Reportaje
La condena de regresar a El Salvador
La decisión de EE.UU. de cancelar el permiso de residencia temporal a cerca de 190.000 salvadoreños dibuja un horizonte de deportaciones masivas hacia el país centroamericano, que ni tan siquiera puede garantizar su seguridad física
José María Tiscar García 7/02/2018
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“Nosotros aquí, en El Salvador,
Hemos perdido el aire
Y a punto de estallar estamos”
Los versos del poeta José Roberto Cea en su Crónica salvadoreña guardan buena parte del trasunto de esta historia. En El Salvador, la nación más densamente poblada del continente americano, con una extensión territorial similar a la provincia de Badajoz y niveles de violencia que sitúan su Índice de Paz Global en el puesto número 115 de un total de 163 países en 2017, la vida constituye un verdadero ejercicio de supervivencia y esfuerzo.
Todo país se compara con sus vecinos. El imaginario salvadoreño concibe a la nación norteamericana como sinónimo de progreso, esperanza y oportunidad frente a la ausencia local de posibilidades. El peso de la historia reciente condiciona esta visión; también el relato de cada migrante, de cada individuo que buscó refugio en tiempos de la Guerra Civil, tras los terremotos de 2001 o secundados por el estallido de inseguridad generalizada que domina las calles salvadoreñas desde hace casi dos décadas. Son historias siempre cercanas: de ahí su poder de convicción, la fuerza transmisora de su mensaje. Todo el mundo parece contar con un familiar en Estados Unidos al que las cosas le han ido bien.
Despertar del sueño americano
Muchas de esas historias de éxito podrían concluir abruptamente. Hablamos de los cerca de 190.000 ciudadanos salvadoreños beneficiados por el Estatus de Protección Temporal (TPS, por sus siglas en inglés), un recurso legal que los protege de la deportación desde que dos terremotos asolaran la nación salvadoreña en 2001. Los conocidos como “tepesianos” han gozado de la posibilidad de trabajar en territorio norteamericano durante todos estos años, contribuyendo positivamente a la economía nacional. También han establecido lazos de futuro con sus comunidades: un 30% de ellos cuenta con una hipoteca, muchos han creado sus propias empresas, forman parte de asociaciones, grupos sociales y entidades religiosas, y su descendencia se estima en 192.000 personas, quienes poseen ciudadanía estadounidense.
Pero el TPS no es un salvoconducto permanente. Tampoco ofrece vías alternativas para una posible regulación migratoria. Es solo un limbo temporal que brinda protección ante catástrofes naturales o conflictos bélicos, y siempre por un tiempo limitado. Una vez desaparecen las condiciones que suscitaron la crisis, los ciudadanos beneficiados deben regresar a sus países de origen.
El viejo temor a una posible cancelación del estatus que protege a este colectivo salvadoreño despertó de su letargo en septiembre del pasado año, tras anunciarse la decisión por parte del Ejecutivo republicano de eliminar el Programa Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (DACA, por sus siglas en inglés), herramienta que impide la deportación de más de 800.000 migrantes que llegaron a tierras estadounidenses siendo menores de edad. Por si fuera poco, el Gobierno de Donald Trump anunció el fin del TPS nicaragüense tan solo dos meses más tarde, lo que apuntaló las sospechas de una política migratoria centrada en el rechazo. La suerte de la comunidad “tepesiana” salvadoreña parecía estar echada.
A nadie sorprendió el comunicado oficial del Departamento de Seguridad Nacional de EE.UU. emitido el pasado 8 de enero, en donde se puso punto y final a la protección otorgada a haitianos, salvadoreños y a ciudadanos de varias naciones africanas –entre ellas, Sudán del Sur– amparados bajo esta fórmula legal. Dichas comunidades, “residentes temporales” por espacio de hasta dos décadas, deberán regresar en unos meses a países que ya no reconocen, en donde se convertirán en perfectos extraños y sufrirán condiciones de extrema vulnerabilidad.
Las autoridades federales han decidido apartar la vista de la realidad. “En años recientes, el gobierno de EE.UU. ha estado repatriando personas a El Salvador –más de 39.000 en los pasados dos años– lo que demuestra que la inhabilidad temporal de [este país] para acoger adecuadamente a sus nacionales luego del terremoto ha sido corregida”. Este fragmento, extraído del comunicado oficial del Departamento de Seguridad Nacional, refleja un alarmante ejercicio de intencionado simplismo. Ni el país centroamericano está preparado para recibir a 190.000 ciudadanos, ni sus condiciones de vida han mejorado sensiblemente. Más bien todo lo contrario.
El arte de la supervivencia salvadoreña
Hablar de El Salvador es poner rostro a la violencia. El recrudecimiento de los índices de homicidios en su territorio obedece a una concatenación de inacciones y decisiones políticas poco acertadas. No obstante, los orígenes deben buscarse en los años siguientes a la firma de los Acuerdos de Paz de Chapultepec en 1992, cuando EE.UU. comenzó a deportar a ciudadanos salvadoreños relacionados con dos bandas delictivas asentadas en Los Ángeles: Mara Salvatrucha (también conocida como MS-13) y Mara 18. Una vez en El Salvador, estos sujetos entraron en contacto con una sociedad dañada por el horror de la Guerra Civil, lo que constituyó el perfecto caldo de cultivo para la proliferación de sus actividades delictivas.
El informe “Extranjeros criminales en los Estados Unidos”, publicado en 1995 por la Subcomisión Permanente de Investigaciones adscrita a la Comisión de Asuntos Gubernamentales del Senado de los EE.UU., ofrece reveladoras pistas sobre la política migratoria mantenida durante aquellos años: “En 1992, cerca de 11.000 criminales extranjeros condenados por delitos particularmente graves no comparecieron a sus procesos de deportación. [...]. A menudo, tal y como un funcionario del Servicio de Inmigración y Naturalización comunicó al subcomité, solo los estúpidos y los honestos son deportados”, sostiene el texto en una de sus argumentaciones.
El endurecimiento de las políticas migratorias norteamericanas afectaron directamente a la nación salvadoreña. Entre 1993 y 2005 (año en que la presencia de estas pandillas comenzó a ser considerada como un problema nacional), EE.UU. deportó a 23.078 salvadoreños con antecedentes criminales, según cifras recabadas por el Departamento de Seguridad Nacional. Durante la siguiente década, el número de deportados con estas características ascendió a 101.795. Entre ellos, integrantes de estas bandas criminales –imposible precisar un número exacto– fueron asentándose y creciendo en el país, captando lentamente a la población más desfavorecida, principalmente a jóvenes procedentes de familias desestructuradas necesitados de pertenecer a algo, de formar parte de algo.
Para cuando las autoridades públicas salvadoreñas quisieron reaccionar, el problema se había tornado inabarcable. En 2003, el entonces presidente Francisco Flores presentó el “Plan Mano Dura”, caracterizado por políticas represivas que no lograron debilitar a las pandillas. Le siguió el “Plan Súper Mano Dura”, con idénticos resultados. Fernando Romero, periodista salvadoreño de la Revista FACTUM, explica a CTXT la razón de su escasa efectividad: “Todo era un show. De repente, vos tenías en una noche una redada de 300 personas, y te decía el Gobierno: ‘acabamos de atrapar a 300 pandilleros’. Pero, en cuestión de cuatro días, tenías a 298 de regreso a sus casas. Se trataba de maquillaje, maquillaje total”.
La escalada de violencia no se detuvo, complicando cada vez más el diario vivir de la ciudadanía, por lo que las autoridades públicas decidieron cambiar de estrategia. En 2009, el Ejecutivo liderado por Mauricio Funes (quien, por otra parte, fue hallado culpable por cargos de enriquecimiento ilícito durante su etapa presidencial en noviembre del pasado año), entabló un diálogo con los principales líderes de la MS-13 y las dos facciones de la MS-18 con el objetivo de alcanzar una suerte de armisticio. Este periodo, conocido como “Tregua entre pandillas”, se caracterizó por un relativo descenso en los asesinatos. “La tregua terminó a principios de 2014”, confirma Romero. “Ahí es cuando la gente se empieza a dar cuenta de que todo era una pantomima de Funes. El Gobierno les estaba dando dinero para no matar. Cuando dejaron de pagarles, aumentaron los homicidios. En aquel momento, las maras atentaron principalmente contra la población civil”. Lo que podría considerarse como un problema local terminaría siendo el mayor quebradero de cabeza de México y EE.UU., cuyas fronteras se vieron colapsadas por la llegada de miles de migrantes salvadoreños que buscaban, sencillamente, salvaguardar sus vidas.
El grado de penetración de ambas pandillas en las esferas del poder político trascendió a la esfera pública tras la aparición de varios vídeos que vieron la luz en 2016. Los hechos se remontan a los meses previos a las Elecciones Generales de 2014, cuando dirigentes de los dos partidos mayoritarios, el conservador Alianza Republicana Nacionalista (ARENA) y el centroizquierdista Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), mantuvieron sendas reuniones con líderes pandilleros en donde se negociaron las condiciones para que estos grupos les ayudasen a ganar los comicios.
Mientras tanto, la violencia alcanzó su punto más álgido en 2016, cuando fueron asesinadas 6.656 personas: El Salvador se alzaba con el triste título de ser el territorio más peligroso del continente americano, superando a Honduras y Guatemala. La razón de este recrudecimiento obedece a la nueva política de confrontación iniciada por el Gobierno de Salvador Sánchez Cerén, que ha desembocado en enfrentamientos directos entre la Policía Nacional Civil y las pandillas. “Lo consideramos una nueva guerra”, asegura Romero, “la del Gobierno contra estos grupos criminales. Ha habido un franco enfrentamiento entre pandilleros y autoridades el pasado año, a tal punto que podría decirse que se trata de una guerra de baja intensidad, con ejecuciones en ambos bandos”. La violencia también ha alcanzado a familiares de mareros y policias, quienes suelen ser asesinados como represalia, convirtiéndose en los grupos civiles más vulnerables.
Asegura el refrán que todo depende del color del cristal con el que se mire. Para Howard Cotto, director general de la Policía Nacional Civil salvadoreña, concluir 2017 con un saldo de 3.954 homicidios debe considerarse un éxito. Pero las cifras –escandalosas en cualquier caso– tal vez no se ajusten a la realidad. Fernando Romero denuncia la existencia de un registro de “personas desaparecidas” que no son contabilizadas como muertas, aunque la experiencia dicte lo contrario: “la práctica nos dice que están muertas, porque en años anteriores, y eso lo ha publicado El Faro, se han descubierto cementerios clandestinos de pandillas con sus víctimas metidas en fosas comunes”.
Territorio vedado
Comprender cuán difícil resulta vivir en El Salvador obliga a profundizar en la psicología de estos grupos criminales, quienes han condicionado cada aspecto vital de la ciudadanía. Su fuerte sentimiento de territorialidad los lleva a mantener un férreo dominio sobre aquellos barrios en los que se asientan. Cada mara se divide en pequeños subgrupos denominados “clicas”, los cuales ejercen el control sobre un espacio definido por reglas no escritas y responden a sus superiores dentro de una estructura totalmente jerarquizada. Obtienen réditos económicos mediante la extorsión; las víctimas se reparten entre la población y los negocios asentados en el barrio. Si el extorsionado se niega a pagar, su vida peligra. Si persiste en su negativa, deberá abandonar el lugar o morirá.
Existen códigos de conducta entre los integrantes de estos grupos que dan forma a vínculos imposibles de alterar. No se puede dejar de pertenecer a la mara. La homosexualidad está prohibida. El bando contrario siempre será visto como el enemigo. Todo cuanto queda bajo sus dominios les pertenece. “Se sienten dueños del territorio”, afirma Romero, “la esencia está en el ‘poder’. Poder para andar jodiendo a quien se quiera. Si me gusta esta chica, la violo y no pasa nada. Sé que no va a pasar nada porque las autoridades no actúan bien, dejan muchas cosas en la impunidad. Ahora bien, no existe la figura del marero con carro del año. Tampoco dicen “vamos a controlar El Salvador”. Vienen de familias tan pobres, que con sentir que controlan una zona ya es suficiente”.
El mapa real de El Salvador obedece a un complejo sistema de fronteras no escritas que definen los límites de cada clica, pero también de cada ciudadano salvadoreño. Algunos sectores quedan bajo dominio de la MS-13, otros bajo control de la 18-Sureña, o bien de la 18-Revolucionaria. Es usual que entre estas zonas solo medie un pasadizo, una calle, unos pasos. Los vecinos de un sector no pueden cruzar al otro lado. Si el trabajo o la escuela se encuentran en territorio enemigo, entonces pasarán a ser espacios inaccesibles: aquel que tome el riesgo de cruzar podrá ser considerado como espía –forme parte o no de la pandilla–, y esta sospecha puede saldarse con la muerte. Como resultado, muchos alumnos dejan de asistir a sus clases, muchos trabajadores se ven obligados a renunciar a sus empleos, muchas parejas deben separarse, muchas familias tienen que desplazarse a espacios “neutros”, generalmente alejados de los lugares donde viven –un centro comercial, un parque alejado–, para poder verse.
La dinámica descrita impera en todo el país. Solo ciertos municipios del departamento de Chalatenango, colindante con la frontera hondureña, parecen escapar de la influencia de estos grupos criminales. En contraposición, los departamentos de San Salvador, Sonsonate, Santa Ana, San Miguel y Usulután reflejan los peores ratios de homicidio, según estadísticas elaboradas por el Portal de Transparencia adjunto al Órgano Judicial de la República de El Salvador. Un dato especialmente revelador refleja que los diez municipios más grandes registran solo el 30% de los asesinatos, lo que da muestras de la homogenización del peligro; vivir en el campo no garantiza una mayor seguridad. Las zonas de conflicto varían, se desplazan, cambian constantemente. Tras la ofensiva impulsada por el Ministerio de Justicia y Seguridad Pública a través de su “Plan El Salvador Seguro”, centrada principalmente en espacios urbanos, se ha producido el desplazamiento de las maras a las zonas rurales. “Dependiendo de las políticas que el Gobierno lleve a cabo en cada momento, así también ellos van mutando”, aclara Romero. “Vas puyando… y van buscando cómo sobrevivirte”.
El flujo migratorio salvadoreño como resultado de la violencia presenta un carácter dual: en primer término, el ciudadano o la familia amenazada por la pandilla tiende a desplazarse a otro departamento del país, abandonando su hogar y sus pertenencias. Tras instalarse en la casa de un amigo o de un familiar, desarraigados de su entorno inmediato, afrontan la difícil tarea de encontrar empleo. Esta migración interna es silenciada por las autoridades estatales, quienes se niegan a aceptar el problema en su dimensión estructural. En ocasiones, una misma familia puede mudarse dos o tres veces, expuesta cada vez más a inestabilidades económicas, hasta que no puede soportarlo más y deciden intentar el viaje hacia los EE.UU. Vinicio Sandoval, director ejecutivo del Grupo de Monitoreo Independiente de El Salvador (GMIES), entidad que defiende los derechos de los trabajadores en la región centroamericana, sostiene que la decisión final se produce tras un largo desgaste: “se da un tiempo en que las personas deciden aguantar. Soportan situaciones de explotación en su trabajo, procesos de intimidación en sus lugares de residencia, presión económica procedente de deudas… la gente va soportando, soportando, hasta que llega el elemento que termina por decidir, y se marchan”.
Desprotección laboral
No todos los problemas se circunscriben a la inseguridad. La reducida oferta de empleo y las malas condiciones laborales impulsan a muchos salvadoreños a abandonar sus hogares e intentar la ruta migratoria hacia el norte.
Un primer análisis de las estadísticas reflejadas por la Encuesta de Hogares de Propósitos Múltiples 2016 (ENCOVI 2016), documento elaborado por el Ministerio de Economía del Gobierno de El Salvador y publicado en mayo de 2017, puede inducir a una visión optimista alejada de la realidad. Los resultados del informe, en donde se muestran las cifras más actualizadas referentes a la situación del mercado laboral, revelan una tasa de desempleo del 7%. Sin embargo, algunos grupos poblacionales se llevan la peor parte, como es el caso de los más jóvenes (aquellos con edades comprendidas entre los 16 y los 24 años). Tampoco se habla de las condiciones del empleo existente, ni se establece una diferenciación en términos de su duración: se contabilizan como ciudadanos empleados tanto a aquellos que disponen de contrato fijo como a los que consiguen trabajar durante una semana o un solo día.
La baja remuneración es otra razón para el desaliento. El salario mínimo mensual se ciñe a un promedio de 327 dólares americanos para los hombres y 270 para las mujeres (El Salvador no dispone de moneda nacional y su economía se encuentra dolarizada desde el 1 de enero de 2001). Sandoval destaca a CTXT que cada familia salvadoreña necesita lo equivalente a tres salarios mínimos para disponer de unas condiciones de vida dignas, lo que obliga normalmente a todos sus integrantes a contribuir a la estabilidad económica del hogar, en perjuicio de aspectos como la educación de los más jóvenes.
Por otra parte, el perfil de trabajador en riesgo obedece tanto a cuestiones económicas como culturales y, por tanto, estructurales. El sector de la “maquila” (conformado por empresas de producción textil que gozan de ciertas exenciones fiscales al asentarse en las denominadas “zonas francas”), registra los niveles de vulneración de derechos laborales más altos. Pero si el empleado, además de trabajar en este sector, es mujer, joven e inmigrante, su situación se torna mucho peor. “En cualquier caso”, denuncia Sandoval, “la inseguridad afecta a todos los ámbitos económicos, incluso a la empresa pública. Tienes el caso agrícola, en donde hemos comprobado que el Ministerio de Trabajo revisa solo las condiciones laborales de los trabajadores que se encuentran en las plantas procesadoras, pero no supervisan las de los que están en las plantaciones. El asunto de la terciarización de la contratación es otra de las cuestiones que más nos preocupan”.
Algunos sectores como el de la seguridad privada (debe recordarse que el coste económico de la violencia en El Salvador representa el 29,6% de su Producto Interior Bruto (PIB), según el Índice de Paz Global 2017), presentan algunas de las condiciones laborales más lamentables. Un solo dato: la mayor parte de las empresas de seguridad obligan al trabajador a que aporte su propia arma y municiones.
Abusos empresariales y fraudes contributivos
“En este país no se pagan horas extras, y eso es regla. En el momento en el que un trabajador pregunta por el pago de horas extra, es visto como problemático. También existe mucha resistencia a la presencia de sindicatos o la movilización de trabajadores”, lamenta el máximo responsable de GMIES. “Por otra parte, la legislación nacional te permite que el contrato sea escrito o verbal. En teoría, lo importante es que se determine la relación laboral, pero en la práctica observamos que la segunda modalidad suele estar sujeta a desprotección y abusos”.
Tales abusos suelen traducirse en la evasión del pago de contribuciones relacionadas con el empleado, con especial incidencia en las cotizaciones de salud, por lo que muchos trabajadores –y sus familias- ni siquiera tienen derecho a recibir cobertura médica. Pese a que todo trabajador formal, por ley, debe hallarse bajo el sistema del Instituto Salvadoreño del Seguro Social, los mecanismos de control gubernamentales tienden a ser laxos y muchos ciudadanos quedan expuestos a su suerte. “El pago del Seguro Social está dividido en una cuota para el trabajador y una cuota patronal. A veces, el empleador privado incluso descuenta la cuota del trabajador, pero no paga ninguna de las dos”, remarca Sandoval.
Fuentes del Instituto Salvadoreño del Seguro Social afirman que es el empresario de tamaño medio quien más comete esta clase de irregularidades, pero los escándalos por impago de prestaciones sociales han salpicado incluso al ámbito público: es el caso de la Alcaldía de Mejicanos, cuya pasada administración, liderada por Juana Lemus de Pacas bajo el partido ARENA, ha recibido la denuncia de un grupo de antiguos empleados que afirma que no se pagaron sus cotizaciones.
Otra práctica común es contratar al empleado bajo la categoría de “servicios profesionales” con el objetivo de ahorrarse el pago de contribuciones sociales, a pesar de que las funciones, horarios y condiciones designadas por los patronos son similares a las de un empleo formal. Para tratar de paliar esta situación de desprotección, el Consejo Directivo del Instituto Salvadoreño aprobó la semana pasada el “Régimen especial para incorporar a los trabajadores independientes o por cuenta propia”. Mediante este recurso, a la espera de validación por el Consejo de Ministros, los trabajadores salvadoreños tendrían la posibilidad de optar al Seguro Social sin la necesaria intervención de un empresario o patrón.
Pero eso no es todo. Dentro del complicado escenario de abusos a los derechos del trabajador en El Salvador, algunas empresas del sector de la maquila ofrecen remuneraciones inferiores al salario medio. Las hay que cierran repentinamente sus operaciones y desaparecen sin pagar a sus empleados. Los trabajadores que acuden a las autoridades judiciales a denunciar los hechos se ven obligados a esperar, de media, tres o cuatro años para la resolución de sus casos. Muchos tiran la toalla y abandonan la lucha: no pueden perder más tiempo, hay que trabajar para poder comer. Al igual que Guatemala o Granada, El Salvador no dispone de seguro por desempleo. La única ayuda llega tras el despido, cuando el trabajador recibe una compensación única a todas luces insuficiente.
El peligro de envejecer sin protección
El miedo a sufrir una vejez sin garantías es otra de las razones que impulsan al salvadoreño a abandonar su tierra. En su “Informe mundial sobre la protección social, 2017-2019”, la Organización Internacional del Trabajo (OIT) de las Naciones Unidas destaca la baja cobertura pública a la hora de atender las necesidades de la población jubilada. Según sus estadísticas, El Salvador destina el 1,1% de su PIB al “gasto público en protección social en relación con las pensiones y otras prestaciones (excluida la salud) para las personas que superan la edad legal de jubilación”. La cifra es incluso inferior a la destinada por naciones como Guatemala y Nicaragua.
El sistema de pensiones salvadoreño arrastra un fuerte déficit histórico condicionado por la baja eficiencia recaudatoria y la economía sumergida. Hasta 1998, el Sistema Público de Pensiones era administrado por el Instituto Nacional de Pensiones de los Empleados Públicos (INPEP) y el Instituto Salvadoreño del Seguro Social (ISSS), pero los elevados niveles de déficit contraídos por estos organismos provocaron el colapso de un sistema que, por otra parte, solo brindaba cobertura al 10% de la población económica activa, según datos aportados por la Fundación Salvadoreña para el Desarrollo Económico y Social (FUSADES) en su informe “Sistema de Pensiones Salvadoreño: diagnóstico y opciones de solución a sistemas”.
El Estado terminó por asumir la deuda correspondiente a los afiliados del antiguo plan, al tiempo que lanzó el nuevo “Sistema de Ahorro para Pensiones” (SAP), una variante privatizada en donde el trabajador debe ahorrar durante toda su vida a través de una cuenta individual para asegurar su pensión. Estos ahorros son gestionados por las Administradoras de Fondos de Pensiones, entidades privadas que invierten los réditos en instrumentos financieros con el objetivo de obtener rentabilidades que aseguren una mejor pensión para el jubilado.
El SAP ha suscitado grandes controversias sociales. En muchas ocasiones, los trabajadores no consiguen ahorrar lo suficiente como para poder mantenerse en sus años de vejez. Cuando sus ahorros se agotan, el Estado está obligado a brindar al jubilado una pensión mínima de 207 dólares mensuales, cantidad que ni siquiera llega al salario mínimo.
Con el objetivo de paliar estos males, la actual Administración de Salvador Sánchez Cerén ha dado algunos pasos para salvaguardar la protección de esta población. El pasado 27 de septiembre de 2017, se aprobó una batería de reformas a la Ley del Sistema de Ahorro de Pensiones que pretende, mediante la creación de una Cuenta de Garantía Solidaria, sanear las cuentas y garantizar –en teoría- una “pensión vitalicia” a cada ciudadano salvadoreño. Pese a este logro, lo cierto es que el FMLN no alcanzó su mayor reto en las negociaciones: el sistema de pensiones seguirá siendo privado.
Estado dependiente
Pese a las afirmaciones sostenidas por el Departamento de Seguridad Nacional de los EE.UU., la nación salvadoreña no se encuentra preparada para recibir a 190.000 emigrantes retornados tras la cancelación de su estatus de protección temporal. Ni tan siquiera es capaz de asimilar a los miles de deportados que regresan anualmente. Lastrado por una economía cada vez más dependiente de la llegada de remesas, el círculo migratorio se retroalimenta sin descanso.
Según el Banco Central de Reserva de El Salvador, el monto procedente de las remesas ascendió a 5.021 millones de dólares solo en 2017, lo que equivale al 15,8% del Ingreso Nacional Bruto Disponible (INBD) del país. Para Alfredo Danilo Rivera, secretario técnico del Consejo Parlamentario Regional sobre Migraciones (COPAREM), “este modelo migratorio solo puede entenderse dentro del actual sistema neoliberal, a través del cual se produce lo que yo llamo la ‘refuncionalización’ de la economía. En estos países no interesa desarrollar el Estado de Bienestar porque las remesas vienen a suplantar la obligación de los estados”. El también coordinador del Programa de Gestión e Incidencia de INCEDES afirma a CTXT que “tampoco interesa establecer mejores condiciones salariales o laborales, porque las personas migrantes son vistas como ese retorno que no cuesta absolutamente nada y que beneficia a la economía nacional”.
Ayudas sociales para los retornados
Una vez que el inmigrante deportado regresa a El Salvador, dispone de muy pocos recursos para relanzar su vida. “No hay nada especial para ellos”, denuncia con firmeza Vinicio Sandoval, quien destaca además que los mecanismos de seguridad destinados a proteger a este grupo social son muy poco efectivos, por lo que muchos vuelven a abandonar el país en cuestión de días. Sus destinos varían: EE.UU, México, Belize, Nicaragua, Guatemala o Costa Rica. La población LGBTT, una de las más damnificadas por la violencia, presenta altos niveles de reincidencia migratoria.
Pese a todo, El Salvador puede considerarse como la nación del Triángulo Norte que más ha avanzado en su marco jurídico institucional para asistir a la población retornada. Entre su acervo legal, cuenta con la Ley Especial para la Protección y Desarrollo de la Persona Migrante y su Familia (aprobada en 2011), que da cuerpo al Consejo Nacional para la Protección y Desarrollo de la Persona Migrante y su Familia (Conmigrantes), una estructura multisectorial que ha promovido ciertos programas sociales, aunque con resultados limitados.
Por su parte, la Dirección General de Migración y Extranjería es el organismo encargado de recibir a los salvadoreños deportados -tanto por vía terrestre como aérea- a través del programa asistencial “Bienvenido a casa”, donde se les brinda, tal y como confirma un informe de la Asociación de Investigación y Estudios Sociales publicado en 2017, “un recibimiento digno, atención inmediata y una charla informativa sobre las oportunidades que el país puede ofrecerles para reintegrarlos”.
A este primer esfuerzo le sigue el “Programa Integral de Inserción de Población Salvadoreña Retornada”, de menor efectividad, cuyo objetivo es reintegrar al emigrante deportado al sistema laboral y proteger a aquellos que presenten una mayor vulnerabilidad. Repartidas por el Aeropuerto Internacional de San Salvador y las gobernaciones departamentales de la capital, Chalatenango, Usulután, San Miguel y Santa Ana, el Ministerio de Relaciones Exteriores dispone de las “Ventanillas de atención a personas retornadas”, en donde se brinda asesoría en materia laboral, legal, social y educativa a todo aquel que las visite. Sin embargo, la confianza popular es escasa: muy pocos lo hacen.
Paralelamente, el Instituto Salvadoreño de Formación Profesional, en coordinación con los ministerios de Economía y Relaciones Exteriores del país, ha desarrollado distintos programas centrados en la convalidación de las habilidades técnicas de los emigrantes retornados para aumentar así sus opciones de acceso al mercado laboral. El problema es que solo se tienen en consideración las capacidades técnicas, obviándose las intelectuales.
La principal limitación de los esfuerzos de reinserción implementados por el Gobierno radica en su naturaleza de “proyectos piloto”, caracterizados por su alto costo y escasa cobertura. Un ejemplo puede observarse en los resultados obtenidos por el “Programa Intervención Piloto de Inserción Productiva de Migrantes Retornados” llevado a cabo el pasado año en los municipios de Usulután, Santa Elena, Ozatlán y Jiquilisco, en donde se dio apoyo económico a las iniciativas emprendedoras de 212 migrantes retornados: un número muy reducido en comparación a los 18.838 salvadoreños deportados solo por EE.UU. durante el año fiscal de 2017.
Óscar Chacón, director ejecutivo de Alianza Americas -conglomerado de organizaciones asentadas en territorio norteamericano cuyo cometido es defender los derechos de la comunidad migrante -, critica la labor desarrollada por el Estado salvadoreño, que define como “una selección cuidadosa de casos extraordinarios a los que se les brinda apoyo integral (capacitación, préstamos, inserción laboral selectiva, etc.), y que luego es presentada ante los medios de comunicación sugiriendo que esa es la experiencia general”.
Mientras tanto, se multiplican las iniciativas independientes que tratan de contribuir a través de sus propios esfuerzos. Entidades como la Organización Internacional para las Migraciones (OIT, por sus siglas en inglés) o Save the Children trabajan directamente sobre el terreno. Desde el ámbito laboral, resulta especialmente relevante el programa implementado por la Oficina Regional de Centroamérica para el Comité de Refugiados e Inmigrantes de los EE.UU. (USCRI, por sus siglas en inglés), cuyo esfuerzo se concentra en ayudar a jóvenes retornados de edades comprendidas entre los 18 y los 25 años a encontrar empleo. Eunice Olán, coordinadora de la delegación, afirma que “hemos logrado atender a 273 jóvenes en 2017, de los cuales 88 fueron mujeres. Todos ellos recibieron formación profesional, o bien accedieron a un empleo en donde nosotros les pagamos medio salario mínimo y la empresa en cuestión aporta la otra mitad. Este proceso se extiende por un periodo de tres meses”.
El peso de la incertidumbre
Pese a que el Gobierno salvadoreño defiende que se ha producido un descenso en las repatriaciones durante el último año como producto de una menor incidencia migratoria, fuentes confidenciales del Departamento de Estado de los EE.UU. aseguran que sigue llegando la misma cantidad de menores centroamericanos a la frontera. Por otra parte, las autoridades federales han detenido la concesión de asilos, por lo que muchos de los casos que ya se encontraban en trámites se hallan ahora en una suerte de limbo indefinido.
Poco se sabe del destino incierto que deparará a estos menores. Aquellos que llegaron solos a la frontera, y si finalmente son deportados por las autoridades norteamericanas, quedarán bajo el paraguas del Consejo Nacional de la Niñez y de la Adolescencia salvadoreño, el cual, tras analizar cada caso de forma individualizada, podrá recomendar el traslado del menor a un Centro de Atención a Niñez, Adolescencia y Familias (CANAF), en donde se seguirá un protocolo escalonado de reinserción social.
Muy distinta es la situación que espera a la población ‘tepesiana’. El Gobierno salvadoreño no dispone del músculo económico necesario para confeccionar programas de reinserción efectivos, por lo que ha reforzado sus red consular en territorio norteamericano con el objetivo de atender a esta población, máxime cuando sus cálculos estiman que 38.000 salvadoreños podrían obtener la residencia si gestionan sus trámites correctamente. Eso sí, no lo tendrán fácil. Desde Alianza Américas se denuncia la ausencia de apoyo por parte de las autoridades federales: ni se han desplegado iniciativas que informen a la población TPS salvadoreña de sus derechos, ni se les ha comunicado las posibles vías que les permitan legalizar su estatus migratorio.
“No creo que El Salvador esté preparado, pero está obligado a prepararse”, concluye Eunice Olán: “tenemos la capacidad y la fortaleza como para salir adelante”. De este esfuerzo colectivo surgirán las bases para el futuro de una sociedad que se resiste a darse por vencida. Tal vez para entonces lleguen tiempos de paz, tiempos de vida, desvanecidos ya los días aciagos.
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