Impre(ci)siones
Un juego de mártires
La ofensa como catalizador del martirio ofrece una gran ventaja: uno puede ofenderse tantas veces como quiera y si llega a un buen número y, encima, le acompañan un poquito los hechos, puede aspirar a convertirse en un sujeto inapelable
Esteban Ordóñez 17/10/2017
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Existen dos tipos de mártires: el real y el simulado. La diferencia está en que mientras el primero lo asume y perece, el segundo quiere seguir vivo para gozar del resultado y el laurel de su martirio. Ocurre con ese tipo de gente que siempre ha soñado con asistir a su propio entierro para ver cómo lloran hasta la suegra y el cobrador del frac. La muerte no lava la imagen, pero sí provoca, mientras el cuerpo sigue presente, una suspensión de la crítica y una pomposidad en el elogio. Al segundo tipo de mártir no le interesan la realidad ni los matices, sino la adoración cerrada. No es exactamente un deseo de muerte, sino, más bien, de apropiación de la voluntad y del cerebro de los otros.
En el colegio católico que me hizo ateo aprendí que los mártires no están cubiertos de piel sino de pan, y que uno puede comer de ellos tantas veces como quiera sin que se les agote el cuerpo. Esta panificación de los santos solo se mantiene siempre que trates con ellos a través de los cuentos de las monjas y los curas; en el momento que intentas morderlos por ti mismo descubres que son de piedra y te dejas los dientes. En aquel lugar oscuro pero con adolescentes fumando a escondidas tras los setos, ocurrían cosas extrañas. Un miércoles de ceniza (que consiste en que te dibujen una cruz negra en la frente para hacerte sentir indigno) notamos, a mediodía, que los macarrones del comedor crujían. Efectivamente, era ceniza. Nos metían la religión como la medicina a los perros: escondida en la comida. Esto sirve de metáfora para explicar que los relatos inverosímiles solo se alargan en el tiempo si te atacan con ellos por todos los flancos posibles. La nación, la patria, se ha venido cultivando así en todos los lugares del mundo, entre ellos España y Cataluña. Muchos se quejan del adoctrinamiento en colegios catalanes como si a los niños del resto del país no nos hubieran obligado a colorear banderas o a participar en certámenes de dibujar al rey. ¿Qué es un rey para ti? es un concurso en el que los escolares se esmeran con sus Plastidecor para representar al monarca (con el peso del país en la mochila o con capa de superhéroe). El premio consiste en conocer al rey.
Pero volvamos a los mártires postmodernos: en lo que llevamos de siglo, su número está aumentando alarmantemente. La gente ya no quiere esperar a morirse para que le den la razón, y menos aún quiere esforzarse en debatir para tenerla. Así que se ha optado por sublimar el victimismo. La ofensa se ha posicionado como la nueva tragedia y, además, sus límites se han estrechado: uno ya no se ofende solo por ataques, sino por las opiniones contrarias o las réplicas. Ocurre tanto con personas como con grupos o colectivos. La opinión y el sentimiento adquieren categoría de templo íntimo: cualquier roce se convierte en sacrilegio. Cuando uno se ofende, se empodera y siente que tiene derecho a que le guarden luto. La ofensa como catalizador del martirio ofrece una gran ventaja: uno puede ofenderse tantas veces como quiera y si llega a un buen número y, encima, le acompañan un poquito los hechos, puede aspirar a convertirse en un sujeto inapelable. El Gobierno no ha tenido esto en cuenta (o lo ha tenido muy mucho para así asegurarse, a su vez, de recibir un buen canasto de ofensas de vuelta) y ha gangrenado el conflicto catalán. No solo eso, también se lió a mamporros, es decir, añadió martirio real, del viejo. Escenarios así abren la puerta al absurdo. El 11 de octubre, el diputado del PDeCAT Joan-Feliu Guillaumes sacó una portada de The Economist en la que a la palabra Spain se le caía la ‘ese’ y quedaba reducida a pain (dolor) para mostrar la repulsa internacional a las cargas del 1-O. La portada correspondía a 2012. La fecha se encontraba ahí, en el mismo papel que esgrimía, al alcance de sus ojos. La dialéctica de la ofensa postmoderna consigue que cualquier cosa que parezca darle sustento se convierta automáticamente en cierta y que, por tanto, no merezca la pena comprobarla. La política española se ha transformado en un juego de mártires.
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Esteban Ordóñez
Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.
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