Katharine Graham, una vida marcada por el poder
La editora de The Washington Post, bajo cuyo mandato se destapó el Watergate, renace ahora de la mano de Spielberg
Mina López 19/12/2017
Katharine Graham
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The Post, la nueva película de Steven Spielberg que se estrenará en diciembre, podrá ser un éxito o un fracaso de taquilla y crítica, pero antes de llegar a las pantallas ya puede apuntarse un logro: el haber sentado frente a frente a Meryl Streep y Anna Wintour para hablar de - entre otras cosas - Katharine Graham. Dos de las mujeres más relevantes de su generación reunidas en la sede de Vogue recordando a la que durante su mandado en The Washington Post llegó a ser conocida como “la más poderosa del mundo” .
El estreno del filme coincide con el centenario del nacimiento de Graham y, por fin, se le hace justicia en la gran pantalla después de que en 1976 Alan Pakula la obviase en Todos los hombres del presidente, pese a que sin ella el escándalo del Watergate nunca habría salido a la luz. Ni Nixon hubiese anulado su suscripción a The Washington Post no una, sino dos veces.
En esta ocasión, Meryl Streep encarna a Graham durante la investigación de los Papeles del Pentágono. Junto a ella está Tom Hanks, dando vida a Ben Bradlee, editor jefe de The Washington Post. Y se muestra el arrojo de la primera mujer en dirigir un gran medio que, al pronunciar tres palabras, cambió la manera de hacer periodismo de investigación: “Adelante, adelante. Publicadlo”.
Ganó el premio Pulitzer en 1998 con sus memorias Una historia personal (reeditadas en España por Libros del K.O en 2016), que sorprendieron a muchos por la imagen que la autora proyectaba de sí misma, con un ligero tufo a falsa modestia. Como la propia Wintour le explica a Streep durante la entrevista, Graham era una mujer que asustaba. Alta y de aspecto rígido, con su peinado ahuecado, sus perlas y sus trajes de falda y chaqueta, guardaba cierto parecido con Margaret Thatcher, la incuestionable Dama de Hierro.
Sin embargo, penúltima hija de una familia rica y compuesta por individuos portentosos, cargó toda su vida con la lacra del deseo de agradar. Su padre, el empresario Eugene Meyer, compró el ruinoso periódico The Washington Post en una maniobra de negocios que demostraba su habilidad en el campo: pagó 825.000 dólares por una publicación por la que cinco años antes pedían 5 millones. “Ninguno de nosotros podía saber entonces hasta qué punto este hecho iba a transformar nuestras vidas”, afirma Graham en su libro.
Aunque desde muy joven tuvo claro que quería ser periodista, el matrimonio con Phil Graham la relegó al papel de esposa, madre y - nefasta - ama de casa. Su marido se convirtió en el editor jefe del periódico, nombrado por el propio Eugene y posteriormente acabaría siendo el máximo responsable de la empresa propietaria de The Post, Newsweek, varias cadenas de televisión y otros medios.
Con el paso de los años se convirtió en un maníaco depresivo, infiel y maltratador psicológico que acabó pegándose un tiro. Por aquel entonces ya había dejado a Graham en varias ocasiones por su amante Robin Webb. Sin embargo, tuvo la “delicadeza” de regresar a casa de su esposa para regalarle la macabra escena de su suicidio.
La verdadera Kay
A los 46 años se vio viuda y con la responsabilidad de hacerse cargo de la empresa familiar. Podría haberla vendido, pero la vida le había puesto la oportunidad de volver a ser la protagonista y no la dejó escapar. Su reaparición en la escena pública fue en el baile de máscaras Blanco y negro organizado en su honor por su gran amigo Truman Capote, uno de los eventos sociales más sonados de la época. Inspirada en la escena de Ascot de My Fair Lady, a la fiesta asistieron Frank Sinatra y Mia Farrow, Andy Warhol, Marisa Berenson, Katherine Ann Porter, Virgil Thomson o Alice Longworth Roosevelt. Como ella misma explica: “Yo era muy poderosa, pero todavía desconocida fuera de Washington. Y fue una forma de salir de la sombra de mi marido y convertirme en mi propio personaje ante todo el mundo.”
Graham tenía tres cualidades que la hicieron convertirse en lo que fue. Por un lado, su innegable valentía, que demostró sobradamente. Por otro, su habilidad para rodearse de buenos profesionales, tanto del periodismo como de los negocios, en los que supo delegar para solucionar problemas y llegar al éxito.
Pero la tercera es, sin duda, la más importante: supo codearse con todo aquel que “fuese alguien”, independientemente de sus ideas políticas. Algo que casi llevaba en la sangre, ya que esa pericia para la vida social le venía de familia –desde pequeña estuvo acostumbrada a que personas como Thomas Mann, ídolo de su madre, pasara tiempo en su casa– y la mantuvo el resto de su vida.
Sus memorias, de hecho, tienen parte de columna de sociedad del siglo XX. Por ellas desfilan desde Jessica Mitford hasta Henry Kissinger pasando por Gorbachov. Era amiga tanto de Gloria Steinem, con la que se concienció sobre la situación de inferioridad de las mujeres, como de Nancy Reagan, con quien compartía gusto a la hora de vestir y un férreo carácter. Si siguiese viva probablemente se habría codeado con los Trump aunque después criticara su gestión del gobierno desde su periódico. Y sin despeinarse.
En estas amistades, porque ella se encargaba de que fuesen más que fuentes, residía la mayor parte de su poder. Tenía siempre cerca a los políticos, funcionarios, empresarios, celebridades de cada momento. Se reunía con ellos en cenas, eventos o incluso en su “granja” de Glen Welby, a donde muchos fueron a pasar fines de semana.
Ella misma explicó: “También consideraba parte de mi trabajo mantener relaciones con la gente que entraba o salía del gobierno. Muchas de mis cenas, a lo largo de los años, incluyeron a miembros de la administración y podrían calificarse de políticas, aunque siempre fueron no partidistas o, al menos, bipartidistas (...) Una relación fluida es constructiva y útil para ambas partes: ayuda al periódico porque abre puertas y ofrece a las personas que son objeto de las informaciones la posibilidad de saber a quién dirigirse con sugerencias, quejas o ideas”.
Murió a los 84 años, habiendo ya dejado sus ocupaciones en el periódico en manos de sus sucesores, pero todavía activa, principalmente en cuestiones relacionadas con la educación, y con numerosos méritos a sus espaldas, como el de haber sido la única mujer dentro de los 500 de Forbes.
Bezos, el salvador
Dieciséis años después de su muerte, el Post vuelve a ser un medio de éxito tras repetir, a grandes rasgos, su historia aunque de manera acelerada. En agosto de 2013, el propietario de Amazon, Jeff Bezos, gurú del éxito empresarial, compró el periódico. Este volvía a pasar dificultades económicas graves, al igual que el resto de cabeceras tradicionales.
Con su modelo de negocio, basado en conseguir pequeños ingresos de muchos lectores y no al revés, estrategia que se había seguido hasta el momento, su apuesta por los medios de distribución online y la ampliación de personal ha conseguido, en menos de una década, que el Post vuelva a ser rentable manteniendo la calidad periodística. Y, según parece, sin intervenir demasiado en la línea editorial.
Casi parece un milagro y, por lo visto, ese “casi” es acertado. Según ha publicado The Huffington Post, Bezos no quiere saber nada de sindicatos. Al contrario que en España, los gremios de periodistas y trabajadores de medios tienen una larga historia sindical en Estados Unidos y no están dispuestos a que el nuevo propietario vaya a acabar con los derechos adquiridos durante largas décadas de negociaciones y luchas. Las desigualdades salariales entre las “firmas estrella” y los redactores de base, las políticas de incentivos o los recortes de las pensiones son algunos de los puntos del conflicto.
El paralelismo entre el reinado de Bezos y Graham vuelve a surgir aquí: ella tampoco tuvo muy buena relación con los sindicatos. De hecho, en su libro relata los conflictos con los empleados como una era de terror. Huelgas que duraron meses, piquetes en la puerta y sabotajes a las herramientas de producción fueron uno de sus Vietnams, que solucionó con la contratación de esquiroles y demás triquiñuelas para esquivar a los huelguistas. Una muestra más de su carácter implacable, tanto para lo bueno como para lo malo.
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Mina López
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