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ANTONIO DIÉGUEZ / CATEDRÁTICO DE LÓGICA Y FILOSOFÍA DE LA CIENCIA

“La inmortalidad implicaría la desaparición del yo, y solo un yo puede tener experiencias”

Roberto Valencia 7/01/2018

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Los hombres mueren: estas tres simples palabras encierran la gran tragedia privada y pública de nuestra especie. Somos artefactos biológicos construidos para no perdurar, para permanecer en activo unos pocos años antes de nuestra desintegración final. Esta verdad, tan difícil de aceptar por la conciencia, supone una condena y un reto. ¿De qué modo puede asumirse? ¿Se puede hacer algo al respecto? Desde hace unos años, una corriente tecno-científica llamada transhumanismo centra sus esfuerzos en investigación en rebatir el dominio de la muerte. Tanto es así que algunos de sus representantes han prometido que la inmortalidad está a la vuelta de unos pocos años. El catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia en la Universidad de Málaga, Antonio Diéguez, ha estudiado esta promesa en su libro Transhumanismo (Herder, 2017), desmantelando parte de las promesas transhumanistas y ofreciendo un importante caudal de pensamiento crítico al respecto. En la siguiente entrevista partimos de sus conclusiones para reflexionar sobre la utopía de la inmortalidad y su reverso más realista.

Has estudiado a fondo el transhumanismo, el movimiento tecno-cultural que ha prometido, entre otras cosas, “vencer a la muerte”. Es obvio que el deseo de inmortalidad ha acompañado al ser humano desde el inicio de la vida racional, pero la promesa de los científicos transhumanistas vuelve a agitar nuestros anhelos más recónditos. Mi primera pregunta es: ¿estamos moral y filosóficamente preparados para ser inmortales?

La inmortalidad en sentido literal, es decir, entendida como la imposibilidad de morir estando ya vivo, es una noción que solo vale para la ciencia ficción.

No estamos ni moral ni filosóficamente preparados para la inmortalidad porque es imposible estarlo. La inmortalidad es algo estrictamente inconcebible, aunque podamos designarla con un término que aparenta tener un significado bien determinado. No es algo que podamos incluir en una unidad, y por ello el concepto nos engaña haciéndonos pensar que se refiere a algo definido con precisión. Para empezar, no está nada claro quién (o qué) sería el sujeto de dicha inmortalidad. Incluso cuando el creyente cristiano piensa en la inmortalidad del alma, o del alma junto al cuerpo glorioso tras la resurrección de los muertos, es decir, cuando piensa en una “vida” en el más allá, solo es capaz de imaginar la repetición indefinida de sus actos (en este caso, la contemplación de la divinidad), o, si se quiere, en una sucesión interminable de episodios, pero eso no abarcaría más que un pequeño trozo de esa inmortalidad: aquel en el que el sujeto aún seguiría siendo algo parecido a lo que fue en un primer momento. Además, esa forma de verlo asume que la inmortalidad se daría en un tiempo sin fin, pero hay quien considera que es más acertado entenderla como una existencia fuera del tiempo, lo cual la hace aún más inconcebible. La inmortalidad en sentido literal, es decir, entendida como la imposibilidad de morir estando ya vivo, es una noción que solo vale para la ciencia ficción. Hay organismos, como la hidra, con una vida de duración indefinida, pero ni siquiera eso puede ser considerado como inmortalidad. En ese sentido, la muerte nos es de lo más natural; si bien la nuestra propia siempre se nos antoja como innatural, tan innatural como solo puede ser la nada.

Si la promesa de la inmortalidad es inconcebible, ¿de qué modo se sitúa la ciencia médica respecto a esta imposibilidad? 

La investigación biomédica no trata de proporcionarnos la inmortalidad, ni siquiera como ideal. Bastante tiene con mantener la salud de los sanos y curar de sus dolencias a los enfermos. La muerte es otra cosa, que le pasa, por cierto, tanto a los enfermos como a los sanos cuando llegan a viejos. Uno se puede morir sanísimo. De hecho, a eso es a lo que yo aspiraría, a morir muy tarde y muy sano, y creo que es una aspiración más sensata que la de la inmortalidad. Para conseguir satisfacerla, la ayuda de la investigación biomédica es fundamental. El envejecimiento, por otro lado, no es una enfermedad. Sobre esto se ha discutido mucho, pero parece haber un cierto consenso al respecto. La pretensión de considerar el envejecimiento como una enfermedad curable, o al menos, como una enfermedad que podemos prevenir indefinidamente, no solo encierra supuestos teóricos discutibles, sino que viene empujada a menudo por intereses poco científicos. Si se aceptara alguna vez que el envejecimiento es una enfermedad, los sistemas de seguridad social de aquellos países que los tuvieran se verían presionados para pagar los medicamentos anti-envejecimiento, que hoy se venden a precio de oro en muchos casos, sin que su eficacia esté probada.

¿Y qué hay del dolor? Es una pregunta muchas veces realizada, pero me gustaría saber tu opinión: ¿qué papel juega el dolor en nuestras vidas? 

Es una cuestión muy diferente. El dolor no propicia la muerte, sino todo lo contrario. Su función biológica es la de evitar la muerte al avisarnos de situaciones peligrosas para el organismo y motivarnos para eludirlas. El dolor es algo enormemente útil. Los vertebrados (aunque en el caso de los peces esto es aún controvertido), y posiblemente algunos invertebrados con un sistema nervioso complejo, como los cefalópodos, y en especial el pulpo, sienten dolor ante cualquier estímulo interior o exterior que pone en peligro sus vidas (aunque haya también disfunciones en este mecanismo, como dolores ficticios en miembros amputados, dolores ante estímulos no nocivos, o dolores inespecíficos). Para experimentar dolor no hace falta un alto grado de consciencia. Hay indicios de que los peces sienten dolor, y sin embargo el grado de consciencia que les suponemos es muy pequeño. Sin el dolor, ningún vertebrado sobreviviría mucho tiempo. Acabaría desangrado, infectado, amputado, quemado, congelado o aniquilado por los parásitos. El dolor indica un daño en los tejidos que debe ser atendido por el organismo, retirándose del estímulo en ese momento o poniendo remedio al daño si es que sabe y tiene la capacidad de hacerlo. Sobre todo, su función es hacer que el organismo evite en el futuro nuevos daños. El organismo aprende rápidamente cuál fue la causa de su dolor y procura no repetir la experiencia.

Imaginar la inmortalidad es algo que solo unos pocos privilegiados han podido hacer (Borges, Simone de Beauvoir). Incluso los científicos transhumanistas parecen no poder hacerlo. ¿No es un contrasentido?

No creas. Los transhumanistas le echan mucha imaginación al asunto. Otra cosa es que la inmortalidad que imaginan pueda ser tomada siempre en serio. En algunos casos se parece a una perpetua Disneylandia; en otros, tiene unos tintes místicos de unión espiritual con otras mentes o con el cosmos que recuerdan más a una religión que a otra cosa. No es extraño que hayan empezado a surgir orientaciones religiosas dentro del transhumanismo. En realidad, sobre este asunto hay muy pocas imágenes nuevas que puedan añadirse a las que ya nos han proporcionado las tradiciones religiosas con sus diferentes escatologías. Los transhumanistas, pese a su esfuerzo imaginativo, no van mucho más allá de introducir abundante tecnología allí donde antiguamente se imaginaban huríes, banquetes interminables, paraísos en la tierra, o comunión espiritual de los santos.

¿Revela esta incapacidad de imaginar la inmortalidad nuestro origen animal? ¿Lo azaroso de la razón humana?

Muy posiblemente, aunque la razón humana ha podido despegarse imaginativamente en múltiples ocasiones de lo que podría esperarse por su origen animal. Ha podido imaginar números transfinitos, que, puestos a imaginar científicamente, es lo más parecido que encuentro a la inmortalidad.

Si la ciencia lograra vencer a la muerte, ¿constituiría la inmortalidad un horizonte deseable en términos sociales, políticos y ecológicos?

La ciencia nunca logrará vencer a la muerte, al menos si hacemos caso del segundo principio de la termodinámica.

La ciencia nunca logrará vencer a la muerte, al menos si hacemos caso del segundo principio de la termodinámica. Todo tendrá un final. Lo que sí se conseguirá posiblemente es alargar la vida de los seres humanos de una forma muy significativa, quizás hasta los 122, la edad máxima que alguien ha podido vivir hasta ahora, quizás bastante más. Habrá que verlo. Será muy difícil, pero no parece que sea imposible. La ballena boreal, un mamífero como nosotros, puede vivir más de 200 años. Obviamente, una perspectiva de extensión semejante en la esperanza de vida de los seres humanos, sin cambios radicales en nuestra tecnología y nuestro sistema económico, sería catastrófica. Habría que ralentizar o detener por completo el número de nacimientos si no queremos que la superpoblación acabe con cualquier posibilidad de subsistencia, y eso tendría repercusiones sociales enormes. Significaría que unas pocas generaciones, dos o tres, habrían decidido convertirse en los ocupantes permanentes de este planeta, en sus dueños definitivos. Quizás pueda pensarse que no hay motivo para lamentar que generaciones aún no nacidas no tengan ninguna oportunidad de venir a la existencia. Después de todo, si no existen, no pueden sufrir ningún daño ni ninguna injusticia. Pero no está claro que el ser humano no necesite de las nuevas generaciones para no estancarse como especie cultural e histórica. Podríamos tener un cuerpo permanentemente joven y aun así nuestra mente envejecería hasta dejar de tener ideas arriesgadas y verdaderamente novedosas; hasta dejar de ambicionar cambios sociales y políticos sustanciales. La perspectiva de un planeta convertido en multitudes de jóvenes con mente de jubilados no parece muy halagüeña. Para mantener el impulso histórico y vital, no bastaría con cuerpos inmortales, habría que potenciar también la mente. Y, sin embargo, incluso una mente mejorada estaría sometida al envejecimiento, por el mero hecho de ser una mente experimentada.

Déjame que retome la utopía por un momento. Si se lograra consiguiera la inmortalidad, ¿sería un logro democrático (al alcance de todos) o aristocrático?

Casi cualquier tecnología novedosa ha estado en sus comienzos al alcance de muy pocos. Solo de aquellos que podían permitírsela en esas fases iniciales, en las que su precio suele ser muy alto. La esperanza de los transhumanistas es que, al igual que ha sucedido en otras ocasiones, a medida que la tecnología se desarrolle y expanda, sus precios bajarían y estarían a disposición de casi todos, y para los pocos excluidos siempre quedaría el recurso a las políticas públicas de redistribución y seguridad social. El problema es que, si el tiempo que se tarda en procurar un acceso igualitario a dichas tecnología de mejora es lo suficientemente largo, las desigualdades económicas iniciales habrán quedado ya cristalizadas sin remedio en desigualdades aún mayores de tipo genético. Los ricos serán genéticamente diferentes de los pobres, y una brecha así sería insalvable, porque minaría cualquier atisbo de solidaridad humana. Téngase en cuenta que llevar la delantera en este asunto puede implicar pertenecer ya a otra especie biológica.

Este nuevo impulso del transhumanismo por vencer la muerte y por lograr un mejoramiento radical del ser humano, ¿revela el fracaso de las religiones, de la filosofía o de la cultura?

Más bien revela la persistencia de las esperanzas de trascendencia que las religiones y ciertas filosofías han querido siempre alimentar. O quizás revela que estamos programados para desear la persistencia en el ser, por miserable que sea nuestra vida. Desde un punto de vista evolutivo, somos máquinas de pervivencia. Por eso la búsqueda de la mejora humana por medios tecnológicos ha estado presente en nuestra especie desde sus orígenes mismos, como ya señaló Ortega. La tecnología es el modo en el que el ser humano ha conseguido pervivir en este planeta, y lo hace transformando el planeta entero en un entorno artificial apropiado. Es ahora cuando notamos con claridad los efectos de estar en una nueva era, el Antropoceno. Pero el ser humano comenzó a generarla desde el primer instante de su existencia. Los seres humanos han vivido siempre en una naturaleza 2.0. La naturaleza como tal, la originaria, la prehumana, nos es bastante ajena, y quizás por eso soñamos que podemos prescindir de ella y no percibimos con la contundencia debida la amenaza de su destrucción previsible. Creemos ingenuamente que cuando las cosas empiecen a ir mal aquí, nos mudaremos a Marte o a otros planetas fuera del Sistema Solar. Creemos que esta naturaleza es como la piel mudable de una serpiente: nos procuraremos otra cuando se nos agote. Esta mentalidad no encierra un fracaso de las religiones ni de la cultura, sino que ella misma es una manifestación de ese sentido de trascendencia sobre lo natural que las religiones y la cultura tradicional han sostenido. Solo en las últimas décadas hemos empezado a comprender sus límites. Ortega, de nuevo, lo vio con claridad: somos centauros ontológicos, en parte naturales y en parte extranaturales. La naturaleza no es nuestro lugar, pero tampoco podemos prescindir de ella, al menos mientras sigamos siendo humanos. No podemos renunciar a nuestra voluntad de autocreación, pero tampoco podemos desembarazarnos de nuestro pasado, de los proyectos vitales que hemos sabido que fueron exitosos y fructíferos, y que en el fondo buscamos recrear. 

El problema es que estamos concibiendo y ejecutando bastante mal nuestra voluntad de autocreación. Parecemos una especie empeñada en desarrollar nuestro potencial de autodestrucción (guerras, amenaza nuclear, desastre ecológico...). No creo demasiado en los determinismos, pero ¿no parece que esa supuesta libertad de autocreación sigue un guion de destrucción del que no podemos escaparnos?

Pues me temo que tienes razón, que eso es lo que parece. Pero como yo no creo tampoco en el determinismo tecnológico, ni en el histórico o social, no puedo aceptar que no haya escapatoria posible. Como dice Jorge Riechmann, un admirado colega filósofo y poeta al que leo y escucho siempre con gran atención, estamos en el siglo de la Gran Prueba. Nos vamos a jugar nuestro futuro como especie en los próximos años. Todavía no está decidido que el final sea el desastre, pero lo que sí parece muy claro es que para evitarlo nuestro modo de vida tiene que experimentar cambios radicales, más profundos de lo que habitualmente se supone. No basta con reciclar los plásticos y pasarse al coche eléctrico. Todo el sistema económico debe transformarse. La cuestión es si estaremos dispuestos a hacer dichos cambios cuando le veamos de verdad las orejas al lobo, y si no será para entonces demasiado tarde. Hay quienes confían en que la tecnología venga una vez más a salvarnos, pero yo no apostaría solo a esa carta. Es más, apostar solo a esa carta es parte del problema. Es uno de los reproches principales que cabría hacerle al transhumanismo. Su tecnoutopía no solo incluye mejores tecnologías –máquinas superinteligentes entre ellas– que supuestamente paliarán e incluso revertirán la depredación que hemos practicado sobre nuestro planeta, sino que promueve la aplicación directa de las biotecnologías al ser humano para limitar el deterioro causado o para adaptarnos a él. Así, se nos dice que podríamos intentar la mejora moral del ser humano mediante manipulación genética, de modo que un aumento en la empatía conduzca a una disponibilidad mayor para aceptar sacrificios en nuestro bienestar en favor del bien común; e incluso se nos sugiere la posibilidad de rediseñar genéticamente a los seres humanos para que consuman menos recursos y soporten mejor un clima más cálido o una mayor presencia de toxinas en el medio ambiente.

Heidegger definió el hombre como el ser-para-la-muerte. ¿Cómo sería el ser-para-no-la-muerte? A tu juicio, ¿acertaron Borges y Simone de Beauvoir en sus textos literarios?

Borges describe muy bien el inimaginable tedio de la inmortalidad. Esta ha sido, por otra parte, la acusación más repetida contra la idea misma de inmortalidad, aunque la réplica que se ha dado no es menos atendible: más tedioso es estar muerto. No estoy muy seguro de que nos enseñe mucho caracterizar al ser humano como un ser-para-la-muerte, pero sí parece que sin la consciencia de la muerte, nuestras acciones, nuestro proyecto de vida, nuestras relaciones con los demás, nuestro apego por ciertos lugares o ciertas cosas, se verían seriamente trastornados. Como dice Borges en “El inmortal”: “Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso”. Sin la consciencia de la muerte nada podría ser visto como único, como especial. Todo acontecería bajo la perspectiva de una posible repetición.

Escribe Hannah Arendt “los hombres, aunque han de morir, no han nacido para eso, sino para comenzar”. ¿Significa esto que la aceptación de la muerte es una empresa imposible para la razón o para el espíritu?

Yo lo interpretaría más bien en el sentido de una crítica o corrección a su maestro Heidegger. Habría que ver el contexto, pero supongo que lo que quiere decir es que el ser humano no es un ser-para-la-muerte, sino alguien volcado siempre a la esperanza de un nuevo comienzo, aunque sepamos que la muerte acabará finalmente con cualquier proyecto o empresa que iniciemos. La muerte de los demás la aceptamos como normal, incluso la de los seres queridos, al menos con el tiempo. La muerte propia es siempre una posibilidad que sabemos que algún día se hará real, pero la contemplamos como si fuera a ocurrirle a un yo futuro que aún no somos, y en ese sentido la aceptamos solo a medias.

La muerte supone tanto un límite de la experiencia como un límite de la vida. Respecto a lo primero, ¿es cierto que la cancelación de la muerte supondría la cancelación de los límites de la experiencia?

La inmortalidad implicaría la desaparición del yo, y solo un yo puede tener experiencias. La cancelación de la muerte no sería una cancelación de los límites de la experiencia, sino una cancelación de toda experiencia, esto es, de toda experiencia significativa sentida por un yo. Borges coincide en ello cuando escribe que la inmortalidad sería para cualquier persona una forma de “dilatar su agonía y multiplicar el número de sus muertes”.

¿La muerte supone un garante de que la vida puede tener un sentido?

Creo que la respuesta queda implícita en lo ya dicho. Una vida de duración indefinida deja en algún momento de tener el sentido de una vida coherente y unificada. Se convierte en una sucesión de vidas, o mejor, de episodios vitales deslavazados y sin una narrativa que los unifique. Llegaría un momento en que cualquiera que viviera sin fin en el sentido temporal viviría también sin fin en el sentido teleológico, a no ser el de la mera pervivencia. Podría cambiar de fines, quizás tantas veces como quisiera, pero cuanto más lo hiciera, más dificultades tendría en poder articular toda esa concatenación de proyectos renovados como una senda recorrida por el mismo sujeto que la inició. Obviamente, todo esto no son más que suposiciones. Habrá que esperar a que podamos conversar con un inmortal para confirmarlo.

Volviendo al transhumanismo, los avances de sus científicos tratan, sobre todo de intervenir sobre el cuerpo como cuerpo, y cuando trasladan sus objetivos a la mente, es para tratar de idear mecanismos de control de las conciencias y de las conductas. ¿Revela esto alguna perversión totalitaria de los científicos?

Son pocos los científicos que se adhieren sin ambages al transhumanismo, aunque hay que admitir que algunos de los que lo hacen muestran una verdadera falta de sensibilidad por el sufrimiento que sus ideas podrían causar, y que su confianza absoluta en que el camino a seguir es el que ellos trazan pone de evidencia que atienden muy poco a los deseos y a la voluntad de los demás. Sólo así puede entenderse, por ejemplo, que haya quien reclame la resurrección de un neandertal mediante la biotecnología. Yo no diría que hay entre los transhumanistas, sean científicos o no, un afán especial por controlar la mente de las personas, sino que más bien lo que parecen manifestar es una confianza excesiva en que el uso completamente libre de la tecnología conducirá necesariamente a consecuencias beneficiosas para todos. Más que síntomas de totalitarismo, lo que muestran es una visión de la sociedad y del papel de la ciencia y la tecnología cercana, por no decir bastante coincidente, con la que preconiza el neoliberalismo. Pero en el movimiento transhumanista hay de todo, y también hay socialistas.

Al respecto de esto, tengo que preguntarte si la filosofía, el arte o la cultura saben algo sobre la vida que la ciencia no sabe. La ciencia, en su empeño técnico de dominar el medio natural, obvia este tipo de consideraciones sobre la imposibilidad de la inmortalidad o el hecho de que ésta pueda no ser algo aconsejable. Te pido disculpas por una pregunta tan general. Pero, ¿está la ciencia ensimismada? ¿Debería dejarse influir más de lo que lo hace por el arte o el pensamiento?

Claro que la filosofía y el arte saben cosas que la ciencia no sabe. Pretender lo contrario delataría un cientifismo poco justificable, aunque algunos, como Stephen Hawking, estén empeñados en defenderlo desde su autoridad como científicos, y desde sus escasos conocimientos filosóficos, todo hay que decirlo. Pero ciertamente no se puede generalizar esta posición. Un prestigioso científico español, catedrático de Genética en la Universidad de Valencia, que también es filósofo, Andrés Moya, distingue en algunas de sus publicaciones entre la ciencia fáustica y la ciencia prometeica. Creo que es una distinción bastante iluminadora para entender lo que está sucediendo, e incluso una buena propuesta para hacer mejor ciencia, o una ciencia más humana, como habría dicho Feyerabend. La ciencia fáustica toma su nombre del personaje de Goethe. Recordemos que Fausto, revirtiendo el comienzo del evangelio de San Juan, afirma: “en el principio era la acción”. Para la ciencia fáustica lo principal no es “la palabra”, el “logos” –la comprensión o el entendimiento, vale decir–, sino la transformación, la manipulación de la realidad, el afán de dominio, como bien señalas. La ciencia prometeica, en cambio, estaría interesada antes en la comprensión que en la acción. Se preocupa de no actuar a ciegas o con información insuficiente. La acción solo puede venir tras un profundo conocimiento de los “porqués” y los “para qué”, es decir, de los fundamentos teóricos, de las consecuencias previsibles y de los fines a los que debe ir dirigida. Podría decirse que la ciencia prometeica muestra que otra ciencia (diferente a la fáustica) es posible. Ya sé que afirmar esto no va a cambiar nada, y que la tecnociencia sigue su marcha, pero si lo decimos y lo creemos cada vez más personas, quizás en el futuro sí pueda cambiar algo en el modo de hacer ciencia. Al fin y al cabo, la ciencia es un elemento de nuestra cultura y, como tal, puede ser influido por otros, como ha sucedido a lo largo de la historia, por mucho que hoy la influencia vaya sobre todo en el otro sentido: de la ciencia al resto de la cultura.

¿Qué crees que pensaría un transhumanista que leyera esto que has dicho un poco antes de que la ciencia nunca logrará vencer a la muerte?

Depende de lo radical que fuera en sus convicciones. Los más moderados no estarían muy lejos de lo que digo. Los más radicales pensarían que me equivoco y que soy demasiado escéptico con respecto a las posibilidades que nos abren las nuevas tecnologías.

Desde tu posición de filósofo, ¿cómo afrontas el destino nada ficticio de la muerte?

Ante todo quejándome poco de que ese sea mi destino, como el de todos, y pensando menos aún en él. Eso del memento mori no va conmigo. Ya que estamos aquí sin que nadie nos haya preguntado, lo mejor es llevar con dignidad este hecho, disfrutar de la vida lo que se pueda, preferiblemente de las cosas más sencillas, que suelen ser las más agradables de frecuentar, buscar la compañía de los seres queridos y tratar de dejar un grato recuerdo en aquellas personas que lo conservarán durante unos años. Esa existencia extra proporcionada por la persistencia de nuestro recuerdo también es llamada “inmortalidad”, sobre todo cuando dura muchas generaciones. Aspirar a ella no está mal, pero desde luego no sirve para compensar una vida desperdiciada.

Has expresado varias veces que la mortalidad es nuestro destino más probable. De acuerdo con esto, ¿qué concibes a modo de esperanza?

La muerte no es nuestro destino más probable, sino que es nuestro destino inevitable. La esperanza la dejo para cosas concretas en la vida cotidiana.

La muerte no es nuestro destino más probable, sino que es nuestro destino inevitable. La esperanza la dejo para cosas concretas en la vida cotidiana. Ayuda a hacerla más llevadera. Tengo esperanza en que España consiga resolver problemas que viene arrastrando desde hace siglos, porque he visto cómo ha conseguido hacerlo con algunos de ellos. Tengo esperanza en que consigamos erradicar la guerra y la pobreza, como las mises de los concursos de belleza, porque es factible y porque hemos hecho progresos significativos hacia ese fin en las últimas décadas. Tengo esperanza en que a mis hijas les vaya bien en la vida. Todo esto es realista, alcanzable, y pensar en ello me facilita la existencia, así que es ahí donde pongo mis esperanzas. Por supuesto que me gustaría tener esperanzas más trascendentes. Me gustaría que la muerte no fuera un final, pero dicho esto, ya no sabría cómo terminar la frase.

¿Crees que tener conocimientos sobre ciencia y filosofía ayuda a aceptar el aciago destino o nos nubla la vista con un horizonte trágico nada beneficioso para el ánimo?

En muchas ocasiones sí, pero creo que en este asunto ayuda más la filosofía que la ciencia. La ciencia puede mostrarte la maravilla y majestuosidad del universo, la belleza de su orden, la complejidad de su urdimbre, la sutileza de sus detalles, y ello suscita una sensación estimulante de comprensión y de reconciliación con la naturaleza, pero finalmente el mensaje que deja es desolador: todo esto es indiferente a tus cuitas y a las del resto de tus congéneres. La filosofía, en cambio, ha buscado siempre algún consuelo a esa indiferencia cósmica. Supongo que de ahí viene la expresión “tomarse las cosas con filosofía”. Pero en la filosofía encuentras de todo. Encuentras filósofos del consuelo, como Epicuro o Marco Aurelio, y encuentras filósofos del naufragio, como Schopenhauer o Cioran. Lo que ocurre es que incluso estos últimos pueden ser también una fuente de consuelo si se los interpreta de la forma apropiada. Por lo menos, proporcionan una sacudida que vale para salir del atolladero.

Si la muerte fuera una entidad con la que se pudiera uno comunicar, ¿qué le dirías?, ¿qué le preguntarías?, ¿qué le pedirías?

Es una pregunta interesante. Nunca me había puesto a mí mismo en esta situación trágica del caballero y la muerte. Decirle yo o preguntarle a ella, creo que nada. No me apetecería entrar en conversación con quien viene a quitármelo todo, a aniquilarme literalmente. No iba a darle encima el gusto de una buena conversación, a lo Bergman. Me conformo con que no me haga danzar; mejor acabar rápido. Sí le pediría una cosa, la que casi todos le pediríamos: ¿por qué no vuelves más tarde?

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Autor >

Roberto Valencia

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20 comentario(s)

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  1. Kurgan

    Este tío con tanto titulo y tanta cátedra es un ignorante, que solo habla por hablar, como todos los titulitis contemporáneos de la modernidad... que hablan sólo desde una prespectiva intelectual/mental teórica y basándose en lo puramente sensitivo material.. No es cierto que "solo un yo pueda tener experiencias" Métase ud.. Haga el favor... en una sesión con 5-Metioxi-DMT y luego cuando acabe me vuelve a soltar esas soplapolleces... De nada.

    Hace 4 años 7 meses

  2. Carlos

    Los hombres mueren: estas tres simples palabras encierran la gran tragedia privada y pública de nuestra especie. Me pregunto si las mujeres mueren también...

    Hace 4 años 9 meses

  3. Yack

    La inmortalidad se entiende como vivir tantos años como quieras, no vivir eternamente. Desde que el hombre existe ha luchado por alargar la vida. Y lo ha hecho con la tecnología. Si ahora la tecnología está alcanzado unas cotas impensables. es normal suponer que la inmortalidad será alcanzada. Pese a filósofos del tres al cuarto que siempre tienen que decir alguna parida para llamar la atención.

    Hace 6 años 9 meses

  4. Godfor Saken

    Enlightenment is not an experience. It is a state of being. It is a radical state of clarity. It is a continuous state of clear awareness. It’s not something you attain, for in the moment of “achieving” this state of clarity, your fundamental belief in the personality self, your hypnotic fixation on personhood is obliterated. You, as you have known yourself, do not cease to exist…you simply see that you never existed in the first place. There is no “you” to attain enlightenment. In that moment any reality of a “you” who could succeed or fail, attain or not attain, is understood to the very core to be unreal. It’s not an intellectual understanding. It does not involve the mind or thinking or evaluating or believing. You just see it. It’s like seeing a shadow at night and it looks like it’s moving. You think it’s a dog or a monster or a ghost. The mind fills in the blanks, fills it in and makes it very real for you. Then you turn on the light and you see it is a shadow cast by something that is being blown around by a breeze. You don’t need to think about it, or believe it or anything. You just see it. When you turn off the light, you see the shadow again, but you know what it is and that’s that. Only, it’s kind of a big deal, especially at first, because every activity, motivation and aspiration is organized around this basic, unexamined bedrock belief in the self. It’s so fundamental that you don’t even know it’s just a belief, an assumption. Not only is your personal world built around this organizing principle, but so is our entire society. When you wake permanently from the dream of self, the world of men may not make much sense to you, and you may not make much sense to others. Waking permanently is different than waking for a moment and then going back to sleep. When you wake fully, that moment of waking may seem like an experience, but what follows is a state of being…being awake. That is what the threshold of enlightenment is. When you cross it, you are in a totally different terrain. It’s not a static state, like you “reach” enlightenment and that’s it. But this is the fundamental threshold of living in a state of basic clarity that is not mental, theoretical or academic. People who are still sleeping, but waking up from time to time, can be very concerned that no one ever should claim to be enlightened. I’ve noticed that it doesn’t bother people who are fast asleep as much, but it does seem to really get the hackles up for some people who are popping in and out of direct clarity. What I mean by direct clarity is clarity you are living in this very moment, not clarity you refer back to…referring back to your experiences of momentary wakefulness. People who pop in and out of clarity can often sit in their dream state referring to the experience of clarity that they had, but are not having in the moment. There are all kinds of strange beliefs floating around. “One who claims to be enlightened is surely not, because an enlightened person would never say so.” Or some such nonsense. There are lots of reasons not to walk around telling people you are enlightened, but false humility is not one of them. Enlightenment is something I don’t speak much about. Those who live in this awareness know exactly what I’m talking about. Even if I used the lamest words to describe it or the weakest analogies, they would recognize it immediately. I could also be talking to someone so learned in topics such as non-duality or advaita, and while they could go on at length talking eloquently around it, debating the finer points of it using impeccable spiritual lingo, the living of it, the true direct understanding of it eludes them. It’s hollow. It’s intellectual. Then there are spiritual experiences. They can range from the mild to the spectacular: feelings of oneness to the emergence of rare abilities. This is what I talk about mostly on this site. How to deal with these changes, how they might affect your life, and how to integrate them. Spiritual experiences and enlightenment are not the same thing. Some enlightened people have these crazy spiritual experiences. It’s also possible that some don’t. Many people have all manner of intense spiritual experiences and have not crossed the threshold of enlightenment. I always encourage people not to get too swept away by the spiritual experiences. They can be crazy and intense and reorganize your life, but they come and go. They may leave you with a whole new set of “powers” to deal with and integrate, but a person can get so focused on chasing the experiences, raising their frequency, activating their DNA or whatever, that they lose themselves. It may seem counter intuitive, but spiritual “evolution” as we know and practice it today is not the same as enlightenment. We can be living without food, running more energy, working with angels, or whatever, but that is not the same as enlightenment. The point of this article is not to value one experience over another, but to bring into focus the difference between the state of enlightenment and the various kinds of spiritual experiences, including the path of spiritual evolution as we are re-defining it in modern new age culture. This site is written from the perspective of a person who suddenly became enlightened and then started having unexpected and sometimes challenging spiritual experiences. Spiritual experiences are very flashy, we can talk about them for days and never tire. We can revel in our abilities or the “places” we go. Enlightenment, or awakening, is not like this at all. To say it is humbling is a comical understatement, as it wipes out the inner personhood to whom pride or shame could accrue. Everything in the whole universe changes, and yet it is at the same time, completely anti-climactic and very ordinary. https://modernawakenings.com/difference-between-enlightenment-and-having-spiritual-experiences/

    Hace 6 años 10 meses

  5. Godfor Saken

    ¿Dónde está, pues, el núcleo profundo y autónomo en el que ningún otro participa, que no ha sido generado por ningún otro y que pueda llamar verdaderamente mío? ¿Seré, en realidad, un coágulo de deudas, la esclava molécula de un cuerpo gigantesco? ¿Y la única cosa que creemos verdaderamente nuestra —el Yo— es, tal vez, como todo lo demás, un simple reflejo, una alucinación del orgullo? Giovanni Papini, ‘Gog’.

    Hace 6 años 10 meses

  6. Godfor Saken

    Del libro 'Regreso a Entia', de Stanislaw Lem: "Un ectoga" El camino a los grandes descubrimientos pasa por el absurdo. Ya se sabe que sólo hay una posibilidad de no volverse viejo: morir. En este conocimiento se basa la búsqueda de la eterna juventud. Para los entianos, sin embargo, este final se convirtió en el principio de la inmortalidad. Ayer vi a un filósofo que no envejece. Desde hace trescientos años es un cadáver. No sólo lo vi sino que hablé con él durante más de una hora. Con él mismo, no con una especie de copia maquinal o de doble. Anix, así es como se llama, había obtenido, trescientos años atrás, del último Xixar, el título de Sabio de la Corona, por lo tanto todavía se acuerda de los días del imperio. En Dicthonia me habían demostrado una vez que la vida eterna no se puede conseguir sin el apoyo de enormes máquinas, y también las había visto, aparatos pesados en cuyo interior el inmortal debía llevar una vida de paralítico. El dicthonio Berdergar aseguraba que era imposible poder volver a introducir en el organismo, con menos aparatos, la información que se pierde al ir envejeciendo. Los entianos han demostrado tener más imaginación que los dicthonios. No han podido invalidar la demostración de Berdergar, pero, por medio de maniobras para eludirla, ganaron la inmortalidad a través de la muerte. Quiero explicar con más exactitud una afirmación que roza el absurdo: quien quiere vivir eternamente tiene que estar muerto. De cómo sucede eso depende toda la cuestión. Se introducen en el cuerpo menses que penetran en todos los tejidos y, una vez allí, acompañan los procesos vitales moleculares. Estas menses están formadas de partículas subatómicas y son menores que los más pequeños virus, ni siquiera pueden verse con el más potente microscopio óptico. Poco a poco se incorporan al núcleo de las células y lo llenan. Son tan pequeñas que el organismo no les da importancia, de ahí que no movilice tampoco fuerzas de defensa. En las primeras fases de la ectogación, estas menses todavía no trabajan sino que simplemente aprenden sus funciones futuras, en la medida en que, por decirlo de alguna manera, leen todas las funciones informativas creadoras de vida. Los tejidos, al principio, permanecen intactos; las menses sólo son, en cierta manera, sus sombras pasivas. Es exactamente lo mismo que si alguien subiera arbitrariamente al escenario de una pantomima para imitar allí cada uno de los gestos del actor con la mayor exactitud. La estructura permanece aparentemente sin modificar, hasta que las menses, saturadas del conocimiento adquirido, asumen las funciones de las partes vivas del protoplasma. Toman la energía que se requiere para ello de reacciones nucleares que se describen como «silenciosas» y que van matando al organismo poco a poco. El ectoguizado no nota nada de todo eso. Se mueve, piensa y actúa como antes, puede comer y beber, pero en el plazo de unos años no necesita ningún alimento más. El cuerpo de esta persona va muriendo poco a poco, pero ella no lo sabe. Los tallones de menses instalados en ella se han convertido en un esqueleto subatómico invisible que no necesita el metabolismo. El ectoga queda así terminado; es, por tanto, un cadáver, cuya descomposición se lleva a cabo imperceptiblemente, en porciones. Su antiguo cuerpo es expulsado poco a poco con los excrementos, pero él no sabe nada, pues aunque está muerto, permanece. Es como si alguien hiciera funcionar una vieja máquina de vapor de Watt, no por la acción del vapor de una caldera sino con un motor eléctrico diminuto escondido en el árbol del volante. Émbolos y cigüeñales ya no son movidos por el vapor sino por la corriente. La máquina accionada de esta manera se convierte en un modelo fiel, para la decoración móvil. Lo mismo sucede con el cuerpo del ectoga. Nosotros traducimos aquí el nombre entiano al griego. Ectos significa algo así como «fuera», y de fuera procede ciertamente esta inmortalidad. Los especialistas describen este cambio sustitutorio del cuerpo como pseudomorfosis: las menses, sistemas lógicos muertos, sustituyen al protoplasma vivo. El organismo, un cadáver disecado, por decirlo de alguna manera, conserva su aspecto, forma y actividades, y la broma cruel de todo ello reside en que las proteínas sustitutorias son más duraderas y más capaces en sus funciones que las naturales. Durante un tiempo trabajan ambos sistemas paralelamente hasta que el muerto acaba poco a poco con el vivo. El mayor problema de la ectotécnica fue la correcta sincronización de esta muerte gradual y la correspondiente pseudomorfosis paulatina. Esta y sólo ésta, al principio, parecía no realizarse. Hecatombes de animales de laboratorio pagaron con su vida este éxito. Cuando el metabolismo empezaba a descomponerse, como un pañuelo apolillado, la substancia portadora de las menses había asumido ya todas las funciones. Los espasmódicos restos de vida en el cuerpo son sólo una envoltura vacía, un capullo vacío, una máscara, tras la cual, a la chita callando, el armazón genético de las menses se pone en marcha. El ectoguizado no puede rejuvenecerse, ya que las menses sólo reciben del cuerpo como información lo que éste en el momento de la invasión tiene / almacenado. Por consiguiente, se conserva la edad a la que el cuerpo fue mentificado. El mejor efecto se obtiene, por lo tanto, de una ectogación en la juventud. Cien años después de empezar el proceso, el hombre está biológicamente muerto; en su organismo ya no hay ni un resto de músculos o nervios. Sometidos a la pseudomorfosis, han sido complejamente sustituidos por las menses, una maravillosa pieza de recambio, substrato de la inmortalidad. Para alcanzar ésta, pues, primero es necesario morir realmente. Después de doscientos años tienen lugar cambios exteriores mínimos que, según se dice, sólo notan los especialistas. De la autonomía de los procesos vitales no queda ya nada, todos los órganos del cuerpo trabajan como la máquina de vapor accionada secretamente por la electricidad, es decir, aparentemente. De manera pasajera pueden nublarse un poco los ojos, porque la sincronización pseudomórfica falla a veces, pero pronto se establece de nuevo una claridad aplastante. La piel desnuda del ectoguizado se oscurece un poco, porque las imperturbables menses que trabajan en los procesos de transformación nuclear desprenden los iones de los metales pesados. Ese cutis metálico aparece, por lo general, después de trescientos años. En los siguientes cinco mil años no hay ningún otro tipo de efectos secundarios. La sangre sigue circulando por las venas, un líquido rojo indiferente que desde hace tiempo ya no transporta ningún oxígeno y que no es nada más que un antiguo elemento decorativo. Incluso si el corazón se para (cosa que no ocurre, de la misma manera que no se para aquella máquina de vapor), el ectoga podría seguir moviéndose y pensando, dado que el corazón no es ya el que mantiene en marcha la vida. Por supuesto, debe seguir trabajando, pues el sordo silencio y el vacío en el pecho podría crear intranquilidad. Así que cualquier apariencia de vida se mantiene excepto la vida en sí. Biológicamente, el hombre está muerto, y como tal no teme ni al espacio sin aire, ni a los agentes patógenos, ni al frío más intenso. Las menses desprenden un calor dosificado en sus procesos de transformación nuclear a fin de que el ectoga no se diferencie de otros seres vivos en la temperatura corporal. La apariencia, sin embargo, sólo se conserva allí donde es imprescindible para el bienestar. El interior del cráneo del ectoguizado es frío, porque el cerebro mentificado trabaja mejor en frío que en caliente. Cuando la ectogación se convirtió en un fenómeno de masas, los expertos comprobaron dos cosas en el cerebro: por un lado, su asombrosa fiabilidad orgánica; por otro, unos efectos psíquicos altamente indeseables en forma de distintos tipos de neurosis e incluso de locura. No había ninguna posibilidad de ocultar a los candidatos a la eternidad el precio que debían pagar. El ectoga es estéril. No se sabe si también esto podría subsanarse, pero ¿qué cambiaría la mejor solución técnica si, al fin y al cabo, los muertos sólo podrían engendrar muertos? El ectoga no se distingue en nada, o casi en nada, de un vivo, pero sabe que no es uno de ellos. Respira pero sus pulmones se mueven como sacos inútiles, puesto que la respiración ya no sirve a la vida. Tampoco necesita dormir. Piensa más deprisa y con mayor agilidad que un cerebro caliente e irrigado. Espiritualmente sigue siendo el mismo ser que era antes, ya que las estructuras del cerebro que constituyen la personalidad permanecen inalterables, incluso son fijadas para siempre. No vive y no puede hacerse viejo ni morir. No conoce la enfermedad ni el dolor. Tampoco se le puede llamar androide o robot, porque hasta el último cartílago y la última fibra es exactamente como antes de la inmortalización. El hecho de que no es un ser vivo, sólo puede demostrarse con la ayuda de biopsias y con un microscopio electrónico que haga visible la sutil estructura atómica de su organismo. Por lo tanto, se trata de una falsificación, que en muchos aspectos supera al original en cuanto a perfección, fiabilidad y durabilidad. La época de las menses vivió su origen y su auge. Decenas de miles quisieron esta inmortalidad, pero no estuvieron a su altura. Irrx, uno de los fundadores de la ectotécnica lo expresó de la siguiente manera: sin duda hay que haber nacido muerto para aceptar semejantes condiciones. Los ectólogos creían (precipitada y erróneamente como se demostró) que el problema psicológico de la inmortalización se podía amortiguar por el hecho de que el ectoguizado no moría de golpe, sino a lo largo de los años, poco a poco, de una manera inapreciable, no sólo para sí mismo, sino también para los que le rodeaban. Esto era el súmmum para el sueño entiano de la inmortalidad. Ninguna otra técnica, según me explicaron, podía compararse a la ectología, ya que ninguna ofrece de una manera tan clara e intangible el mantenimiento de una existencia siempre presente. Si se quisiera resucitar a alguien a partir de las cenizas en las que éste se hubiera convertido, se obtendría otro ser que se parecería al muerto como un huevo a otro, pero que en cierta manera sería un gemelo, sería otro. En la frontera entre la muerte y la resurrección se llega a paradojas existenciales que no pueden superarse, es decir, no se puede decidir quién abre los ojos como resucitado, el mismo hombre o simplemente uno igual que aquél. La ectotécnica, por el contrario, dado que es un método más lento, garantiza claramente la continuidad de la existencia. El hecho de que nadie pueda soportar los resultados de una empresa tan excelente es otra cosa, la aptitud personal no tiene nada que ver con ello. El rechazo de esta inmortalidad no se produce en todos de la misma manera; los síntomas, sin embargo, son parecidos: repugnancia por el propio cuerpo, vacío absoluto del espíritu, miedo y desesperación que culminan en manías suicidas.

    Hace 6 años 10 meses

  7. Godfor Saken

    “Dejando las cosas intactas” Mark Strand, poeta y pintor norteamericano, 1934-2014) En un campo yo soy la ausencia de campo. Esto es siempre así. Donde sea que esté yo soy lo que falta. Cuando camino parto el aire y siempre el aire regresa a llenar los espacios donde ha estado mi cuerpo. Todos tenemos razones para movernos. Yo me muevo para dejar las cosas intactas.

    Hace 6 años 10 meses

  8. Godfor Saken

    Nunca puedo decidir si se trata de una visión trágica o cómica: el mundo determinista ha evolucionado a lo largo de millones y millones de años, produciendo eventualmente criaturas que crecen gradualmente en curiosidad y raciocinio hasta un punto fatal donde pueden ser causalmente llevadas a descubrir, en virtud de su misma racionalidad, lo inútil de sus proyectos y de sus frenéticas maquinaciones. Y así ingresan, en el espasmo final de un raciocinio que se aniquila a sí mismo, en un estado de absoluta estolidez. ¡Quizás esto mismo les sucedió a los árboles! Quizás, en los viejos tiempos los árboles deambulaban por el mundo, inmersos en sus proyectos, ¡hasta el terrible día en que se hizo la luz y tuvieron que echar raíces y “vegetar”! Daniel C. Dennett, “La libertad de acción. Un análisis de la exigencia del libre albedrío”.

    Hace 6 años 10 meses

  9. Godfor Saken

    Ddel libro “La vida administrada. Sobre el naufragio social”, de Juanma Agullo (editorial Catarata): Cuando escuchamos que los avances de la ciencia y la tecnología nos permitirán dentro de poco ser prácticamente inmortales, es inevitable tener la sensación de que el hecho mismo de morirse se ha convertido ya en un anacronismo, una terrible falta que los seres humanos hemos cometido durante cientos de miles de años, pero para la que, afortunadamente, un ejército de expertos y tecnócratas está a punto de encontrar solución. Por extensión, cabe pensar que cuando se habla de «inmortalidad» se piensa en la perpetuación de las condiciones de vida presentes, a las que no cabría aplicar ya ningún intento de explicación histórica, ni siquiera plantear, apelando al sentido común, si en estas condiciones la vida es digna de ser vivida. El chantaje tecnológico se hace aquí evidente: ante la posibilidad técnica de evitar la muerte biológica, ¿quién querrá complicarse con dilemas morales de este tipo? ¿Quién será el último idiota en morir, justo el día antes de que la ciencia y la tecnología anuncien al mundo entero que, por fin, nos hemos librado de la muerte? El problema fundamental sigue siendo responder a la siguiente cuestión: ¿Se parece en algo la vida a esta existencia administrada y monitorizada que los defensores del progreso nos preparan con esmero? (…) Solo para una minoría selecta la llamada «modernización» ha podido significar, en algún sentido, una mejora de sus condiciones de vida. Pero, para la gran mayoría excedente, el desarrollo de los medios de producción no ha significado más que la destrucción de sus condiciones de existencia. Liberados del yugo de la necesidad, hemos alcanzado las más altas cotas de la servidumbre. Y, durante el proceso, las condiciones para la reproducción de la vida en la biosfera han sido alteradas de forma drástica, en algunos casos de manera irreversible. Los tecnócratas más alucinados dirán que no está justificada tanta alarma, que la ciencia y la tecnología encontrarán el modo de restablecer los equilibrios perdidos mediante complejos algoritmos y simulaciones informáticas. Pero el hecho de haber dejado en sus torpes manos las condiciones de nuestra existencia, y gran parte de nuestra libertad, hará que nuestro sometimiento se profundice con cada nuevo problema que los expertos crean haber resuelto. Por supuesto, señalar los excesos que ha cometido la ciencia socialmente organizada, y cómo se ha rendido a intereses que alimentan la opresión contemporánea, es suficiente para que lo sitúen a uno en el bando del «oscurantismo» más recalcitrante, como enemigo declarado del progreso de la humanidad. Se da la paradoja de que, para señalar lo cuestionable de ese «progreso humano» o enumerar sus evidentes contrapartidas y hacer la crítica de la degradación social en curso, se exige muchas veces una forma de argumentación «científica», so pena de quedar completamente al margen de lo que las sociedades avanzadas entienden por «conocimiento». Utilizar, como he hecho al principio, una metáfora literaria para tratar de acuñar una imagen o un símbolo de nuestra situación desesperada en la sociedad contemporánea es un procedimiento que desaprobará cualquier tecnócrata. Porque la organización de la ciencia y la tecnología pretende hoy estar limpia de toda subjetividad e incluso de motivación social o histórica; sus mitos renovados casi a diario se recubren de una imaginería que pretende hacerlos pasar por puras evidencias, cuando generalmente no son más que malas metáforas desarrolladas hasta el absurdo, mediante un lenguaje y unos procedimientos que tan solo unos pocos pueden entender (e incluso, entre ellos, solo de manera parcial y muy especializada). De modo que intentar hablar en el lenguaje de la ciencia organizada suele ser el primer paso para no entender nada de lo que nos afecta como seres sociales y, de paso, reducir los problemas a variaciones numéricas sobre la cantidad de petróleo disponible, la energía producida y consumida, el grado de contaminación, la cantidad de metales pesados que se acumulan en nuestro organismo, etcétera. Pero este lenguaje es incapaz de forjar una imagen completa que cuestione los mitos del progreso, porque su voluntad es fundamentalmente analítica, es decir, se empeña en trocear la realidad para poder recomponerla después a través de un modelo matemático. Y, así, el lenguaje de la ciencia organizada se revela, al mismo tiempo, como reflejo de la dinámica social de la ruptura y la disolución permanente de los lazos que nos unen a todo, y como herramienta indispensable en la reproducción de esa misma dinámica de fragmentación, separación y aislamiento. Por lo tanto, un primer paso para comprender cuál es nuestro lugar dentro de la vida administrada —y así intentar desobedecer sus mandatos— es renunciar a ese lenguaje. Pero renunciar al lenguaje de la opresión no quiere decir que la opresión sea una mera cuestión lingüística, como se apresuraron a concluir muchos posmodernos. Las efectivas realizaciones de la sociedad industrial, los productos de su organización planetaria, condicionan nuestro modo de vida, desde la satisfacción de nuestras necesidades más básicas hasta nuestra forma de pensar. Sus subproductos tóxicos, sus ingentes nocividades, no solo deterioran nuestro medio natural (algo que cualquier ecologista institucional podría reconocer sin mucho esfuerzo), sino que este se ha convertido ya en el medio natural del que surgen unas relaciones sociales nocivas en sí mismas. Constituyen la forma de degradación de la civilización industrial, que nos deja espectaculares genocidios en herencia, junto a toneladas de residuos radiactivos a punto de rebosar sus precarios contenedores.

    Hace 6 años 10 meses

  10. Godfor Saken

    ¿Qué es un filósofo? Un ciego en una habitación a oscuras buscando un sombrero negro que nunca estuvo ahí.

    Hace 6 años 10 meses

  11. Pilar

    Me ha encantado la entrevista. Enhorabuena a entrevistador y entrevistado

    Hace 6 años 10 meses

  12. Uli

    Lo fascinante de estos problemáticos tiempos que vivimos, es contemplar un número creciente de personas compartiendo sus experiencias directas del misterio que somos parte...Uno de ellos, Harri Aalto (perdón por la torpe traducción automática de google): ¨Experimento mi mente y mi cuerpo como capas de luz consciente organizada en un mar de quietud luminosa, desde una claridad transparente a un tono dorado sin límites del sonido brillante y rugiente, la misma estructura del conocimiento, la estructura misma de una existencia desbordante de corazón. Mis sentidos están llenos de conocimiento en expansión y los sabores brillantes específicos de esa conciencia que son las corrientes de energía reverberantes conectadas a áreas específicas centralmente concentradas de mi sistema nervioso. Mis sentidos, que fluyen como pura energía de luz, son la forma de mi cuerpo y son los medios correspondientes y tangibles por los cuales la consciencia se mueve dentro de un océano de autoconciencia ilimitada, conectando mi organización física y el ambiente celestial en un vasto paquete de la más pura y vibrante visión. Vivo diariamente en una clara divinidad transparente de actividad Absoluta, divina y cotidiana. Hay un vasto sol radiante de luz ardiente que es la estructura de mi corazón que fluye y conecta simultáneamente la actividad paralela del sol físico, los planetas y las constelaciones de mi corazón, mi sistema nervioso central y mis sentidos. En el centro de este enorme resplandor hay una esfera concentrada e indescriptible de luz pura que es como una puerta personal cósmica a diminuta de conexión con mi actividad física y cotidiana. Mis ojos son luminosos con la divinidad de la alegría pura; alegría en una vista que es el sonido Absoluto de todos los sonidos, la forma Absoluta de todas las formas. Puedo ver el espacio estructurado de mi cuerpo extendiéndose a mi alrededor hasta el infinito. Los brillantes y vibrantes puntos de conciencia que son el contenido de mi fisiología se extienden uniformemente a las mismas configuraciones de existencia celestial y universal. Una quietud muy profunda está tan infinitamente llena que la distancia entre el vacío y la plenitud -entre mi cuerpo y el Absoluto, entre el cielo y la tierra, Dios y los Dioses- casi ha desaparecido. Sin embargo, aquí estoy viviendo a la vez como un conjunto de vibrante dicha, las reverberaciones rasgueantes de la conciencia pura." http://www.harriaalto.com/?p=770

    Hace 6 años 10 meses

  13. DEUS IRAE

    Los filósofos se han convertido en conversadores del vacío, en mullidores de palabras, sin sentido, sin razón... sin futuro, la filosofía ha muerto y esto es una pena; o peor aún, es un desastre. (menos mal que nos quedan gentes como Penrose).

    Hace 6 años 10 meses

  14. Enrique

    ¿Y este cobra por decir esta sarta de sinsentidos?

    Hace 6 años 10 meses

  15. Luis

    Tipico filosofo español. Esta claro porque no existe un Harvard en España. Pero si muchas empanadas mentales, que es justo lo unico que se necesita para poner examenes. Mas alla de eso no alcanza el sistema educativo español.

    Hace 6 años 10 meses

  16. Sri

    Y a todo esto, no deja de ser curioso que la más ancestral filosofía oriental se haya siempre referido a la disrupción del yo como única forma de alcanzar la inmortalidad. Filosofía afín a los tiempos: filosofía materialista para tiempos materialistas.

    Hace 6 años 10 meses

  17. Rocío

    Me parece muy arriesgado decir que "La ciencia nunca logrará vencer a la muerte....".

    Hace 6 años 10 meses

  18. unbeing

    Se dice: "Para empezar, no está nada claro quién (o qué) sería el sujeto de dicha inmortalidad." Pero yo no veo la relación teórica entre la inmortalidad y el sujeto. En principio, ¿no puede un sujeto vivir tanto como el universo? Si el universo tiene fin, lógicamente tambien lo tendria cualquiera de sus partes. Pero, si el universo no tiene fin, ¿por qué no podría suceder lo mismo a un sujeto que formase parte de ese universo?

    Hace 6 años 10 meses

  19. Pepe Grilo

    Hay lugar a pensar sobre la afirmación de que "...Para empezar, no está nada claro quién (o qué) sería el sujeto de dicha inmortalidad" Quizás esa es la pista más. importante: si el yo es el sujeto desfigurado de este desconocimiento que nos acompaña en vida, el destino es el conocimiento del ser, por encima del yo. o, mejor aún, la experimentación del ser real, sin disfraces, sin interpretaciones.

    Hace 6 años 10 meses

  20. Pepe Grilo

    Es absurdo pensar que "La inmortalidad es algo estrictamente inconcebible" De hecho es lo único concebible ya que un ser, sencillamente es. Está hecho para ser. Lo que muere es una percepción parcial y desvirtuada de ese ser que es lo que tenemos. Esa visión, centrada en una ficción llamada yo, es lo que conocemos como vida. La muerte no es nada más que un cambio de percepción. Confiamos en que la nueva visión sea menos parcial y desfigurada que esta que tenemos ahora.

    Hace 6 años 10 meses

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