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Esto va de gente desquiciada por Madrí. Era la una y media de la noche, y se oyó un ruido de ruedas de bici municipal (se las distingue porque suenan a fresadora industrial). Sobre el sillín, un ente. Como aún no había cometido la locura con la que iba a obsequiarnos, sólo notamos una forma humana. Suele decir mi amigo El Figa que el millennial, como criatura narcisista genuina, al caminar por la calle, sólo atribuye físico (identidad) a quien, por lo que sea, le hace sentir exhortado. Mientras no sea así, todos son trozos de carne bípedos. El caso es que este humano random, de pronto, se detuvo y gritó con mucha tráquea: “¡Joder!”, y sólo cuando miramos, se apeó y tiró la bici por los aires y clamó: “¡Esto es una puta mierda!”.
La bici voló bastante. Como lanzamiento no estuvo mal: al tío le dio tiempo a descerrajar aquel espumarajo mientras seguía la trayectoria. Al verla caer al suelo, se desgañitó de nuevo: “¡DIOSS!”. Se notaba que al pobre la bici le había ofendido personalmente. Para él, en ese momento no había nada más cierto que lo siguiente: la bici poseía sistema nervioso, era una cosa viva, y por lo tanto le acababa de infligir un serio daño físico (y emocional). Pero los desquiciados nunca se quedan el tiempo suficiente para comprobar la falta de sustento de sus neuras. El pavo enfiló la calle, victorioso, mascullante, con sus botas militares (en verdad, llevaba bambas).
A mi amiga Trini (estábamos los dos solos en ese tramo de calle), le susurré: “Vete, vete, no vaya a ser que venga para acá”. Se lo dije con mucho cuidado de que no me oliera el aliento a pólvora como a Reverte, más que nada porque la Trini es feminista y, encima, manchega, y en realidad yo lo único que quería era poder salir por patas sin preocupaciones llegado el caso. Al final, resultó que el histérico vivía en esa misma calle. El siguiente puerto de BiciMAD se encontraba como a siete minutos de allí. Es decir, nunca tuvo intención de aparcar en su sitio. A algunas personas, el mundo les ataca en los momentos más oportunos.
Cuatro días después, en la línea 5 de metro, apareció otro desquiciado delicioso: un joven con pelo largo y anorak. Empezó a insultar a otro cuando se acercaba su parada. “Qué me miras”, “te arranco la cabeza”, “chss”, “muerto de hambre”. Era imposible identificar al destinatario de las amenazas porque nadie se daba por aludido. Se abrieron las puertas y aquel salió lentamente, remoloneando y repitiendo, “muerto de hambre”, “chss”. Parecía que se marchaba, pero no había quedado satisfecho, así que se detuvo en el andén y retrocedió. “¿Maricón?” (fue así: quería insultarlo, pero le salió, más bien, una consulta).
Meditó y, de repente, se acercó a la papelera y hurgó dentro. Parecía estar buscando algún objeto con el que cumplir su promesa de reventarle la cara al otro. Los pasajeros empezaron a mirarse unos a otros para calibrar el nivel de miedo que podían permitirse. En este ojeamiento general, un treintañero con carpeta ofrecía una escueta sonrisa burlona. Era burlona porque deseaba que cualquier otro le devolviera una mueca parecida para certificar que, efectivamente, no había que tomarse aquello en serio. Y era escueta para evitar que el desquiciado se ofendiera si era un tipo peligroso de verdad.
Finalmente, el tío encontró algo en la basura y se acercó de nuevo a la puerta del vagón. Con mucho gusto, lanzó un envoltorio de magdalena al interior, lo señaló con el dedo y gritó: “¡La tienes más pequeña que esto!”. Aquí hay dos cosas mal. Por un lado, le habría salido más a cuenta dejar el asunto como estaba y retirarse. Pero una vez decidió entregarse a la poesía visual, podría haber escogido otra opción. Porque aquel papel no era de una magdalena cualquiera, sino de una magdalena valenciana, que son rectangulares: quizás no sean muy largas, pero sí tienen un grosor importante, lo cual garantizaba al destinatario del insulto, al menos, un pene absolutamente funcional.
La historia termina ahí. Cuando se cerraron las puertas y el vagón avanzó, el treintañero de la carpeta encontró a quien le devolviera la sonrisa.
Esto va de gente desquiciada por Madrí. Era la una y media de la noche, y se oyó un ruido de ruedas de bici municipal (se las distingue porque suenan a fresadora industrial). Sobre el sillín, un ente. Como aún no había cometido la locura con la que iba a obsequiarnos, sólo notamos una forma humana. Suele decir mi...
Autor >
Esteban Ordóñez
Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.
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