Lecturas
Las maestras olvidadas del arte
Fragmentos de 'Grandes maestras. Mujeres en el arte occidental. Renacimiento-Siglo XIX'
Ángeles Caso 13/02/2018
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En 1764, el gremio de San Lucas de París –que regía el aprendizaje y el ejercicio de la profesión por parte de los artistas de la ciudad– elaboró una Lista general de todos los maestros pintores que ofrece datos sorprendentes: junto a los 901 hombres que poseían el título de maestros pintores (maîtres peintres), había 199 mujeres reconocidas como maestras pintoras (maîtresses peintresses), es decir, un 22% del total.
Es cierto, no obstante, que ese título no significaba exactamente lo que podemos entender ahora: la mayor parte de esas personas decoraban edificios, carruajes y mobiliario, realizaban enseñas de comercios y modelos para toda clase de objetos de lujo o, incluso, vendían obras de arte y hasta pigmentos y útiles de pintura.
Las pintoras y pintores “de talento” eran muchos menos. Aun así, unas 20 mujeres practicaban profesionalmente el arte en el París de los años previos a la Revolución, con todos los títulos y bendiciones oficiales que las autorizaban al ejercicio del oficio. Suponían alrededor del 10% del total de hombres, que rondaba los 200. Y muchas de ellas lo hacían con gran éxito.
Este simple dato, extraído de una única ciudad europea y en un año preciso del pasado, sirve para cuestionar el discurso tradicional de la historia del arte, tal y como ha sido escrita al menos desde el siglo XIX. Ese discurso se ha empeñado en afirmar que, salvo rarísimas excepciones, jamás hubo mujeres artistas hasta llegar a comienzos del XX, con el estallido de las vanguardias.
El error parte de un equívoco surgido en el siglo XIX, probablemente el más patriarcal de toda la historia de Occidente. Los profundos cambios sociales y económicos que se produjeron en Europa y América a lo largo de esa centuria significaron un paso atrás para la vida de millones de mujeres, enterradas bajo la pesada losa de la “moral burguesa” o bien forzadas por las nuevas estructuras capitalistas a llevar vidas durísimas lejos del núcleo familiar, como parias de la nueva clase social del proletariado.
Los ilustres sabios decimonónicos decidieron que ninguna mujer que valiera la pena se atrevía a asomarse más allá del pequeño espacio de su vida privada. Cuando en esa centuria se inauguraron los grandes museos europeos y americanos, se escribieron los primeros manuales de historia del arte “modernos”, y se estableció el canon y el discurso analítico y crítico que, en buena medida, hemos heredado, las artistas fueron excluidas de ese mundo: puesto que ellos no las veían –porque no querían mirarlas–, simplemente dejaron de existir.
Los nombres de las mujeres protagonistas del arte jamás aparecieron en los índices de los libros, mientras sus lienzos eran amontonados en los almacenes de los museos o colgados en las zonas más altas y peor iluminadas de los espacios expositivos. En muchísimas ocasiones, ocurrió incluso algo peor: su obra fue saqueada, consciente o inconscientemente, y pasó a ser exhibida como obra realizada por pintores varones.
El ejemplo más antiguo de redescubrimiento de una maestra es el de la pintora holandesa Judith Leyster. A pesar del éxito que tuvo en vida, su nombre se desvaneció poco después de su muerte en 1660. Aunque sus obras estaban claramente firmadas con su monograma, comenzaron a ser atribuidas a pintores coetáneos, en particular al siempre cotizadísimo Frans Hals. Sólo en 1893, trescientos años después, el Louvre descubrió que bajo la firma falsa de un Hals adquirido a un elevado precio, había otra de un artista desconocido. Las investigaciones llevaron hasta la figura desaparecida de Leyster.
Los errores y las falsificaciones, así como los cambios en las atribuciones, son, por supuesto, una constante en el mundo museográfico. El caso de Leyster no sería nada excepcional si no fuese porque se ha repetido una y otra vez con la obra de muchas de las maestras del pasado. De hecho, el proceso de devolución a las artistas de su trabajo aún no ha terminado, y todavía está en discusión la autoría de numerosos cuadros exhibidos en los grandes museos del mundo.
A día de hoy, nadie en el ámbito de la historia del arte se atreve ya a afirmar con seriedad que nunca hubo pintoras o escultoras. Las investigaciones de género iniciadas en la década de 1960 han llevado, en estos casi cincuenta años, a reconstruir poco a poco la genealogía femenina silenciada mediante un trabajo casi detectivesco de búsqueda en museos y colecciones y en centenares de archivos.
Suele asegurarse que para las mujeres siempre fue mucho más difícil acceder a la formación que para los hombres. Pero esa afirmación, aun siendo cierta, debe ser examinada en detalle.
La formación de las maestras
El análisis feminista de la historia del arte tiende a hacer hincapié en un asunto crucial: el de la preparación de las artistas. Suele asegurarse que para las mujeres siempre fue mucho más difícil acceder a la formación que para los hombres. Pero esa afirmación, aun siendo cierta, debe ser examinada en detalle.
Durante los siglos XVI, XVII, XVIII y las primeras décadas del XIX, buena parte de las maestras eran hijas de pintores o escultores. El resto, con algunas excepciones, procedía de familias de artesanos de otras ramas. Esta información es muy relevante, y se explica en el contexto de una concepción del arte muy diferente de la actual. Durante siglos, en efecto, los artistas fueron considerados en Europa un sector del artesanado, gentes que practicaban oficios manuales, poco decorosos para una sociedad dominada por la cultura aristocrática.
Por supuesto, muchos de los creadores plásticos combatieron durante siglos ese prejuicio, luchando por demostrar que el suyo era además un trabajo intelectual, que exigía no sólo una adecuada formación técnica, sino también una cultura excepcional, conocimientos de los textos antiguos y religiosos, y una gran capacidad de reflexión.
La tensión existente entre ambas formas de entender el arte queda patente de nuevo en París, muy poco después de la elaboración, en 1764, de la Lista general de todos los maestros pintores. El gremio de San Lucas estaba entonces dominado por los miembros estrictamente artesanos, y éstos tendían a tratar con poca consideración a los artistas puros, que reclamaban su independencia. El conflicto terminó por llegar hasta Luis XVI, que lo resolvió de un plumazo en 1777, al declarar “libres” –es decir, liberados de la tutela del gremio– a quienes practicasen la pintura y la escultura propiamente dichas.
Pero, hasta llegar ahí, el concepto artesanal del arte marcó durante siglos la manera de trabajar de sus protagonistas. Se trataba de un trabajo en equipo, de manera que la maestra o el maestro solían verse acompañados por toda una serie de aprendices y ayudantes. Este sistema definía igualmente la formación de los futuros creadores: el aprendizaje empezaba en la infancia y duraba muchos años. Numerosos pintores y escultores –probablemente la mayoría de los que ha habido en la historia– no pasaron nunca del grado de ayudantes. Sólo los mejores, o aquellos que contaban con más apoyos, terminaban por acceder a su vez a la maestría, sometiéndose a los exámenes pertinentes, y podían entonces crear y dirigir su propio taller.
En una sociedad dominada durante siglos por las estructuras de producción familiares –hasta que el capitalismo hizo saltar por los aires ese sistema–, esos talleres artísticos eran, como tantas otras ocupaciones, negocios que atañían a toda la familia. Se heredaban de padres a hijos o a hijas, de tal manera que existían verdaderas sagas de artistas, dinastías de gentes dedicadas a la pintura o la escultura, que se sucedían las unas a las otras, a veces durante siglos. Y, lógicamente, todas las manos eran útiles aportando su esfuerzo a la economía familiar: las mujeres de las clases populares –es decir, la inmensa mayoría de las mujeres que han existido– nunca pudieron permitirse vivir ajenas a la actividad que mantenía a la familia, fuese ésta la agricultura o el arte.
Que buena parte de las artistas fuesen hijas de ese sistema es pues natural. Aquellas crías correteaban por los talleres familiares y comenzaban sin apenas darse cuenta sus propios procesos de aprendizaje. Con el tiempo, muchas de ellas acababan convirtiéndose en ayudantes de sus padres y, más adelante, de sus maridos. A veces, las más dotadas y las más seguras de sí mismas proseguían sus carreras de manera autónoma. Competentes y fuertes: sí, sin duda hacía falta no sólo mucho talento, sino también mucha valentía y una enorme autoestima para alzarse por encima de las normas y atravesar el inacabable y altísimo muro que mantenía al género femenino aislado de las actividades públicas y, en particular, de aquéllas en las que se podía ganar mucho dinero.
Esas estructuras familiares y artesanales del mundo artístico, con sus aspectos protectores y sus aspectos tiránicos, duraron siglos
Esas estructuras familiares y artesanales del mundo artístico, con sus aspectos protectores y sus aspectos tiránicos, duraron siglos, pero terminaron por desaparecer en el XIX. El decreto firmado por Luis XVI en 1777 que declaraba “libres” a los artistas franceses respecto al gremio, señaló el inicio de una nueva situación que pronto se extendería a toda Europa y que afectaría de manera definitiva tanto al marco creativo como al mercado del arte. Y también, durante mucho tiempo, a la formación y el lugar de las mujeres como creadoras plásticas.
Para empezar, ya el propio decreto del rey era una especie de dulce envenenado: por un lado, liberaba a los pintores y los escultores de sus obligaciones respecto al gremio. Pero, al mismo tiempo, los dejaba sometidos a una organización mucho más astuta, tiránica y, desde luego, patriarcal: la Academia Real de Pintura y Escultura de Francia.
A partir de ese momento, esa institución se hizo con el poder sobre el territorio de las artes en Francia. La Academia decidió desde entonces, y durante los siguientes ciento cincuenta años, lo que era “bueno” y “malo” en cuestiones artísticas, estableciendo temas y estilos y, por supuesto, menospreciando todos los movimientos artísticos innovadores, desde el impresionismo hasta el cubismo. Con ligeras variantes, en todos los territorios europeos sucedió lo mismo.
Además, se empeñó en apartar sin compasión a las mujeres del circuito. En el año de la “liberación” de los maestros franceses, 1777, tres mujeres eran miembros de pleno derecho de la Academia francesa, que siempre había aceptado a algunas en sus filas: las pintoras Marie-Thérèse Reboul, Anna Dorothea Therbusch y Anne Vallayer-Coster. En 1783 –tras el fallecimiento de Therbusch el año anterior–, fueron elegidas dos más, Adélaïde Labille-Guiard y Élisabeth Vigée-Lebrun.
Tan sólo seis años después, en 1789, estalló la Revolución. Aquélla les pareció a muchas mujeres una gran oportunidad: igual que el pueblo y las clases medias iban a librarse por fin de la larga tiranía de la aristocracia y la realeza, algunas ingenuas no pudieron evitar creer que el género femenino se quitaría de encima el poder totalitario y avasallador del masculino.
Historiadores y pensadores no han dejado de debatir desde entonces sobre si la Revolución traicionó o no a las clases populares. Lo que sí es seguro es que traicionó a las mujeres: no sólo no las liberó, sino que, por el contrario, la cultura burguesa que se estableció en ese momento –y que desde París se irradió a toda Europa, además de ser compartida por los Estados Unidos de América–, aprisionó a las mujeres, como ya he dicho, más que nunca.
El nuevo Instituto de Francia, que reemplazó en 1795 a las antiguas academias reales, prohibió que las mujeres pudiesen formar parte de él. Tras la Restauración borbónica, Luis XVIII cerró esa institución y creó en 1816 la Academia de Bellas Artes, que aún existe a día de hoy. Tristemente, sus puertas se mantuvieron cerradas con firmes candados para las artistasprácticamente hasta la actualidad.
El empujón al género femenino fue pues brutal, y arrojó sin contemplaciones a las creadoras plásticas a la marginalidad. Pero lo peor fue que se les negó el acceso a las escuelas oficiales, que sustituyeron a los talleres como lugar de formación de los artistas. En toda Europa, el género femenino quedaba abandonado a su suerte durante los años cruciales de la preparación técnica y teórica: oficialmente, el arte era ya un asunto exclusivo de hombres.
El artista genio
El desmantelamiento de los viejos talleres familiares en las primeras décadas del XIX tuvo que ver con las nuevas formas económicas capitalistas del siglo, pero también con la eclosión del sentimiento romántico. La consideración de los artistas cambió por completo: dejaron de ser meros artesanos y se convirtieron en criaturas especiales, iluminadas por la inspiración. Genios. Y el genio, por supuesto, era cosa exclusivamente de varones. (Y aún lo es para muchos.)
El artista ahora creaba en solitario. Todo esos cambios arrollaron el estatus que las mujeres habían logrado trabajosamente en el arte. En aquel territorio de hombres, ya no había espacio para ellas. Podían ser aficionadas, por supuesto –y eso siempre era algo que se agradecía en una joven bien educada– o, si eran testarudas y se empeñaban, convertirse en pintoras o escultoras de quinta fila. Pero, desde luego, los primeros rangos del arte, los mejor remunerados y más aplaudidos, iban a estar ocupados por varones, enlazados los unos a los otros en la defensa común de un territorio lleno de medallas, honores y grandes cuentas bancarias que, según ellos, les pertenecía por completo y que, en buena medida, todavía les pertenece.
Las razones utilizadas para justificar la prohibición de que las mujeres accediesen a las academias públicas y a la mayor parte de las privadas fueron diversas, pero la fundamental fue de índole moral: era indecente que aquellas muchachas a las que la sociedad deseaba castas –y hasta ciegas—–en todo lo que tuviera que ver con el cuerpo acudiesen a las clases de desnudo al natural. Y, justamente, esas clases eran una de las enseñanzas fundamentales del sistema.
Por supuesto, las modelos que posaban en las academias no dejaban de ser mujeres. Pero ellas no poseían ninguna dignidad que la sociedad burguesa considerase necesario proteger: eran “chicas del arroyo”, criaturas de familias pobres obligadas a ganarse la vida como podían y que, a cambio de unas monedas, solían ejercer ese trabajo que a veces terminaba confundiéndose con la prostitución.
Ésta fue sin duda una buena excusa para expulsar a las mujeres del arte. O, por mejor decirlo, para intentarlo: lo cierto es que el número de pintoras y escultoras –y, en la segunda mitad del XIX, también de fotógrafas– no sólo no disminuyó a lo largo del siglo, sino que, por el contrario, creció de manera sorprendente. Ya en el último tercio, auténticas riadas de mujeres comenzaron a reivindicar abiertamente un papel en las artes plásticas. Lo hicieron concentrándose sobre todo en París –el ombligo del arte occidental en ese momento–, adonde acudían desde toda Europa y desde los Estados Unidos.
Algunas escuelas privadas decidieron por aquel entonces abrir clases para las mujeres, aunque, eso sí, segregadas de las aulas masculinas y más caras que para los alumnos. Las más importantes fueron la Académie Julian y la Académie Colarossi, inauguradas ambas en la década de 1870, en las que se formaron buena parte de las artistas de finales del XIX y el primer tercio del XX. Otras ciudades europeas y estadounidenses siguieron pronto el ejemplo.
Hubo que esperar hasta las primeras décadas del siglo XX para que muchas escuelas de arte oficiales decidieran permitir el acceso al género femenino, desnudos incluidos. La batalla no siempre fue fácil.
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Ángeles Caso es escritora e historiadora del arte.
Grandes maestras. Mujeres en el arte occidental. Renacimiento-Siglo XIX. Libros de la Letra Azul, 2017
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