Pepe Lamarca / Fotógrafo
“Los gitanos tienen dominio del cuerpo, una pose muy característica”
Esteban Ordóñez 18/08/2017
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Pepe Lamarca
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Camarón y Paco de Lucía reían espalda con espalda, camisa blanca y camisa negra: todavía eran jóvenes, inmaculados. Delante de ellos, en la cara oculta de la imagen, el argentino Pepe Lamarca (1939) apretaba el disparador de la cámara. Este fotógrafo tomó algunas de las imágenes más simbólicas del flamenco de las últimas décadas del pasado siglo. Antes de eso, su primer trabajo consistió en retratar para los sindicatos las condiciones insalubres de los obreros de su país. Su militancia de izquierdas lo llevó a la cárcel. Al salir, huyó a España. Comenzaban los años 70. Cuando llegó, ya distinguía una bulería de una seguiriya, de un tango o de una soleá. No tenía antepasados aficionados, había aterrizado en los sonidos negros y salinos andaluces gracias al influjo de la presencia de los exiliados que se dispersaban por América en aquella larga espera de 40 años. La guerra y la dictadura plantaron semillas de cultura española al otro lado del Atlántico. “Vivían exiliados en Buenos Aires Rafael Alberti y María Teresa León. Yo conocía a su hija Aitana y solía ir a su casa con mi amigo Pepe Aguilar”, recuerda. Se encontró con una antología flamenca en tres discos: “Era excelente, ahí estaban casi todos los palos; la escuché mucho y llegué a distinguirlos”. Niño Miguel, Enrique de Melchor, Melchor de Marchena, Tomatito, José Menese, Terremoto, Antonio Mairena… de su mirada salieron algunas de las fotografías que muestra Google cuando buscas a estos artistas; son la primera referencia física de ellos que obtienen los que llegan tarde; es decir, el recuerdo mítico de las grandes figuras.
Siendo extranjero, ¿cómo consiguió entrar de lleno en el mundillo flamenco?
Conocía a Antonio Gades de cuando iba a Buenos Aires a finales de los años 60. Yo le hacía algunos trabajos en el hall del teatro. También conocí a Paco de Lucía y a Camarón en una boda de una prima mía de la que eran amigos. Vine a España y retomé mi relación con Gades. En esa época tenía un restaurante, Casa Gades, en el que empecé a trabajar haciendo fotos a la gente que iba. El restaurante tenía mucha repercusión, cerraba tarde, iba la gente de la noche; todo tipo de gente flamenca como Lola Flores, El Pescaílla… Entonces Paco Revés, que en ese momento llevaba a Paco y a Camarón, me pidió que hiciera un trabajo con ellos. Fue el primer disco que hice para vinilo. El segundo fue para Pepe Menese. También cuando Gades fue director del Ballet Nacional trabajé con él.
¿Cómo afrontó esta iniciación en la fotografía flamenca?
Empecé a ver fotografías que había en el libro Arte y artistas flamencos, de Fernando el de Triana. Son fotos de cuando los artistas se reunían en patios, muchas de ellas anónimas. Me impresionó mucho la elegancia. Eran fotos, más que de actuación, de posados y retratos. Me inspiré. Tenía un amigo sevillano letrista de flamenco y pintor excelente, Francisco Moreno Galván, que me decía: “Pepe, haz más bien retratos, no hagas actuaciones; las fotos no se oyen”. Me hizo gracia esa frase.
¿Qué le atraía de los artistas flamencos?
Era una personalidad de artista totalmente distinta. Yo he trabajado para otros artistas: Tequila, Manuel Alejandro, para la hija de Concha Piquer; pero a mí los que más me impresionaban por su actitud frente a la cámara eran los flamencos. Me di cuenta de que su forma de posar era una forma heredada, posaban como si estuvieran en un estudio antiguo. Traté de modernizar la imagen, pero sin alejarme demasiado. Si alguien me dice que soy un clásico, contestaría que clásico es lo que no se puede hacer mejor [ríe]. Me da igual que me digan clásico. Para mí, un retrato primero tiene que gustarle al artista y, segundo, que viendo una foto te des cuenta de qué tipo de música hace. Hay un excelente fotógrafo de jazz, negro, no recuerdo ahora el nombre, que fotografío a todos los grandes de la época del blues, sus retratos eran de tal perfección que casi escuchabas la música viendo al personaje.
¿Hace falta conocer bien la noche flamenca y documentarse a la hora de enfrentarte al retrato en el estudio?
Sí, para mí es muy importante. Yo compré una enciclopedia que hizo Miguel Ríos Ruiz y muchas veces la miraba antes de que viniera un artista, o llamaba a José María Velázquez-Gaztelu, que es el que hizo Mito y geografía del cante. Primero escuchaba su música y después buscaba sus relaciones familiares, que en el flamenco cuentan mucho. Es una música de transmisión directa. Muy pocos artistas leen un pentagrama. De hecho, cuando fui a los ensayos del Concierto de Aranjuez cuando lo tocó Paco, eran las once de la mañana, yo estaba muy cerca de él y vi que cuando tocaba nunca pasaba las páginas del pentagrama. Al final le digo: ¿Pero tú qué, es que no lees cuando tocas? Y me dijo: “Mira, si me pongo a leer, están todos durmiendo la siesta y yo sigo tocando” [ríe].
Y ese mundo de lo familiar me entusiasmaba. He tratado muchas veces, cuando he tenido una relación más de confianza, de ir por mi cuenta a hacer fotos de la familia. Conocí a Melchor de Marchena y me dijo que le gustaría que le hiciera unas fotos a su hijo Enrique de Melchor. Él no tenía mucha estética gitana, parecía más bien un músico alemán. Recuerdo que cuando Melchor vio el retrato me dijo: “Pepe, me ha gustado mucho tu retrato, me lo has sacado gitano”.
¿Percibes diferencias entre gitanos y payos al enfrentarse al objetivo?
En general sí. Los gitanos tienen dominio del cuerpo, una pose muy característica. Yo le hice muchas fotos a Rafael Romero El Gallina y era impresionante. Le hice unas poco antes de que muriera. Fui con el hijo de Perico el del Lunar. Romero tenía un poco perdida la cabeza: a pesar de que había trabajado muchas veces con él, no se acordaba. Fui con Grimaldos, el crítico de El Mundo. Las fotos fueron fantásticas. Las hicimos en una salita. Fuimos a Cuatro Caminos y él se presentó con una ropa muy pobre y se sentó en una mesa. Yo no quería tirar fotos porque me impresionaba verlo tan caído: murió al poco tiempo. Pero Grimaldos me miró y me dijo “tira”, y fue fantástico, porque saqué una serie de fotos de él conversando. Eran muy bonitas. No usé flash, las saqué con la luz de la ventana. Cada vez que él sentía la cámara, cambiaba de pose. Yo ya lo había fotografiado diez años antes porque era un artista que me gustaba mucho: lo había llevado a mi estudio ayudado por Juan Habichuela, que lo había ido a buscar a La Liebre, un lugar donde se jugaba a las cartas en el Rastro. Le hice 30 o 40 fotos y no sabías con cuál quedarte, era una complicación, si una era buena la otra, mejor: de perfil, primer plano, de frente… y eso casi sin que yo le hablara.
¿Qué es, instinto postural?
Lo he notado mucho en los gitanos. Incluso José Monge, Camarón, que era un hombre tímido y de pocas palabras, a la hora de posar entraba en el juego a la perfección. Venían con el padre de Paco, Antonio Sánchez, que quería que fuera todo muy clásico: miraba el objetivo antes de que hiciera la foto, decía que estaba bien y yo tiraba. Cuando el padre de Paco se fue, nos liberamos un poco y salió esa foto en la que están ellos de espaldas riéndose.
¿Recuerda de qué se reían en ese momento?
Se reían porque estábamos relajados. El padre se había ido y empezaron a bromear y a cantar cosas como borriquito como tú, tururú. Se reían también de mi ignorancia en algunas cosas. Los dos tenían camisa blanca y yo le llevé una camisa negra a Paco. Los puse juntos, sentados. Estábamos charlando y yo tiraba fotos… Con Camarón habría querido trabajar en la última época, pero no tuve oportunidad. El trabajo que se hizo no me gusta.
¿Por qué no le gusta?
No sólo a mí, a La Chispa [viuda de Camarón] tampoco. Se ve que estaba jodido rápidamente, y creo que hubiera sido bonito hacer lo que hice con Rafael Romero o con el mismo Melchor de Marchena: eran fotos en las que se veía lo artistas que eran y trataban de soslayar la cosa un poco patética…
O sea, salvar al artista…
Claro, después de todo, a los artistas los escuchamos después de muertos. La inmortalidad de un artista que te deja una herencia, ya sea en la música, en la pintura o en la literatura, creo que hay que cuidarla. Es mi opinión, quizás hay algo de idealización; idealizar a un personaje que te deja una herencia tan bonita me parece bien. Eso me ha pasado otras veces. Fotografié a Manuel Soto Sordera muchas veces, y cuando ya estaba mal me fui a hacerle un reportaje a Jerez. Ocurrió lo mismo que con Rafael Romero. Frente a la cámara dejaba de lado su malestar para demostrar que él era él. Hay gente a la que hay que idealizar y otra a la que no: no es lo mismo fotografiar a El Gallina que a una rata como Rato.
¿Qué opina del estilo fotográfico que se está empleando ahora en el flamenco?
No me gusta hablar de compañeros…
¿Y como tendencia?
Yo creo que la foto digital -yo soy todavía analógico- y la posterior manipulación a través de Photoshop quita naturalidad al trabajo. [Medita unos segundos]. El condicionamiento que teníamos los fotógrafos de mi edad de hacer una buena portada de vinilo (30 por 30 o, abierto, 30 por 60) era un desafío grande; tenías la limitación de las medidas, y al ser un trabajo de encargo hace que reflexiones más sobre lo que tienes que hacer y que la búsqueda sea más concisa. En cambio, yo lo que veo ahora es mucho naturalismo, buscan la instantánea y muchas veces no cuidan al artista, buscan una cosa más de expresión. Pero hay fotógrafos jóvenes que me gustan mucho, por ejemplo, de la Isla [de San Fernando]: Juan Silva, Ignacio Escuin o el sobrino de Camarón, Juan Luis Monge.
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Esteban Ordóñez
Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.
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