Rocío Molina, la eterna falseta del cuerpo
Su baile toca desde lejos, localiza la tecla más sensible de cada espectador y la pulsa. Lo natural, para ella, ha sido revolucionar el flamenco
Esteban Ordóñez Madrid , 9/07/2017
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Esteban Ordóñez ha ganado con este artículo el premio XI Premio Paco Rabal de periodismo cultural, en la categoría Joven Promesa, que reconoce a menores de 30 años.
Imagínense a un lutier loco. Uno que se pierde en los bosques y pega la oreja al lomo de los árboles para escucharlos, que busca una palabra concreta o un calor en la corteza y que sólo cuando los encuentra decide talarlo y trasladarlo a su taller para construir una guitarra perfecta. Imagínense también --pueden ponerle la cara de Gepetto si se sienten más cómodos-- que una vez sopla el serrín del instrumento y lo afina, desea darle vida, pero no al cuerpo de madera, sino a la música que sale de él, es decir, a esa palabra que había captado en el árbol primigenio. Imaginen, esto es lo más difícil, que lo consigue. De las notas y las armonías, de ese vuelo de ondas invisibles, rápidas, lentas, delgadas, graves, limpias, percutidas, nacería Rocío Molina. Esta bailaora no baila, suena en imagen, reverbera en mallas y se propaga en el escenario como una falseta eterna.
Me explico. Rocío tiene un movimiento de falange para cada pulsación del compás; una flexión de tobillo o de muñeca o un quiebro de cadera o un encogimiento de vientre para cada bordón. Su expresión facial añade la armonía. Baila en silencio muchas veces y uno sabe, mirándola, dónde hay un trémolo, un rasgueo, un arpegio. Es pura musicalidad y como tal resulta insobornable.
Baila en silencio muchas veces y uno sabe, mirándola, dónde hay un trémolo, un rasgueo, un arpegio. Es pura musicalidad y como tal resulta insobornable
“Nos ponen vendas para caminar hacia adelante sin mirar a los lados. Vivimos en un mundo envasado, muy falso. Se da importancia a una estética que no lo es. Creo que el arte tiene el poder de recordar el alma que tiene cada uno, y los demonios: no todo es bello. Me da pena, nos roban nuestro sentimiento, nuestros pensamientos. Es triste porque es lo que nos hace estar vivos. Me quiero encargar de dar esas emociones a las personas”, reflexiona. Su baile toca desde lejos, localiza la tecla más sensible de cada espectador y la pulsa. A veces, ante un mismo movimiento –el cuello irguiéndose, el hombro petrificándose en un punto-, unas personas ríen y a otras se le empañan los ojos. Cada uno tiene la herida donde la tiene.
La primera vez que el público pudo empezar a preguntarse por el árbol que le dio la vida, Rocío Molina, nacida en 1984, tenía solo tres años. Sucedió en un cine antiguo, en Vélez-Málaga. Era su primera actuación. “Me soltaron ahí y sentí mucho miedo, algo pasó que tenía miedo, sobre todo de que me tuvieran que maquillar, eso no me gustaba”. Las imposiciones no van con ella. Lo natural, para Molina, ha sido revolucionar el baile. Sus vestuarios pasean desde el elemento más básico de la malla hasta una falda compuesta en un momento por un retal de plástico. A la vez, rescata las latencias intransitadas de lo puro. El tronco (la raíz que la hizo brotar) no es el que se espera, sin embargo. No representa a ninguna genealogía del género. Su madre había estudiado en el ballet de la ópera de Bruselas. “No tenía un padre o una madre que me iba diciendo, esto es flamenco y eso no. No había tradición. Muchos dirán que es una pena, pero a mí es lo mejor que me ha pasado, nadie me juzgaba”. Cuando, siendo niña, se imaginaba de mayor, sólo se veía bailando; no sabía cómo, pero bailando. “Con siete años le dije a mi madre que quería ser profesional y que me llevara a algún sitio a estudiar, así, con esas palabras, me acuerdo perfectamente. Incluso con esa edad me lo tomaba muy en serio, no era un juego”.
Era muy disciplinada. Armó un estilo propio sustentado en una técnica que se devora a sí misma: hace falta una técnica prodigiosa para que ésta parezca desaparecer sin cruzar esa frontera tras la que el baile adquiere visos de producto intelecutalizado: a partir de ahí, harían falta códigos para comprenderlo, lecturas. Pero uno se cree a Molina todo el tiempo sin herramientas. Debe ser eso la pureza. En Madrid, hace apenas una semana, representó el montaje Afectos sin más acompañamientos que la voz de La Tremendita, su guitarra (apenas presente) y el contrabajo de Pablo Martín. Austeridad. Yunque y martillo.
Hace falta una técnica prodigiosa para que ésta parezca desaparecer sin cruzar esa frontera tras la que el baile adquiere visos de producto intelecutalizado
La actuación se enmarcaba en el Festival Flamenco LGTB, y uno va y prejuzga y supone que un armatoste teórico sostendrá su espectáculo. Nada más lejos de la realidad. Cuando se deja fluir el sentimiento y la vibración íntima, cuando se rompen todos los marcos que pueden acotar la expresividad, se produce en el público una búsqueda de causa, de motivación ideológica, y más en estos tiempos en que el arte acostumbra a abrocharse un corsé de ideas para protegerse y asegurarse una posición, quizás una trinchera. “Mi baile muestra mi persona, es todo alrededor de la emoción. Luego, sin darme cuenta, tiene más lecturas que la gente hace. Como mujer, me muestro tal y como soy. La sociedad a veces nos destaca cosas concretas sobre la mujer, la mujer seductora, y eso lo utilizo a veces para decir que la mujer es mucho más: perseverancia, intuición, fuerza, amor”. En Caída del cielo convirtió la menstruación en objeto artístico. “Me parecía una imagen asquerosamente bella. En esa época me acerqué mucho al arte de lo grotesco, a Goya en su etapa oscura y relacioné esos fantasmas. Antiguamente a la mujer se la consideraba como deforme o incompleta por toda la parte del embarazo y de esa transformación brutal, pero es algo bello que da la vida, más mágico no puede ser”.
A los 26 años, Rocío Molina recibió el Premio Nacional de Danza por sus aportes en la renovación del flamenco. Vinática, Bosque Ardora, Entre paredes, Oro viejo… Un mundo expresivo en cada título. En ella, el fervor creativo mantiene siempre las persianas levantadas. “Todo lo que me ocurre lo relaciono con mi baile, con el cuerpo, con la música. De repente, todo se conecta y empieza a surgir. Todo lo que ves, lo que te dicen, las personas que te encuentras, las que desaparecen, todo lo llevas a la creación”.
Molina no pierde el ojo y se asoma a las propuestas escénicas de otras culturas. Le fascina, por ejemplo, el kabuki, teatro japonés tradicional: “Quieren siempre mantener la frescura y la genialidad, pero a través de muchísimo trabajo. En el kabuki no eres sabio hasta que no cumples los 60 años. Es muy intenso y a veces es tan mínimo, son gestos pequeños que interiormente tienen una intención exacta y profunda. Es tan pequeño que se recibe muy grande, y eso me parece muy flamenco”. Vigila otros continentes para comprender la expresividad del cuerpo y, a la vez, transita otras percepciones: el juego onírico, lo surreal. “Precisamente lo incluyo para hacer luego un buen descenso a la realidad, son cosas que te confunden para que la realidad tome mucha más fuerza”.
El gran director de orquesta Arturo Toscanini se extasió al ver bailar a Carmen Amaya: “Nunca en mi vida había visto un fuego y un ritmo así”, dijo. Esa misma certeza se nos clava cuando Rocío Molina se despide y se marcha por el lateral de la escena. Se esfuma y parece que sigue ahí flotando, invisible como una armonía, regresada, de nuevo, a su forma original: una onda pura de música.
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Esteban Ordóñez
Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.
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