Cine de verano (y IV)
Indiana Jones y el ídolo secreto de tu templo
Algunos niños soñábamos con vivirlo todo, y quizás sea posible
Miguel Ángel Ortega Lucas 31/08/2017
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Algunos niños siempre quisimos ser Indiana Jones. En los cines de verano, en las pantallas soleadas del invierno; en la proyección de la película propia que nos contábamos cada día, cada tarde al salir del colegio, cada noche antes de dormir, soñando con una vida que no existía aún pero que tratábamos de planear como el mapa futuro de una aventura que ya hubiéramos vivido de tanto imaginarla.
Con lo que soñábamos, algunos niños, en realidad, era con vivirlo todo, encomendados en el altar más íntimo al ídolo de la diosa Aventura. Adventura, en latín: lo que está por venir.
El carácter es el destino, decían los griegos. Y es posible que así sea: si la vida es la gran aventura que incluye a todas las demás, eso que para todos está por venir dependerá en gran parte de cuánto seamos capaces de mirar a lo lejos, en la noche del bosque; de cuánto nos atrevamos a mirar más allá, hacia las luces que titilan convocándonos, y que el miedo no nos robe sus posibilidades infinitas. Porque no es que no existan, esas posibilidades: es que el miedo, como esos parches que tapan los ojos de los caballos, no nos permite verlas demasiadas veces. El carácter puede ser entonces el destino en tanto estemos dispuestos o no a saltar por encima de nuestro propio miedo: a dar ese salto de fe sin el cual jamás llegaremos a la gruta del Grial.
Queríamos, algunos, vivirlo todo. Crecimos entonces fabricándonos un látigo propio, sopesando la marca del sombrero, y estudiando en los espejos la mueca mejor, más digna y burlona y resistente, para cuando el idiota de turno nos birlase in extremis el botín. Pues la fascinación iba más allá de la propia historia de la pantalla –originalísima, soberbia en el pulso y en la coloración de un universo que no por inverosímil deja de ser real, sobre todo para un niño–; más allá de la audacia insobornable, de la ironía a toda prueba, del milagro disparatado que acaba salvando como una broma, de la manera de seducir a la rubia diabólica del ejército nazi.
Más allá: quizás lo que veíamos en aquel cruzado atemporal, contemporáneo y antiquísimo a la vez, era sobre todo una actitud; ésa que es patrimonio exclusivo de los héroes –de sangre, papel o celuloide–, consistente en jugárselo todo por un anhelo, y coronado todo, al fin, con una sonrisa estoica ante la derrota que parece confiarnos que nunca nada será tan grave, que volveremos a creer, que nos levantaremos de nuevo mientras podamos honrar otra aventura.
Crecimos entonces fabricándonos un látigo propio, sopesando la marca del sombrero, y estudiando en los espejos la mueca mejor, más digna y burlona y resistente, para cuando el idiota de turno nos birlase in extremis el botín
Heroísmo sería, según esto, una moral para sobrevivir a la derrota; a la frustración de que se nos escurra entre los dedos, en el último segundo, como un fantasma, el tesoro que llevábamos buscando desde niños.
Como todas las grandes historias que acaban conquistando el imaginario colectivo, la saga de Indiana Jones mantiene varias constantes fatales, deslizadas en cada una de las películas como un estigma, que pueden resultar cómicas pero que a la postre nos sugieren que tanto el tocayo George Lucas como Steven Spielberg no sólo buscaban cincelar un personaje esplendoroso para todos los públicos del planeta, sino también expresar cosas de más profundo alcance. Una de esas constantes, la primordial de ellas, es que nunca nuestro héroe consigue hacerse con el objeto material de su búsqueda. [Sólo una vez sucede, si la memoria no boicotea: al comienzo de la tercera –y seguramente mejor– de las películas, la última cruzada, cuando roba la Cruz del Coronado décadas después de haberla robado y tenido que devolver, siendo adolescente: como sugiriéndonos los autores, también aquí, que sólo después de mucho tiempo podremos merecer la victoria.]
Nunca Indiana Jones consigue materialmente, literalmente, lo que busca. Cierto que acaba haciéndose con el Arca de la Alianza, pero ésta queda sepultada entre los secretos del gobierno americano y no, como pretendía, para ser estudiada por quienes debían. En el segundo episodio acaba enrolado casi involuntariamente en la recuperación de una piedra sagrada esencial para un poblado de la India –y de los niños–, animado por una vaga promesa de “fortuna y gloria”, cuando lo que le interesaba en origen era un diamante que la mafia china le acaba chuleando. Por otra parte, el deber prevalece sobre el deseo, la nobleza sobre la ambición: el Santo Grial no debe salir del espacio mágico y sagrado del templo, y así será; las calaveras de cristal serán devueltas a sus propietarios, y no hurtadas como trofeo.
Volverá entonces, Indiana, a emerger de cualquier precipicio imposible. Magullado, exhausto y feliz, con la sonrisa última de los héroes y la victoria de seguir vivo: el sombrero fiel regresando como la broma última del demiurgo guasón que cuenta la historia.
¿Y nada más? No: todo. Todo más. Queríamos, muchos niños, ser Indiana Jones. Quizás intuíamos ya entonces (más allá de la audacia, de las caídas milagrosas, de las torturas anheladas de cualquier rubia nazi) que en el fondo se trataba de la aventura, no del ídolo. Que el sentido es vivirlo todo, antes que llegar a ninguna parte: que el tesoro es el camino en sí, recorrerlo con toda la euforia y la emoción y el escalofrío en vena. Que no se trata de llegar a Ítaca, sino del viaje que nos transforma y que nos otorga el don último: la revelación de nosotros mismos. Ahí la fortuna y la gloria. “El conocimiento, hijo”, concluía Indy. El conocimiento. (¿Qué es un héroe?, decíamos ayer. El que no se engaña –por ejemplo–, el que no se esconde de sí mismo, el que no tiene miedo a ser quien realmente es.)
Puede que todos podamos ser Indiana Jones, al cabo: honrando la aventura por venir, lanzándonos hacia las luces más lejanas; cavando toda la noche en busca de la cámara secreta, del templo maldito de nuestro propio infierno. Cabalgando hacia el crepúsculo del verano con los bolsillos vacíos pero los ojos llenos, el corazón en cueros y las cicatrices nuevas, después de haber aprendido otra vez, otra vez mil, que el único Grial que buscamos nos espera siempre aquí dentro.
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Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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