ANTONIO DIÉGUEZ / CATEDRÁTICO DE LÓGICA Y FILOSOFÍA DE LA CIENCIA
“La inmortalidad implicaría la desaparición del yo, y solo un yo puede tener experiencias”
Roberto Valencia 7/01/2018
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Los hombres mueren: estas tres simples palabras encierran la gran tragedia privada y pública de nuestra especie. Somos artefactos biológicos construidos para no perdurar, para permanecer en activo unos pocos años antes de nuestra desintegración final. Esta verdad, tan difícil de aceptar por la conciencia, supone una condena y un reto. ¿De qué modo puede asumirse? ¿Se puede hacer algo al respecto? Desde hace unos años, una corriente tecno-científica llamada transhumanismo centra sus esfuerzos en investigación en rebatir el dominio de la muerte. Tanto es así que algunos de sus representantes han prometido que la inmortalidad está a la vuelta de unos pocos años. El catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia en la Universidad de Málaga, Antonio Diéguez, ha estudiado esta promesa en su libro Transhumanismo (Herder, 2017), desmantelando parte de las promesas transhumanistas y ofreciendo un importante caudal de pensamiento crítico al respecto. En la siguiente entrevista partimos de sus conclusiones para reflexionar sobre la utopía de la inmortalidad y su reverso más realista.
Has estudiado a fondo el transhumanismo, el movimiento tecno-cultural que ha prometido, entre otras cosas, “vencer a la muerte”. Es obvio que el deseo de inmortalidad ha acompañado al ser humano desde el inicio de la vida racional, pero la promesa de los científicos transhumanistas vuelve a agitar nuestros anhelos más recónditos. Mi primera pregunta es: ¿estamos moral y filosóficamente preparados para ser inmortales?
La inmortalidad en sentido literal, es decir, entendida como la imposibilidad de morir estando ya vivo, es una noción que solo vale para la ciencia ficción.
No estamos ni moral ni filosóficamente preparados para la inmortalidad porque es imposible estarlo. La inmortalidad es algo estrictamente inconcebible, aunque podamos designarla con un término que aparenta tener un significado bien determinado. No es algo que podamos incluir en una unidad, y por ello el concepto nos engaña haciéndonos pensar que se refiere a algo definido con precisión. Para empezar, no está nada claro quién (o qué) sería el sujeto de dicha inmortalidad. Incluso cuando el creyente cristiano piensa en la inmortalidad del alma, o del alma junto al cuerpo glorioso tras la resurrección de los muertos, es decir, cuando piensa en una “vida” en el más allá, solo es capaz de imaginar la repetición indefinida de sus actos (en este caso, la contemplación de la divinidad), o, si se quiere, en una sucesión interminable de episodios, pero eso no abarcaría más que un pequeño trozo de esa inmortalidad: aquel en el que el sujeto aún seguiría siendo algo parecido a lo que fue en un primer momento. Además, esa forma de verlo asume que la inmortalidad se daría en un tiempo sin fin, pero hay quien considera que es más acertado entenderla como una existencia fuera del tiempo, lo cual la hace aún más inconcebible. La inmortalidad en sentido literal, es decir, entendida como la imposibilidad de morir estando ya vivo, es una noción que solo vale para la ciencia ficción. Hay organismos, como la hidra, con una vida de duración indefinida, pero ni siquiera eso puede ser considerado como inmortalidad. En ese sentido, la muerte nos es de lo más natural; si bien la nuestra propia siempre se nos antoja como innatural, tan innatural como solo puede ser la nada.
Si la promesa de la inmortalidad es inconcebible, ¿de qué modo se sitúa la ciencia médica respecto a esta imposibilidad?
La investigación biomédica no trata de proporcionarnos la inmortalidad, ni siquiera como ideal. Bastante tiene con mantener la salud de los sanos y curar de sus dolencias a los enfermos. La muerte es otra cosa, que le pasa, por cierto, tanto a los enfermos como a los sanos cuando llegan a viejos. Uno se puede morir sanísimo. De hecho, a eso es a lo que yo aspiraría, a morir muy tarde y muy sano, y creo que es una aspiración más sensata que la de la inmortalidad. Para conseguir satisfacerla, la ayuda de la investigación biomédica es fundamental. El envejecimiento, por otro lado, no es una enfermedad. Sobre esto se ha discutido mucho, pero parece haber un cierto consenso al respecto. La pretensión de considerar el envejecimiento como una enfermedad curable, o al menos, como una enfermedad que podemos prevenir indefinidamente, no solo encierra supuestos teóricos discutibles, sino que viene empujada a menudo por intereses poco científicos. Si se aceptara alguna vez que el envejecimiento es una enfermedad, los sistemas de seguridad social de aquellos países que los tuvieran se verían presionados para pagar los medicamentos anti-envejecimiento, que hoy se venden a precio de oro en muchos casos, sin que su eficacia esté probada.
¿Y qué hay del dolor? Es una pregunta muchas veces realizada, pero me gustaría saber tu opinión: ¿qué papel juega el dolor en nuestras vidas?
Es una cuestión muy diferente. El dolor no propicia la muerte, sino todo lo contrario. Su función biológica es la de evitar la muerte al avisarnos de situaciones peligrosas para el organismo y motivarnos para eludirlas. El dolor es algo enormemente útil. Los vertebrados (aunque en el caso de los peces esto es aún controvertido), y posiblemente algunos invertebrados con un sistema nervioso complejo, como los cefalópodos, y en especial el pulpo, sienten dolor ante cualquier estímulo interior o exterior que pone en peligro sus vidas (aunque haya también disfunciones en este mecanismo, como dolores ficticios en miembros amputados, dolores ante estímulos no nocivos, o dolores inespecíficos). Para experimentar dolor no hace falta un alto grado de consciencia. Hay indicios de que los peces sienten dolor, y sin embargo el grado de consciencia que les suponemos es muy pequeño. Sin el dolor, ningún vertebrado sobreviviría mucho tiempo. Acabaría desangrado, infectado, amputado, quemado, congelado o aniquilado por los parásitos. El dolor indica un daño en los tejidos que debe ser atendido por el organismo, retirándose del estímulo en ese momento o poniendo remedio al daño si es que sabe y tiene la capacidad de hacerlo. Sobre todo, su función es hacer que el organismo evite en el futuro nuevos daños. El organismo aprende rápidamente cuál fue la causa de su dolor y procura no repetir la experiencia.
Imaginar la inmortalidad es algo que solo unos pocos privilegiados han podido hacer (Borges, Simone de Beauvoir). Incluso los científicos transhumanistas parecen no poder hacerlo. ¿No es un contrasentido?
No creas. Los transhumanistas le echan mucha imaginación al asunto. Otra cosa es que la inmortalidad que imaginan pueda ser tomada siempre en serio. En algunos casos se parece a una perpetua Disneylandia; en otros, tiene unos tintes místicos de unión espiritual con otras mentes o con el cosmos que recuerdan más a una religión que a otra cosa. No es extraño que hayan empezado a surgir orientaciones religiosas dentro del transhumanismo. En realidad, sobre este asunto hay muy pocas imágenes nuevas que puedan añadirse a las que ya nos han proporcionado las tradiciones religiosas con sus diferentes escatologías. Los transhumanistas, pese a su esfuerzo imaginativo, no van mucho más allá de introducir abundante tecnología allí donde antiguamente se imaginaban huríes, banquetes interminables, paraísos en la tierra, o comunión espiritual de los santos.
¿Revela esta incapacidad de imaginar la inmortalidad nuestro origen animal? ¿Lo azaroso de la razón humana?
Muy posiblemente, aunque la razón humana ha podido despegarse imaginativamente en múltiples ocasiones de lo que podría esperarse por su origen animal. Ha podido imaginar números transfinitos, que, puestos a imaginar científicamente, es lo más parecido que encuentro a la inmortalidad.
Si la ciencia lograra vencer a la muerte, ¿constituiría la inmortalidad un horizonte deseable en términos sociales, políticos y ecológicos?
La ciencia nunca logrará vencer a la muerte, al menos si hacemos caso del segundo principio de la termodinámica.
La ciencia nunca logrará vencer a la muerte, al menos si hacemos caso del segundo principio de la termodinámica. Todo tendrá un final. Lo que sí se conseguirá posiblemente es alargar la vida de los seres humanos de una forma muy significativa, quizás hasta los 122, la edad máxima que alguien ha podido vivir hasta ahora, quizás bastante más. Habrá que verlo. Será muy difícil, pero no parece que sea imposible. La ballena boreal, un mamífero como nosotros, puede vivir más de 200 años. Obviamente, una perspectiva de extensión semejante en la esperanza de vida de los seres humanos, sin cambios radicales en nuestra tecnología y nuestro sistema económico, sería catastrófica. Habría que ralentizar o detener por completo el número de nacimientos si no queremos que la superpoblación acabe con cualquier posibilidad de subsistencia, y eso tendría repercusiones sociales enormes. Significaría que unas pocas generaciones, dos o tres, habrían decidido convertirse en los ocupantes permanentes de este planeta, en sus dueños definitivos. Quizás pueda pensarse que no hay motivo para lamentar que generaciones aún no nacidas no tengan ninguna oportunidad de venir a la existencia. Después de todo, si no existen, no pueden sufrir ningún daño ni ninguna injusticia. Pero no está claro que el ser humano no necesite de las nuevas generaciones para no estancarse como especie cultural e histórica. Podríamos tener un cuerpo permanentemente joven y aun así nuestra mente envejecería hasta dejar de tener ideas arriesgadas y verdaderamente novedosas; hasta dejar de ambicionar cambios sociales y políticos sustanciales. La perspectiva de un planeta convertido en multitudes de jóvenes con mente de jubilados no parece muy halagüeña. Para mantener el impulso histórico y vital, no bastaría con cuerpos inmortales, habría que potenciar también la mente. Y, sin embargo, incluso una mente mejorada estaría sometida al envejecimiento, por el mero hecho de ser una mente experimentada.
Déjame que retome la utopía por un momento. Si se lograra consiguiera la inmortalidad, ¿sería un logro democrático (al alcance de todos) o aristocrático?
Casi cualquier tecnología novedosa ha estado en sus comienzos al alcance de muy pocos. Solo de aquellos que podían permitírsela en esas fases iniciales, en las que su precio suele ser muy alto. La esperanza de los transhumanistas es que, al igual que ha sucedido en otras ocasiones, a medida que la tecnología se desarrolle y expanda, sus precios bajarían y estarían a disposición de casi todos, y para los pocos excluidos siempre quedaría el recurso a las políticas públicas de redistribución y seguridad social. El problema es que, si el tiempo que se tarda en procurar un acceso igualitario a dichas tecnología de mejora es lo suficientemente largo, las desigualdades económicas iniciales habrán quedado ya cristalizadas sin remedio en desigualdades aún mayores de tipo genético. Los ricos serán genéticamente diferentes de los pobres, y una brecha así sería insalvable, porque minaría cualquier atisbo de solidaridad humana. Téngase en cuenta que llevar la delantera en este asunto puede implicar pertenecer ya a otra especie biológica.
Este nuevo impulso del transhumanismo por vencer la muerte y por lograr un mejoramiento radical del ser humano, ¿revela el fracaso de las religiones, de la filosofía o de la cultura?
Más bien revela la persistencia de las esperanzas de trascendencia que las religiones y ciertas filosofías han querido siempre alimentar. O quizás revela que estamos programados para desear la persistencia en el ser, por miserable que sea nuestra vida. Desde un punto de vista evolutivo, somos máquinas de pervivencia. Por eso la búsqueda de la mejora humana por medios tecnológicos ha estado presente en nuestra especie desde sus orígenes mismos, como ya señaló Ortega. La tecnología es el modo en el que el ser humano ha conseguido pervivir en este planeta, y lo hace transformando el planeta entero en un entorno artificial apropiado. Es ahora cuando notamos con claridad los efectos de estar en una nueva era, el Antropoceno. Pero el ser humano comenzó a generarla desde el primer instante de su existencia. Los seres humanos han vivido siempre en una naturaleza 2.0. La naturaleza como tal, la originaria, la prehumana, nos es bastante ajena, y quizás por eso soñamos que podemos prescindir de ella y no percibimos con la contundencia debida la amenaza de su destrucción previsible. Creemos ingenuamente que cuando las cosas empiecen a ir mal aquí, nos mudaremos a Marte o a otros planetas fuera del Sistema Solar. Creemos que esta naturaleza es como la piel mudable de una serpiente: nos procuraremos otra cuando se nos agote. Esta mentalidad no encierra un fracaso de las religiones ni de la cultura, sino que ella misma es una manifestación de ese sentido de trascendencia sobre lo natural que las religiones y la cultura tradicional han sostenido. Solo en las últimas décadas hemos empezado a comprender sus límites. Ortega, de nuevo, lo vio con claridad: somos centauros ontológicos, en parte naturales y en parte extranaturales. La naturaleza no es nuestro lugar, pero tampoco podemos prescindir de ella, al menos mientras sigamos siendo humanos. No podemos renunciar a nuestra voluntad de autocreación, pero tampoco podemos desembarazarnos de nuestro pasado, de los proyectos vitales que hemos sabido que fueron exitosos y fructíferos, y que en el fondo buscamos recrear.
El problema es que estamos concibiendo y ejecutando bastante mal nuestra voluntad de autocreación. Parecemos una especie empeñada en desarrollar nuestro potencial de autodestrucción (guerras, amenaza nuclear, desastre ecológico...). No creo demasiado en los determinismos, pero ¿no parece que esa supuesta libertad de autocreación sigue un guion de destrucción del que no podemos escaparnos?
Pues me temo que tienes razón, que eso es lo que parece. Pero como yo no creo tampoco en el determinismo tecnológico, ni en el histórico o social, no puedo aceptar que no haya escapatoria posible. Como dice Jorge Riechmann, un admirado colega filósofo y poeta al que leo y escucho siempre con gran atención, estamos en el siglo de la Gran Prueba. Nos vamos a jugar nuestro futuro como especie en los próximos años. Todavía no está decidido que el final sea el desastre, pero lo que sí parece muy claro es que para evitarlo nuestro modo de vida tiene que experimentar cambios radicales, más profundos de lo que habitualmente se supone. No basta con reciclar los plásticos y pasarse al coche eléctrico. Todo el sistema económico debe transformarse. La cuestión es si estaremos dispuestos a hacer dichos cambios cuando le veamos de verdad las orejas al lobo, y si no será para entonces demasiado tarde. Hay quienes confían en que la tecnología venga una vez más a salvarnos, pero yo no apostaría solo a esa carta. Es más, apostar solo a esa carta es parte del problema. Es uno de los reproches principales que cabría hacerle al transhumanismo. Su tecnoutopía no solo incluye mejores tecnologías –máquinas superinteligentes entre ellas– que supuestamente paliarán e incluso revertirán la depredación que hemos practicado sobre nuestro planeta, sino que promueve la aplicación directa de las biotecnologías al ser humano para limitar el deterioro causado o para adaptarnos a él. Así, se nos dice que podríamos intentar la mejora moral del ser humano mediante manipulación genética, de modo que un aumento en la empatía conduzca a una disponibilidad mayor para aceptar sacrificios en nuestro bienestar en favor del bien común; e incluso se nos sugiere la posibilidad de rediseñar genéticamente a los seres humanos para que consuman menos recursos y soporten mejor un clima más cálido o una mayor presencia de toxinas en el medio ambiente.
Heidegger definió el hombre como el ser-para-la-muerte. ¿Cómo sería el ser-para-no-la-muerte? A tu juicio, ¿acertaron Borges y Simone de Beauvoir en sus textos literarios?
Borges describe muy bien el inimaginable tedio de la inmortalidad. Esta ha sido, por otra parte, la acusación más repetida contra la idea misma de inmortalidad, aunque la réplica que se ha dado no es menos atendible: más tedioso es estar muerto. No estoy muy seguro de que nos enseñe mucho caracterizar al ser humano como un ser-para-la-muerte, pero sí parece que sin la consciencia de la muerte, nuestras acciones, nuestro proyecto de vida, nuestras relaciones con los demás, nuestro apego por ciertos lugares o ciertas cosas, se verían seriamente trastornados. Como dice Borges en “El inmortal”: “Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso”. Sin la consciencia de la muerte nada podría ser visto como único, como especial. Todo acontecería bajo la perspectiva de una posible repetición.
Escribe Hannah Arendt “los hombres, aunque han de morir, no han nacido para eso, sino para comenzar”. ¿Significa esto que la aceptación de la muerte es una empresa imposible para la razón o para el espíritu?
Yo lo interpretaría más bien en el sentido de una crítica o corrección a su maestro Heidegger. Habría que ver el contexto, pero supongo que lo que quiere decir es que el ser humano no es un ser-para-la-muerte, sino alguien volcado siempre a la esperanza de un nuevo comienzo, aunque sepamos que la muerte acabará finalmente con cualquier proyecto o empresa que iniciemos. La muerte de los demás la aceptamos como normal, incluso la de los seres queridos, al menos con el tiempo. La muerte propia es siempre una posibilidad que sabemos que algún día se hará real, pero la contemplamos como si fuera a ocurrirle a un yo futuro que aún no somos, y en ese sentido la aceptamos solo a medias.
La muerte supone tanto un límite de la experiencia como un límite de la vida. Respecto a lo primero, ¿es cierto que la cancelación de la muerte supondría la cancelación de los límites de la experiencia?
La inmortalidad implicaría la desaparición del yo, y solo un yo puede tener experiencias. La cancelación de la muerte no sería una cancelación de los límites de la experiencia, sino una cancelación de toda experiencia, esto es, de toda experiencia significativa sentida por un yo. Borges coincide en ello cuando escribe que la inmortalidad sería para cualquier persona una forma de “dilatar su agonía y multiplicar el número de sus muertes”.
¿La muerte supone un garante de que la vida puede tener un sentido?
Creo que la respuesta queda implícita en lo ya dicho. Una vida de duración indefinida deja en algún momento de tener el sentido de una vida coherente y unificada. Se convierte en una sucesión de vidas, o mejor, de episodios vitales deslavazados y sin una narrativa que los unifique. Llegaría un momento en que cualquiera que viviera sin fin en el sentido temporal viviría también sin fin en el sentido teleológico, a no ser el de la mera pervivencia. Podría cambiar de fines, quizás tantas veces como quisiera, pero cuanto más lo hiciera, más dificultades tendría en poder articular toda esa concatenación de proyectos renovados como una senda recorrida por el mismo sujeto que la inició. Obviamente, todo esto no son más que suposiciones. Habrá que esperar a que podamos conversar con un inmortal para confirmarlo.
Volviendo al transhumanismo, los avances de sus científicos tratan, sobre todo de intervenir sobre el cuerpo como cuerpo, y cuando trasladan sus objetivos a la mente, es para tratar de idear mecanismos de control de las conciencias y de las conductas. ¿Revela esto alguna perversión totalitaria de los científicos?
Son pocos los científicos que se adhieren sin ambages al transhumanismo, aunque hay que admitir que algunos de los que lo hacen muestran una verdadera falta de sensibilidad por el sufrimiento que sus ideas podrían causar, y que su confianza absoluta en que el camino a seguir es el que ellos trazan pone de evidencia que atienden muy poco a los deseos y a la voluntad de los demás. Sólo así puede entenderse, por ejemplo, que haya quien reclame la resurrección de un neandertal mediante la biotecnología. Yo no diría que hay entre los transhumanistas, sean científicos o no, un afán especial por controlar la mente de las personas, sino que más bien lo que parecen manifestar es una confianza excesiva en que el uso completamente libre de la tecnología conducirá necesariamente a consecuencias beneficiosas para todos. Más que síntomas de totalitarismo, lo que muestran es una visión de la sociedad y del papel de la ciencia y la tecnología cercana, por no decir bastante coincidente, con la que preconiza el neoliberalismo. Pero en el movimiento transhumanista hay de todo, y también hay socialistas.
Al respecto de esto, tengo que preguntarte si la filosofía, el arte o la cultura saben algo sobre la vida que la ciencia no sabe. La ciencia, en su empeño técnico de dominar el medio natural, obvia este tipo de consideraciones sobre la imposibilidad de la inmortalidad o el hecho de que ésta pueda no ser algo aconsejable. Te pido disculpas por una pregunta tan general. Pero, ¿está la ciencia ensimismada? ¿Debería dejarse influir más de lo que lo hace por el arte o el pensamiento?
Claro que la filosofía y el arte saben cosas que la ciencia no sabe. Pretender lo contrario delataría un cientifismo poco justificable, aunque algunos, como Stephen Hawking, estén empeñados en defenderlo desde su autoridad como científicos, y desde sus escasos conocimientos filosóficos, todo hay que decirlo. Pero ciertamente no se puede generalizar esta posición. Un prestigioso científico español, catedrático de Genética en la Universidad de Valencia, que también es filósofo, Andrés Moya, distingue en algunas de sus publicaciones entre la ciencia fáustica y la ciencia prometeica. Creo que es una distinción bastante iluminadora para entender lo que está sucediendo, e incluso una buena propuesta para hacer mejor ciencia, o una ciencia más humana, como habría dicho Feyerabend. La ciencia fáustica toma su nombre del personaje de Goethe. Recordemos que Fausto, revirtiendo el comienzo del evangelio de San Juan, afirma: “en el principio era la acción”. Para la ciencia fáustica lo principal no es “la palabra”, el “logos” –la comprensión o el entendimiento, vale decir–, sino la transformación, la manipulación de la realidad, el afán de dominio, como bien señalas. La ciencia prometeica, en cambio, estaría interesada antes en la comprensión que en la acción. Se preocupa de no actuar a ciegas o con información insuficiente. La acción solo puede venir tras un profundo conocimiento de los “porqués” y los “para qué”, es decir, de los fundamentos teóricos, de las consecuencias previsibles y de los fines a los que debe ir dirigida. Podría decirse que la ciencia prometeica muestra que otra ciencia (diferente a la fáustica) es posible. Ya sé que afirmar esto no va a cambiar nada, y que la tecnociencia sigue su marcha, pero si lo decimos y lo creemos cada vez más personas, quizás en el futuro sí pueda cambiar algo en el modo de hacer ciencia. Al fin y al cabo, la ciencia es un elemento de nuestra cultura y, como tal, puede ser influido por otros, como ha sucedido a lo largo de la historia, por mucho que hoy la influencia vaya sobre todo en el otro sentido: de la ciencia al resto de la cultura.
¿Qué crees que pensaría un transhumanista que leyera esto que has dicho un poco antes de que la ciencia nunca logrará vencer a la muerte?
Depende de lo radical que fuera en sus convicciones. Los más moderados no estarían muy lejos de lo que digo. Los más radicales pensarían que me equivoco y que soy demasiado escéptico con respecto a las posibilidades que nos abren las nuevas tecnologías.
Desde tu posición de filósofo, ¿cómo afrontas el destino nada ficticio de la muerte?
Ante todo quejándome poco de que ese sea mi destino, como el de todos, y pensando menos aún en él. Eso del memento mori no va conmigo. Ya que estamos aquí sin que nadie nos haya preguntado, lo mejor es llevar con dignidad este hecho, disfrutar de la vida lo que se pueda, preferiblemente de las cosas más sencillas, que suelen ser las más agradables de frecuentar, buscar la compañía de los seres queridos y tratar de dejar un grato recuerdo en aquellas personas que lo conservarán durante unos años. Esa existencia extra proporcionada por la persistencia de nuestro recuerdo también es llamada “inmortalidad”, sobre todo cuando dura muchas generaciones. Aspirar a ella no está mal, pero desde luego no sirve para compensar una vida desperdiciada.
Has expresado varias veces que la mortalidad es nuestro destino más probable. De acuerdo con esto, ¿qué concibes a modo de esperanza?
La muerte no es nuestro destino más probable, sino que es nuestro destino inevitable. La esperanza la dejo para cosas concretas en la vida cotidiana.
La muerte no es nuestro destino más probable, sino que es nuestro destino inevitable. La esperanza la dejo para cosas concretas en la vida cotidiana. Ayuda a hacerla más llevadera. Tengo esperanza en que España consiga resolver problemas que viene arrastrando desde hace siglos, porque he visto cómo ha conseguido hacerlo con algunos de ellos. Tengo esperanza en que consigamos erradicar la guerra y la pobreza, como las mises de los concursos de belleza, porque es factible y porque hemos hecho progresos significativos hacia ese fin en las últimas décadas. Tengo esperanza en que a mis hijas les vaya bien en la vida. Todo esto es realista, alcanzable, y pensar en ello me facilita la existencia, así que es ahí donde pongo mis esperanzas. Por supuesto que me gustaría tener esperanzas más trascendentes. Me gustaría que la muerte no fuera un final, pero dicho esto, ya no sabría cómo terminar la frase.
¿Crees que tener conocimientos sobre ciencia y filosofía ayuda a aceptar el aciago destino o nos nubla la vista con un horizonte trágico nada beneficioso para el ánimo?
En muchas ocasiones sí, pero creo que en este asunto ayuda más la filosofía que la ciencia. La ciencia puede mostrarte la maravilla y majestuosidad del universo, la belleza de su orden, la complejidad de su urdimbre, la sutileza de sus detalles, y ello suscita una sensación estimulante de comprensión y de reconciliación con la naturaleza, pero finalmente el mensaje que deja es desolador: todo esto es indiferente a tus cuitas y a las del resto de tus congéneres. La filosofía, en cambio, ha buscado siempre algún consuelo a esa indiferencia cósmica. Supongo que de ahí viene la expresión “tomarse las cosas con filosofía”. Pero en la filosofía encuentras de todo. Encuentras filósofos del consuelo, como Epicuro o Marco Aurelio, y encuentras filósofos del naufragio, como Schopenhauer o Cioran. Lo que ocurre es que incluso estos últimos pueden ser también una fuente de consuelo si se los interpreta de la forma apropiada. Por lo menos, proporcionan una sacudida que vale para salir del atolladero.
Si la muerte fuera una entidad con la que se pudiera uno comunicar, ¿qué le dirías?, ¿qué le preguntarías?, ¿qué le pedirías?
Es una pregunta interesante. Nunca me había puesto a mí mismo en esta situación trágica del caballero y la muerte. Decirle yo o preguntarle a ella, creo que nada. No me apetecería entrar en conversación con quien viene a quitármelo todo, a aniquilarme literalmente. No iba a darle encima el gusto de una buena conversación, a lo Bergman. Me conformo con que no me haga danzar; mejor acabar rápido. Sí le pediría una cosa, la que casi todos le pediríamos: ¿por qué no vuelves más tarde?
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Roberto Valencia
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