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Protesto porque trabajo

Las medidas adoptadas para solucionar los últimos conflictos laborales registrados en El Prat o en Renfe revelan fisuras en la legislación que regula el derecho de los trabajadores a la huelga

Gorka Castillo Madrid , 27/09/2017

<p>Estación Puerta de Atocha, en Madrid.</p>

Estación Puerta de Atocha, en Madrid.

@renfe

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“¿Qué resulta más peligroso: que los trabajadores organicen piquetes o que el gobierno haga leyes para sancionarlos? ¿Qué es más alarmante: que un obrero denuncie en la calle la pérdida de derechos laborales o que la fiscalía pida prisión para 300 de ellos?”. Quien así habla, quien así de contundente se expresa, es Rubén Ranz, ugetista que rozó la cárcel por agitar en 2012 la huelga general que midió la cintura negociadora de Mariano Rajoy. Aunque el fiscal solicitó para él prisión provisional por unos incidentes, el juez rebajó la condena a una cuantiosa multa que aún sigue removiéndole las entrañas. “Me acusaron de un delito contra los derechos de los trabajadores, ser piquete informativo, y otro de resistencia a la autoridad”, afirma Rubén con un amargo tono de resignación. “Resignado, no. Yo sigo confiando plenamente en el sindicalismo para construir una sociedad mejor”, añade rotundo aunque a continuación deja escapar un leve suspiro ante el estado de las cosas a su alrededor. “Están logrando que el mito del Estado de Derecho se estrelle contra el suelo. Yo, por ejemplo, he dejado de creer en él”, dice con seguridad admirable.

Algunas de las leyes que sirvieron para procesar a Ranz, y la 315.3 del código penal español es una de ellas, también son una lustrosa herramienta que ilumina los túneles por los que hoy circula la lucha de clases en España. Galerías que han sido cercadas con empalizadas que esgrimen correctivos, cada vez más numerosos y expeditivos, contra el que se atreva a desafiarlo. En el caso de Rubén, hizo trizas la inocencia de su mirada hacia un sistema que se define como social y de derecho. “No sólo son las leyes, cada vez más restrictivas, porque luego son interpretables por los jueces. Es la actitud de la fiscalía pidiendo prisión provisional contra trabajadores en huelga y el comportamiento implacable de la policía, primero en la calle y más tarde en comisaría”, enfatiza.

Algunos expertos creen otear en estos comportamientos del Estado una vieja sospecha que persigue al PP desde que llegó al poder en 2011. Quizá sólo se trate de un prejuicio pero corre el riesgo de volverse certeza si se continúa utilizando la justicia para enseñar los dientes de hierro contra cualquier discrepancia que exija altura de miras a un estadista fiable. El ejemplo más recurrente que suelen emplear es el paquete de medidas penales que el gobierno puso en circulación tras el descontento provocado por la reforma laboral de 2012.

“En España se vive un proceso de involución en los derechos ciudadanos. Frente a quienes lo contemplan como un acontecimiento meramente secundario, yo lo veo como un peligroso empobrecimiento de las normas de convivencia. En el ámbito laboral, por ejemplo, el cuadro de degradación que ha provocado la precariedad, el despido y la ruptura del modelo de negociación sectorial es muy alto”, afirma Antonio Baylos, catedrático de Derecho del Trabajo y director del Centro Europeo y Latinoamericano para el Diálogo Social (CELDS) de la Universidad de Castilla-La Mancha (UCLM). Frente a la oleada de fraudes, malversaciones y vueltas de tuerca al código penal realizadas durante los últimos seis años, Rajoy suele responder con efectismo. La estrategia es hacer acopio de cifras económicas, resoluciones, informes y proyecciones de foros financieros para demostrar que las huelgas son una costumbre del pasado, amenazan el derecho de los ciudadanos a trabajar y obstaculizan el progreso del país. Toda una batería de demoledores argumentos que no explican que el descenso de la conflictividad laboral hunde sus raíces en la cirugía practicada al mercado de trabajo: dos reformas laborales alicatadas con una ley de seguridad ciudadana que ha cercado el derecho a la huelga. “El conflicto de la negociación colectiva sobre la base de un pacto salarial no ha desaparecido. Se pospuso, es cierto, debido a la tensión política que produjo la crisis. Las movilizaciones sindicales se hicieron más sociales porque los sindicatos optaron por desplazar sus demandas hacia el lado de la política, convencidos de que en 2016 llegaba un cambio que al final no se produjo”, apunta el catedrático de la UCLM.

La regulación de la huelga en Europa es muy heterogénea. Depende de cada Estado. En Reino Unido, por ejemplo, no hay límites mientras que en Alemania los funcionarios tienen prohibido el paro. En España no existe una ley específica. Lo que hay es un decreto de 1977 combinado con las dosis justas de jurisprudencia y disposiciones que se han ido añadiendo a medida que avanzaba esta era global. El resultado es que, hoy en día, el contenido de los artículos más controvertidos recogidos en la Constitución, la negociación colectiva y el despido, han terminado constreñidos a una declaración de principios casi testimonial que limita la capacidad de maniobra de los sindicatos. Si en 2008, el primer año de la crisis, se contabilizaron 1.019 huelgas que provocaron la pérdida de 42 millones de horas de trabajo, durante 2016 el número paros disminuyó hasta los 823 y 11 millones de horas perdidas. Son datos que cada año recaba la patronal de los empresarios, la CEOE. Un éxito que hablaría bien de la efectividad de las reformas si no fuera porque la contabilidad del pasado año se elaboró con tres millones de empleos y casi veinte millones de horas semanales menos, el equivalente a otros 500.000 puestos de trabajo a tiempo completo.

¿Es necesario, entonces, aprobar una ley de huelga en España? Las respuestas difieren. Para la patronal, la legislación vigente se ha mostrado suficientemente efectiva para resolver este tipo de protestas. “Su incidencia en el sector privado ha descendido mucho y las que tienen mayor impacto afectan más a la administración pública o a empresas semipúblicas”, explicaba el director de Relaciones Laborales de la CEOE, Jordi García Viña, tras la huelga indefinida decretada por los trabajadores del aeropuerto de El Prat de Barcelona este verano. En el otro extremo se encuentra el portavoz de Unidos Podemos en la comisión de empleo del Congreso, Alberto Rodríguez: “Los recortes, las reformas y el endurecimiento de la ley han desmantelado el derecho a la huelga. Por un lado, porque la temporalidad y el abaratamiento del despido han provocado miedo en muchos trabajadores que temen perder su empleo. Por el otro, porque con la sustitución de servicios el empresariado ha encontrado una vía para quebrar las protestas sin ser sancionados”.

Rodríguez recuerda la reciente huelga decretada por el personal de servicios que Renfe tiene contratado con la empresa Ferrovial. “Para suplir a los huelguistas, una plantilla sindicada y con amplio recorrido organizativo, se subcontrató abiertamente a trabajadores temporales. Eso es fomentar el esquirolaje para reducir la efectividad de las huelgas y, con esto, la capacidad de los trabajadores para hacer valer sus derechos. Sin embargo, los tribunales avalaron esa práctica ilegal”, añade. 

El esquirolaje es un comportamiento expresamente prohibido por el artículo 6 del decreto-ley de 1977. Fue el impulso de la joven democracia para proteger un derecho esencial de los trabajadores que hoy parece tan oportuno esquivar que hasta la OIT ha puesto su grito en el cielo. La jugada es fácil de explicar. Consciente de que la ciudadanía idolatra el empleo en un país con el 20% de paro y pocas perspectivas de mejora, el propio sistema desarrolló una insólita capacidad para potenciar la imagen pública de la confrontación entre dos derechos aparentemente antagónicos, el del trabajo y el de la huelga, que han dado muestras en sobradas ocasiones de cohabitar sin muchas desavenencias. El discurso dibuja al huelguista como el empleado que no quiere trabajar y al esquirol como alguien a quien se debe proteger. Nada más lejos de la realidad. 

El 99% de los trabajadores que toman la decisión de sumarse a un paro laboral sufre los efectos de una situación estresante, a sabiendas de que la huelga siempre es el último recurso a su alcance para mejorar las condiciones de su empleo. Son datos que elaboran los propios sindicatos para conocer el impacto de los conflictos en sus afiliados. “Se trampea la realidad. Lo que las leyes protegen son los derechos del trabajador a mantener las condiciones que tiene o tratando de mejorar la situación. Los huelguistas no quieren poner fin al contrato de trabajo. Esa es una historia muy anglosajona donde la libertad de huelga llevaba el cese de la relación laboral. En nuestro sistema, ese derecho está regulado por el artículo 28.2 de la Constitución y es funcional al artículo 35 que es el que reconoce el derecho al trabajo”, aclara Manuel de la Rocha, abogado de UGT que formó parte del equipo de letrados que defendió a Rubén Ranz en los tribunales. Pero es difícil luchar contra una costumbre que está llegando a expropiar a los trabajadores el espacio de la huelga, que no es sólo el interior de la fábrica.

Quizá animado por el distorsionado fervor que preside este problema, el Gobierno extendió este verano una visión fraccionada del conflicto aún no resuelto entre la empresa Eulen y sus 350 trabajadores del aeropuerto de El Prat. Y lo hizo de una manera cuando menos heterodoxa al sustituirlos por guardias civiles. La huelga saltó por los aires. El Ejecutivo de Rajoy entendió que los paros limitaban el derecho a la libre circulación de las personas y que, por lo tanto, invadía el reservado terreno de los servicios esenciales donde las normas cambian. El problema, según la opinión de sindicalistas y algunos expertos en derecho laboral, es que los agujeros legislativos que presenta la norma original deja en manos del Gobierno la decisión final de determinar cuáles son esos servicios esenciales y qué condiciones deben cumplir las plantillas en huelga. “La respuesta del Estado en este caso ha sido brutal porque aplica un precepto como la libre circulación de personas a unos trabajadores que no tenían intención de impedirlo. Pero es que, además, su sustitución por guardias civiles pone en evidencia por qué se ha privatizado un servicio de interés público. Hay un tercer elemento absurdo como el arbitraje obligatorio. Eso es imponer un convenio. El apoyo de los dos gobiernos involucrados, el español y el catalán, a la empresa ha sido tan descarado que, en mi opinión, vulnera la Constitución”, asegura Antonio Baylos.

La experiencia de las cuatro últimas décadas no ha servido para rescatar la inexistente ley de huelga del pantanoso escenario legislativo en la que se encuentra. Es un asunto muy delicado, demasiado turbador pese a las apariencias y las maniobras que se producen a su alrededor. Nadie se ha atrevido a retarla con determinación. En 1993, asfixiado por la conflictividad social que provocó la reconversión industrial, Felipe González y los sindicatos mayoritarios acordaron un borrador que fue aprobado por el Congreso y el Senado, pero terminó acumulando polvo en una estantería. En 2010, hubo otra ofensiva seria tras los paros de los empleados del Metro de Madrid. El PP exigió a Zapatero que acometiese de inmediato la redacción de una norma explícita para evitar protestas “salvajes, insolidarias e ilegales” como aquella. Desde entonces, la propuesta duerme el sueño de los justos en el fondo de un cajón ministerial. La ministra Fátima Báñez considera que una ley de este estilo ya no es prioritaria. El signo de los nuevos tiempos.

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