Danza
‘Electra’: eficaz hechizo sangriento
La propuesta del Ballet Nacional de España en el Teatro de la Zarzuela consigue convencer al público aunque no cumpla con toda la claridad deseable en su desarrollo
Miguel Ángel Ortega Lucas Madrid , 20/12/2017
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Los mitos son mitos porque no mueren nunca; como los sueños, cuentan sin llegar nunca a revelar del todo su secreto: antiquísimos sones nocturnos que percuten en el alma humana independientemente de épocas, latitudes o culturas. Eso que se llama atemporalidad, y que resulta el grial último de cualquier tradición artística.
Sin embargo hay culturas más cercanas a otras, y cuchillos más cerca de ciertas sangres: “La sangre llama a la sangre”, repite –mantra shakesperiano– la voz del Corifeo al inicio y al final de la Electra que Antonio Najarro, director del Ballet Nacional de España, ha montado este mes de diciembre en el Teatro de la Zarzuela, y cuya undécima y última función culmina el próximo día 23.
La sangre mediterránea. Según cuenta él mismo, la “única premisa” de Najarro a la hora de decir sí a la propuesta del coreógrafo Antonio Ruz fue que, “además de marcar su personalidad como creador, en toda la obra se respirara nuestra cultura, nuestras raíces y nuestras costumbres, por lo que se decidió que esta Electra estuviera ambientada en la España rural del siglo XX”. Es uno de los aciertos. La “Andalucía del llanto” lorquiana –y Lorca lo intuyó y lo aprovechó mejor que nadie, antes que nadie, en su obra– permite por muchísimos motivos de cultura, color y fuego servir de escenario para la tragedia del llanto (atemporal) de los autores griegos.
Así, la coreografía clásica española, y flamenca (del propio Ruz y Olga Pericet), desarrolla un libreto de Alberto Conejero, arropado todo por las creaciones sinfónicas de Pablo Martín Caminero y Moisés Sánchez, bajo batuta de Manuel Coves, y las composiciones a la guitarra flamenca de Diego Losada.
Antonio Najarro quería que la obra "respirara nuestra cultura, nuestras raíces y nuestras costumbres", por lo que se decidió que esta Electra estuviera ambientada en la España rural del siglo XX
La palabra y el baile, la música y el llanto, los cuerpos y el sueño; todas estas cosas a la vez pueden (¿deben?) ser un ballet; sobre todo uno consagrado a una historia de tintes tan tremendos, como todos los mitos; explotada en su día, con variables, por el triunvirato célebre de la tragedia griega (Sófocles, Eurípides, Esquilo). Ifigenia, hija de los reyes de Micenas, Agamenón y Clitemnestra, va a casarse con Aquiles, pero en realidad es una treta de su padre: Agamenón va a sacrificar a su propia hija como ofrenda a los dioses, pues, según el oráculo Calcante, sólo esta muerte pondrá a la Fortuna de parte de la armada griega, que se dispone a atacar Troya.
Agamenón ganará su guerra. Pero a su regreso a Grecia, años después, su esposa Clitemnestra estará ya decidida a vengar la muerte de su hija; es decir, a asesinarle a él. Y así lo hace. La espiral de sangre que llama a la sangre no acaba ahí: siete años después serán los otros hijos de Clitemnestra, Electra y Orestes, quienes planeen y consuman la muerte de su propia madre –por haber matado a su padre–. El círculo del delirio trágico se cierra ante las furias de la culpa, y el veredicto final de los dioses sobre cada uno de los crímenes.
Los méritos artísticos de este montaje del BNE son evidentes: desde la mera solución de problemas técnicos para dar vigor y continuidad al espectáculo, hasta la ejecución (impecable) de los músicos y de los bailarines; una cuestión de oportunidad, de gracia para colocar los detalles necesarios en su sitio, que honra a todos los responsables de la propuesta. La coreografía –pautada por un juego de luces igual de efectivo de Olga García– ofrece momentos de belleza deslumbrante: los racimos de melenas y cántaros de las campesinas en el segundo cuadro, por ejemplo; el vestir o desvestir de las sirvientas a la reina Clitemnestra (rotunda Esther Jurado), trenzando y destrenzando las sombras.
Mención aparte también para la cantaora Sandra Carrasco (el Corifeo), que consigue combinar con armonía la pura narración en verso con el desgarro puro en la garganta. Suenan –atruenan– a verdad, en su voz, las letras de Alberto Conejero; romances, en su mayoría, de sencillez y fuerza telúricas que recuerdan de nuevo, inevitablemente, al Lorca de las tragedias y los dramas andaluces de esa misma época en que se pretende esta Electra.
Sandra Carrasco (el Corifeo) consigue combinar con armonía la pura narración en verso con el desgarro puro en la garganta
Señala también Najarro, en el programa, “la complejidad y responsabilidad que conlleva” el “desafío” de “desarrollar una obra dramática y argumental a través de la danza”. Y ahí está el pero que este espectador pondría: desarrollar un argumento a través de la danza no es fácil per se; desarrollar el argumento de tal culebrón griego, conseguir que el espectador pueda leer,sin perderse, lo que está pasando en el escenario (la historia que da sentido al baile, al canto; a todo), requiere de una sutileza, de una combinación claridad/complejidad, que en este caso no siempre llega a cumplirse.
Resulta harto dudoso que un espectador ignorante, a priori, del argumento de la obra, pueda realmente orientarse en ella (saber qué está pasando en esa boda-farsa entre Ifigenia y Aquiles; por qué quien resulta ser su padre, Agamenón, la acaba sacrificando) si no lo sabe, efectivamente, a priori: que el Corifeo (S. Carrasco) cante “Para ganar una guerra / maté lo que más quería” no parece suficiente explicación. “Han pasado siete años de la muerte de Agamenón”, se aclara en la sinopsis del primer cuadro, en el programa. “Electra vive ahora en una cabaña lejos de palacio. Su madre Clitemnestra la ha casado con un pastor para evitar que tenga descendencia noble [y pueda así aspirar al trono]. El hombre, aunque enamorado, no tiene relaciones con la muchacha porque sabe que ella no le corresponde...”: imposible saber tantas cosas, esenciales para la comprensión de la obra, a no ser que venga uno leído de casa.
Que quizás sea el caso del público... O quizás es que el hechizo (repetimos, por momentos deslumbrante) del espectáculo relega a un segundo o tercer lugar esos detalles: los largos aplausos finales –en la función del domingo 17– corroboraban un entusiasmo que ya se había ido notando, entre las butacas, a lo largo de toda la función (olés tenaces, por ejemplo, a los quejíos de Sandra Carrasco).
Baile y sueño, temblor y canto: el mismo sortilegio de la danza y la música, ilustrando cada momento de dolor, alegría, culpa o violencia de los bailarines, parecía ser suficiente y restar importancia (como en los sueños, como en los mitos) a la cuestión de si se entendía mejor o peor la historia que se estaba contando. Y bien está, si es de lo que se trata.
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Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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