Crónicas hiperbóreas
Lo importante es no destacar
Lo más eficaz es tener a un tipo obediente al frente del tinglado. Un presidente autonómico que sea como el capataz de la finca, que da novedades y vueltas a la boina cuando viene el señor a hacer una visita
Xosé Manuel Pereiro 19/01/2018
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Uno de los mitos de la Transición, esa etapa con nombre de dogma católico que designa a lo que fue la restauración monárquica de finales del siglo XX en España, es el de que este es uno de los estados más descentralizados del mundo, rayando en lo federal. El resto de los palos del sombrajo de la Transición como modelo de cambio de régimen se han ido cayendo, quizás no sobre las cabezas que deberían, pero ese de la descentralización permanece incólume. Por supuesto, es tan falso como el resto, tal y como se evidencia siempre que se le ha puesto a prueba. No solo en lo que ustedes, que siempre están pensando en lo mismo, creen. Antes de lo de Cataluña y el artículo 155 aplicado modo napalm, antes de que Montoro se hiciese con el control de las cuentas corrientes de los ayuntamientos desafectos como un adolescente se adueña del mando a distancia de la tele familiar, lo de retirar o invadir competencias ya se había puesto en práctica en otros ámbitos administrativos y territoriales. Aquí siempre ha triunfado la exacta adecuación de la ley a las circunstancias concretas del caso, cuando no la perfecta simbiosis entre la ley y la trampa, o en frase más políticamente correcta del bueno del conde de Romanones: “Ustedes hagan la ley, que yo haré el reglamento”.
Está claro que el traje estatutario a unas comunidades les ha quedado estrecho, a otras le sienta perfectamente y a unas terceras no le vendría mal engordar un poco para llenarlo, si es que quieren. Eso independientemente de Historias (aquí quien la tiene más larga es Atapuerca) o de otros méritos. E igual de diáfano es que a buena parte de los poderes fácticos de este país lo de tener que andar negociando en más de un despacho, palco o country club le enerva, o al menos le supone una molestia. Así que hay una comunidad de intereses de corazón, ideología y cartera en enderezar ese errado rumbo federalista, por falso que sea, desde la LOAPA. El modo “ajuste fino” de recentralización ha sido habitualmente no desarrollar las competencias ya previstas en los Estatutos, o la presentación de recursos por parte del Gobierno central contra decisiones de los gobiernos autonómicos por invasión de competencias. Un instrumento lógico, y tan constitucional como el tribunal que sanciona esos conflictos, salvo que la relación de fallos a favor del demandante es más o menos la misma que la de los encuentros Real Madrid-Pontevedra (y quizá por las mismas razones). Pero lo más eficaz es tener a un tipo obediente al frente del tinglado. Un presidente autonómico que sea como el capataz de la finca, que da novedades y vueltas a la boina cuando viene el señor a hacer una visita. Les presento a Alberto Núñez Feijóo, presidente de la Xunta de Galicia. Mi presidente.
Mariano Rajoy tiene fama de gallego en el sentido más despectivo de la palabra, como dijo la extinta Rosa Díaz (ella dijo “peyorativo”, pero es que no sabía que significaba lo mismo), cosa que no es cierta porque Paul Lafarge, el yerno de Marx, en su El derecho a la pereza, execraba a la raza galaica ―”esos chinos de España”― por su excesivo e incomprensible amor al trabajo. Rajoy es un fajador que se limita a encajar los golpes con paciencia franciscana (y memoria de elefante), en el convencimiento de que nunca llovió que no escampara, sobre todo en la frágil y desmemoriada política española, pero hace los deberes. Vaya si los hace: le ha pasado el cepillo a más libertades de las que a Aznar le hubiese gustado fulminar. Mientra, en Galicia no solo no se crean los empleos roñosos que se generan en España, sino todavía menos, y uno de cada cuatro es de camarero, a pesar de que esto no es Torremolinos y de que hay tres universidades produciendo diligentemente cada año promociones de parados o emigrantes altamente cualificados. Galicia constituye todavía la mitad de la flota de pesca española y sería por sí misma la octava potencia pesquera de Europa, pero nada se oye, porque nada se dice, sobre las consecuencias del Brexit, o sobre el reciente debate sobre la normativa europea.
Afrontar esas situaciones es política, pero Feijóo cree que ser político consiste en hacer, después de cada conflicto foráneo, unas declaraciones sin salirse en el fondo del argumentario conservador, pero siendo más cauto y más ser humano en las formas. Una especie de cuñadismo de rostro amable. (Y en los medios capitalinos cuela, como coló Alberto Ruiz Gallardón). Salvo que se mosquee y entonces saca el colmillo de tertuliano. Como Mae West, cuando es malo es mucho mejor. Es algo que solo hace cuando juega en casa, porque además lo que le pide el cuerpo no es algo tan aburrido como gobernar, sino hacer oposición de la oposición. Algo que no deja de tener su mérito porque las tres oposiciones gallegas, En Marea, PSdeG y BNG, suelen hacerse una oposición muy efectiva a sí mismas. No los unos a los otros, sino cada organización en su propio seno. E la nave va porque hay algo que une a Rajoy, Feijóo, los poderes fácticos y la prensa realmente existente: odian el conflicto (excepto si va a producir réditos) y aman a quien no dé la lata. Desgraciadamente, como advertía Anatole France, gobernar siempre quiere decir hacer descontentos (aunque no siempre a los mismos, añado yo).
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Xosé Manuel Pereiro
Es periodista y codirector de 'Luzes'. Tiene una banda de rock y ha publicado los libros 'Si, home si', 'Prestige. Tal como fuimos' y 'Diario de un repugnante'. Favores por los que se anticipan gracias
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