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El chico del parque tiene los años suficientes como para asustarte, es decir, para que creas que si de verdad estuviera loco podría hacerte algo malo. Tendrá unos 14 o 15 años, pero posee una especie de edad sin edad que desconcierta. Al verlo, uno asume que permanecerá siempre así, como una criatura infantilizada. Probablemente, cuando peine canas, seguirá cabeceando y meneando sus ojos electrocutados como ahora. Para entonces, la gente lo observará con más extrañeza todavía.
Suele correr y gritar por un parque de Madrid donde hay cotorras verdes que se amenazan entre sí y luego vuelan juntas y traman cosas por las verjas. En medio de ese jaleo, el chaval se revuelca en un foso de arena pensado para que jueguen niños mucho más pequeños que él. Espantando a las aves, trepa a la viga de un columpio y levanta los brazos y proclama algo: emite un sonido gutural, iracundo. Luego se lanza al foso, y al caer se le ve en la cara que concibe algo triunfal en su forma de aterrizar.
La primera vez que lo vi, me asustó. No lo esperaba. Emergió de unos matorrales y vino, rápido, inclinándose como un dibujo manga. Se paró en seco delante de mí, se agachó y dio un puñetazo en el suelo. Se hizo daño.
Luego siguió a lo suyo. Zanqueaba sin camiseta. Sus costillas podían contarse una a una desde lejos. Su cabeza rapada recordaba a esos niños de la postguerra que dominan el imaginario de quienes no vivimos la postguerra. Era un rapado de peluquería, pero de eso me di cuenta más tarde: en principio, vi un cráneo plagado de calvas y trasquilones. Su comportamiento delirante debió de sugestionarme.
Esa expresividad pura, ese entusiasmo sin sujeción a ninguna norma de comportamiento atribuible a su edad, a su cuerpo; esa ausencia de discreción… Cruzarnos con personas que rompen los moldes de la normalidad nos alerta y, sobre todo, nos enseña cuánto necesitamos los prejuicios para sentirnos tranquilos. Primero escruté el parque buscando a alguien que pareciera estar a cargo de él. Después busqué alguna señal que confirmara que aquel comportamiento no era una elección, sino el resultado de alguna enfermedad. No encontré nada… Necesitaba etiquetarlo para dejar de hacerme preguntas. Necesitaba encontrar un síndrome al que mirar para no mirarlo a él directamente. Fue una reacción automática que luego he visto repetirse en todas las personas que se cruzaban con él.
Después de aquello, lo he ido encontrando casi cada tarde. Me he dado cuenta, por ejemplo, de que los borrachos del parque suelen ignorarlo. Sin embargo, en ocasiones, le dirigen esos ojos calmosos que se les ponen cuando han comprado vino y se esperan y lo dejan sin abrir dentro de una bolsita para fingir que disfrutan –durante unos minutos– de una sed sin ansiedad: de un capricho y no de una necesidad mortal. Se diría que lo miran y recuerdan cosas.
Una tarde descubrí que el adolescente tenía casa. No es que hubiera supuesto que dormía en el nido de las cotorras, pero tampoco le había atribuido un hogar. Abrió la puerta y se agarró al marco. Miró a los lados y antes de saltar a la acera levantó la cara y emitió un gemido pletórico como anunciando que había llegado su momento.
Otro día asistí a su llegada al parque. Bajó una cuesta derrapando. Iba hablando solo, reproduciendo el diálogo de alguna película de acción. Se cruzó con un perro que, lejos de asustarse, comenzó a seguirlo, entusiasmado, dando saltitos. El chaval no le hacía mucho caso, iba a lo suyo, pero el animal lo miraba con la lengua ladeada. Cuando el chico trepó a la viga del columpio y empezó a gritar de puro éxtasis, el perro, feliz, se puso a aullar con él.
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Autor >
Esteban Ordóñez
Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.
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