 70: el objetivo, en su origen, era evitar convertirse en una plataforma desde la que se pudiesen lanzar mensajes racistas. Se trataba de aislar, fundamentalmente, al ultraderechista National Front que en aquellos años experimentaba un notable crecimiento. Pero la lista de temas delicados y de posibles sensibilidades ofendidas ha ido aumentando desde ahora. Los estudiantes parecen demandar que no se mencionen temas que les puedan resultar ofensivos o dolorosos o molestos, lo que sin duda hace que la universidad sea un espacio tan seguro que se condena a sí misma a la insipidez.

La profesora de derecho Jeannie Suk ha denunciado en The New Yorker que sus estudiantes de Harvard exigen ser avisados con antelación si se van a tratar temas que puedan ser traumáticos, como los relacionados con las violaciones. “Imagina a un estudiante de Medicina especializándose en cirugía pero que tiene miedo a angustiarse si ve o toca la sangre. ¿Qué deberían hacer sus instructores? Ese mismo problema es el que enfrentamos los profesores de Derecho al tratar las leyes sobre violaciones”

Como Suk expresa en su artículo, instaurar cursos específicos sobre la violencia sexual (un problema de enormes proporciones en los campus norteamericanos) fue una demanda histórica del feminismo. Ahora, “las asociaciones de estudiantes que representan los intereses de las mujeres avisan de manera rutinaria de que no se deben sentir presionadas para asistir a las clases dedicadas a la violencia sexual si sienten que pueden ser traumáticas para ellas”. De este modo, abrir un debate en clase, pedir a un estudiante que argumente desde cualquiera de los puntos de vista o desafiar los puntos de vista de los alumnos “se hace tan difícil que los profesores están dejando de lado estos temas”. La reacción estudiantil ante la complejidad, la injusticia y la violencia del mundo es encerrarse en el cascarón y convertir la universidad en un espacio en el que nunca nadie va a desafiar sus puntos de vista. ¿Cómo se van a comportar esos estudiantes cuando se conviertan en abogados? ¿Van a rechazar todo caso que incluya episodios que les puedan resultar angustiosos o estresantes? Al fin y al cabo, el derecho sólo es invocado cuando hay conflictos, de modo que podemos estar ante la paradoja de que los abogados formados en las universidades más prestigiosas no estén en condiciones de afrontar casos reales. 

Algunas universidades británicas exigen que los ponentes invitados no sean nunca altamente polémicos. “¿Desde cuándo se preocupan los estudiantes por un poco de controversia?”, se pregunta Rod Liddle en The Sunday Times.  Son muchos los críticos que atribuyen este clima de paranoia a un resurgimiento de la corrección política que nació a mediados de los 80. Greg Lukianoff y Jonathan Haidt, en un muy citado artículo en The Atlantic, discuten esa idea. “La corrección política buscaba restringir el discurso (especialmente el discurso del odio dirigido hacia grupos marginados), pero también era un desafío a los cánones literarios, filosóficos e históricos, buscaba incluir perspectivas más abiertas. Pero el movimiento contemporáneo es básicamente sobre el bienestar emocional”.

Un mundo de seguridades

¿Qué está pasando para que las universidades, criticadas siempre por ser el refugio de las ideas más radicales, enfrenten esta ola de censura y rechacen toda polémica? Buena parte de los analistas están de acuerdo en que es un problema generacional: los estudiantes que llegan ahora a los campus son millennials, educados por unos padres angustiados que han transmitido el mensaje de que “la vida es peligrosa, pero los adultos harán todo lo que puedan para protegerte del dolor”, explican Lukianoff y Haidt. Los niños ya no caminan solos por la calle, sino que van a parques llenos de columpios que han pasado las últimas revisiones de seguridad; pasan la vida rodeados de adultos que los protegen, lo que les impide aprender a solucionar conflictos sin ayuda de estos o desarrollar su independencia. “Las facultades están llenas de chavales cuyos puntos de vista nunca han sido desafiados”, explica la profesora Julie Bindel. Esta generación es también la primera que sufre lo que John Carlin ha llamado “presión conformista” de las redes sociales: decir lo que uno piensa puede ser peligroso, munición en manos de rivales o adversarios, así que mejor no exponerse demasiado. Eso también lo han aprendido los profesores: hay que tener cuidado con lo que se dice en clase, ya que una metedura de pata o una salida de tono pueden colonizar las redes y hacerse viral en un instante, y nadie va a equilibrar esa anécdota con los largos años de coherencia política o con una extensa y rigurosa producción de artículos. ”Las redes sociales han cambiado radicalmente el equilibrio de poder entre estudiantes y profesores; estos cada vez tienen más miedo de lo que los estudiantes pueden hacer con su reputación y sus carreras impulsando campañas contra ellos en la red”, explican Lukianoff y Haidt

Para Lukianoff y Haidt, esta obsesión de mantener los campus limpios de ideas, palabras y temas que pueden ser incómodos o causar ofensa no sólo es desastrosa para la educación, sino para la salud mental de quienes viven y trabajan en las universidades. Su artículo se titula ‘Malcriando las mentes americanas’, y el centro de su ataque es el uso de anuncios explícitos (trigger warnings) que las universidades piden hacer a sus profesores cuando van a tratar temas polémicos. No es sólo que la discusión racional, el disenso o el inconformismo sean amenazados, sino que estos avisos naturalizan una manera de pensar patológica, que ellos definen como “razonamiento emocional”. Este se basa en asumir que tus emociones reflejan, necesariamente, cómo son las cosas. “Yo siento esto, de modo que es verdad. De este modo, definir las palabras de alguien como ofensivas no es solo la expresión de un sentimiento subjetivo, sino una acusación pública de que el interlocutor ha hecho algo objetivamente malo”.

Todo este clima enrarecido se ha intensificado a la sombra de las regulaciones del Gobierno británico contra el extremismo islámico. Muchos profesores sienten que la obligación de reportar a las autoridades si tienen alumnos con visiones radicales del islam, aunque no sean violentas, les obliga a espiar a sus estudiantes y mina su credibilidad en el aula, expulsa del sistema educativo a esos estudiantes que precisamente se quiere vigilar y limita la posibilidad de introducir temas polémicos en el aula. Las universidades, a decir de Timothy Garton-Ash, están atrapadas entre esas regulaciones que llegan desde arriba y la presión de los estudiantes desde abajo.

Los administradores de 24 universidades británicas escribieron una carta en The Times explicando que la aprobación de la Counter-Terrorism and Security Bill  amenazaba a las universidades, que deberían ser lugares donde “las peores ideas pueden ser expresadas y debatidas sin miedo a las consecuencias”. Algunas voces se han alzado contra la tibieza que esas mismas universidades expresan en sus relaciones con los radicales islámicos. Desde The Guardian, Nick Cohen criticaba el doble rasero de las universidades a la hora de defender la libertad de expresión: “Si tus ideas pueden ser caricaturizadas como de derechas o con prejuicios, vas a meterte en líos… Pero no veo esa misma tensión contra el fanatismo religioso. Hay grupos que denuncian que el fundamentalismo religioso es una amenaza tan grande para las minorías étnicas como lo son el racismo o la injusticia social: pocos en el campus quieren oír esa opinión.  Si describes el islamismo radical como un movimiento de la derecha religiosa, escucharás gruñidos de desaprobación en la mayoría de los campus”.

Garton-Ash, que acaba de presentar su libro Free Speech: Ten Principles for a Connected World, pide limitar los vetos cuando estos simplemente remitan a “un grupo de estudiantes diciendo que otro grupo de estudiantes no puede escuchar a alguien a quien quieren escuchar”. En esta línea, ha defendido que la Universidad de Oxford invitase a  Marine Le Pen a exponer sus puntos de vista. “Le Pen tiene más posibilidades de ser cuestionada aquí que en Francia… La forma de relacionarse con ella (y con Donald Trump o el British National Party) es desafiándolos con la libre expresión” 

Las propias organizaciones estudiantiles están lejos del consenso a la hora de definir sus posiciones en esta controversia. La reciente elección de Malia Bouattia, mujer, musulmana y negra, como presidenta de la Unión de Estudiantes, una organización con mucho peso en el gobierno de los campus británicos, fue polémica. Se la acusó de antisemita tras escribir que los medios de comunicación liderados por sionistas están oprimiendo al sur global, y de simpatizar con el terrorismo islámico por oponerse a una declaración de condena al ISIS: “Me opuse a la manera de expresarlo, no al contenido. El lenguaje usado daba a entender que condenábamos a todos los musulmanes, no sólo a los terroristas. Una vez que se reescribió, propuse y apoyé la propuesta”. En cuanto fue elegida, diversas universidades amenazaron con abandonar la Unión, entre ellas Oxford y Cambridge. Aunque al final todas decidieron no hacerlo, la reacción fue aclamada desde las portadas de  buena parte de la prensa británica más conservadora.

Viejos frentes, nuevas teorías

Este tipo de conflictos en el lado de los liberales no parece formar parte del panorama intelectual de las universidades españolas por el momento. Los conflictos en torno a la libertad de expresión y el lugar del feminismo que aparecen en el ojo del huracán en Reino Unido y Estados Unidos tienen aquí viejos frentes, como puso de manifiesto la sentencia que condenó a las autoras de la ocupación de la capilla de la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense. Progresistas frente a conservadores, feministas contra machistas y homófobos, laicos contra religiosos. 

No deja de resultar paradójico que estas nuevas amenazas a la libertad de expresión nazcan del triunfo de un argumento teórico que inspiró buena parte de las teorías transformadoras sobre política y sociedad de las últimas décadas. Frente a la vieja distinción entre discurso y acción, se defendía la idea de que el discurso es un tipo de acción. Decir algo es hacer algo. Y si las acciones y prácticas están regidas por una serie de leyes, esas mismas normas deberían aplicarse a los discursos. Nick Cohen, al comentar la carta de las universidades en oposición a las políticas antiterroristas inglesas, argumentaba que el racismo y el sexismo son ofensas a las que debemos oponernos, pero es discutible que esa oposición deba hacerse a través de las leyes y no a través de la argumentación y la sátira de esas posiciones y discursos. El precio a pagar, de no hacerlo así, sería una sociedad en la que la libre expresión está constantemente regulada por códigos y normas.

Esa regulación ya está en marcha en nombre de la protección del bienestar de los estudiantes en muchas universidades anglosajonas. Y está convirtiendo los campus en lugares en los que demasiada gente se lo piensa dos veces antes de pronunciar palabras que alguien pueda llegar a sentir como un ataque, lo que sin duda supone una erosión del principio originario de la universidad como espacio de reflexión, análisis y debate de los temas problemáticos de cada momento. Quizás, como señalaba una  de las cartas firmadas por académicos, el problema es que “los alumnos que se ofenden cuando confrontan puntos de vista opuestos a los suyos no están preparados para estar en la universidad”. O quizás es que la universidad es un eslabón más de una sociedad en la que el miedo y el control están ganando la partida a la libre expresión. Hace unos meses The Guardian decidió restringir los comentarios en su web, siguiendo los pasos de otros medios anglosajones. “La mayoría de esos comentarios (sobre raza, inmigración e islam en particular) tienden al racismo, el maltrato a personas vulnerables y a los periodistas, y las conversaciones añaden muy poco valor pero generan dolor y preocupación entre nuestros lectores y periodistas”. 

Pablo Iglesias se permitió ironizar sobre la relación de los periodistas con Podemos en la presentación de un libro de Carlos Fernández Liria, lo que generó una (exagerada) protesta de los informadores....

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Autor >

Héctor Fouce

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3 comentario(s)

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  1. Victor Mesa

    Grata sorpresa encontrarte escribiendo un artículo tan interesante para un medio que me ayuda a comprender, desde la reflexión y muy a menudo, el mundo que nos rodea. Espero que todo os esté yendo de lujo allí donde estéis. Un enorme abrazo y enhorabuena.

    Hace 8 años 3 meses

  2. Fran de Los

    Ver Newborn de Patricia Piccinini. http://cdn.20m.es/img2/recortes/2016/07/23/319747-944-629.jpg

    Hace 8 años 3 meses

  3. Pilar Alberdi

    Excelente artículo.

    Hace 8 años 3 meses

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