Análisis
Italia, el país pop
El populismo moderno es un invento más del inagotable laboratorio italiano. De Berlusconi a Bossi y Grillo, la antipolítica de los líderes que hablan a las tripas de los ciudadanos es una garantía de éxito electoral
Alberto Tena 7/02/2018
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El próximo 4 de marzo habrá elecciones legislativas en Italia. Como de costumbre, vemos un panorama político que nos quiere sonar pero que, mirado con lupa, nos parece indescifrable. Italia siempre ha combinado de manera singular muchos elementos que han marcado al resto del continente. Y de una forma que siempre ha resultado a la vez comprensible y cercana a determinados valores y puntos de referencia europeos, pero al mismo tiempo caótica y extravagante. El país donde se inventó –literalmente– el fascismo en toda su expresión política y cultural es también donde, recientemente, ha quebrado el banco más antiguo del mundo: el Monte dei Paschi di Siena. Paradigma de control territorial y de la integración bancaria con partidos locales, instituciones y sociedad civil. Es además el país donde Trump suena viejo tras 25 años de berlusconismo, donde la derecha populista xenófoba lidera los movimientos regionalistas del Norte del país y donde las organizaciones vinculadas a los movimientos sociales se sitúan a la cabeza de los movimientos antiglobalización en Europa. Y es en Italia –cuando parece que la categoría de populista se ha vuelto central para entender el momento político en el que vivimos– donde aparece al partido que muchos han definido como “el más populista” de Europa, el Movimiento 5 Estrellas (M5S), que actualmente encabeza los sondeos.
Tras la explosión del M5S en 2013, el historiador y ensayista británico Perry Anderson escribió un largo artículo llamado El desastre italiano, donde intentaba analizar qué había pasado en el país. Aunque expresaba más desconcierto que claves para el análisis, ya vaticinaba que la endiablada etapa post-berlusconiana dejaba margen para que el partido de Grillo quedara como única oposición creíble frente al establishment. Hoy esto es más cierto que entonces: Renzi ha sido reelegido [abril de 2017] líder del PDI (Partido Democrático de Italia), tras el desastre del referéndum constitucional, en un proceso que movilizó a casi un millón y medio de militantes (recordemos que en las primarias del PSOE participaron 150.000 y que Podemos se mueve en números parecidos), pero perdiendo medio millón desde las primarias anteriores y mucho de su punch como líder renovado de la socialdemocracia. A su izquierda, la sucesión de coaliciones, escisiones y reagrupaciones que abanderan la verdadera izquierda abandonada por Renzi ha encontrado su nueva marca: Liberi e Uguali. Las cuentas que presentan le otorgan entre un 5 y 8% de los votos. Por el otro lado, los años del berlusconismo han dejado también una derecha fragmentada en dos grandes bloques: la Liga y Forza Italia, y un tercer acompañante nostálgico del fascismo, Fratelli di Italia. La recomposición del espacio de la derecha es donde están puestas muchas de las esperanzas de estabilidad del sistema político italiano.
Italia ha marcado perfectamente los tiempos de época, desde el fascismo genuino de los años 20, hasta el final de los “treinta gloriosos” del capitalismo occidental y la lucha entre el PCI (el partido comunista europeo más grande después del PCUS) y la Democracia Cristiana. De manera obediente con la historia y el corto siglo XX, puso fin a este período en paralelo con el fin de la URSS. Los años 90 abrieron un escenario donde estos partidos solo podían sobrevivir si se reconvertían junto al escenario y ninguno lo consiguió plenamente. La Democracia Cristiana, asediada en su núcleo por la corrupción, y el PCI, incapaz de sobreponerse a los cambios que estaban sucediendo en la economía y el lento agotamiento espiritual de la URSS, junto a su mala lectura de lo que había pasado entre el 68 y el 77, llevaron la situación hasta el estallido de las grandes identidades aglutinadoras de una época. Esto generó la crisis de los principales referentes ideológicos que organizaban la disputa política del país y dio paso al primer gran emprendedor político del siglo XXI: Silvio Berlusconi. No sólo porque reinventara la organización del partido tradicional construyéndolo como reflejo de su propia organización empresarial, sino porque se hizo cargo de la crisis de representación y de identidad. El berlusconismo y el anti-berlusconismo han sido las identidades políticas que han marcado a cualquier italiano de la generación millennial.
El proceso Manos Limpias (1992) provocó la caída del sistema de partidos existente y se vinculó directamente con el ascenso de Umberto Bossi y la Liga Norte y el de Silvio Berlusconi y su partido Forza Italia, que marcaron el final del siglo XX italiano. La Liga Norte logró convertirse en poco tiempo en uno de los principales actores de la vida política. Proponían una combinación de regionalismo, donde se hablaba explícitamente de la posibilidad de una Padania independiente, y una propuesta populista, articulada en torno a la peculiar figura del líder Umberto Bossi. La capacidad de Bossi de expresar el modo de pensar del pueblo de las regiones del norte, en oposición al lenguaje oscuro y autorreferencial de la clase política tradicional, ha sido siempre muy importante para la afirmación del partido. Su discurso logró reinterpretar la fractura entre centro y periferia a partir de un conflicto entre el pueblo y las élites políticas, económicas e intelectuales. Tras las alianzas con Berlusconi en los años 90, los escándalos de corrupción que salpicaron en 2012 al propio Bossi determinaron un eclipse de la Liga que, no obstante, ha vuelto a resurgir con un endurecimiento del discurso antiinmigración y de la mano de su nuevo secretario, Matteo Salvini, cuya intención explícita es emular el discurso del Front Nacional tensionando al máximo el partido con su núcleo más regionalista.
En La Razón Populista, publicado en 2005, Ernesto Laclau muestra su interés por el caso italiano. Más allá de su conocido apego por el andamiaje teórico de Gramsci y la manera en la que los dirigentes del PCI se relacionaron con él, el argentino dedica varias páginas y comentarios a los procesos que se estaban sucediendo en ese momento en Italia. Para el gran teórico del populismo, el hecho de que Italia poseyera el sistema político menos integrado de Europa occidental, es decir, donde el Estado nacional tenía menos capacidad de hegemonizar diferentes aspectos de la vida y de integrar demandas que circulaban en la sociedad, resultaba de enorme interés para sus presupuestos. En estas circunstancias, “la tentación populista nunca estaba lejos” escribía, refiriéndose a lo que sucedía con la Liga Norte. En su terminología, cuando tenemos sociedades poco institucionalizadas, las lógicas de equivalencia en la articulación de demandas dispersas tienen más espacio para operar con una gran profundidad hegemónica. No hay país europeo que nos pueda convencer más de la tesis Laclausiana de que el populismo en realidad es un fenómeno siempre presente en la estructuración de la vida política.
En otras palabras, la percepción que desde Tangentopoli se tiene sobre la élite gobernante y las cloacas del triángulo Estado-Mafia-Vaticano, junto a la gran fragmentación y dispersión de las identidades políticas, hace de Italia un país en continua construcción y reconstrucción de espacios políticos que tratan de soldar estos fragmentos a nuevos polos. La quimera para las fuerzas transformadoras y de progreso en Italia, desde entonces, es asumir dos cosas: la primera, que no hay ninguna racionalidad a priori que los unifique en torno a las cuestiones que siempre se han privilegiado en el discurso. Y la segunda es que el cemento con el que se relacionan y unifican todas ellas es emocional y afectivo. Berlusconi no solo pudo afianzar su poder en su totalitaria capacidad de controlar los medios de comunicación del país, sino que fue capaz de recoger la incertidumbre frente a la falta de certezas que dejaban los años 80, y de organizar ese cinismo institucional alrededor de un programa de gobierno de corporativismo neoliberal.
En este convulso proceso llegó el inicio de la crisis económica y sus políticas de ajuste consiguientes. El hecho de que Berlusconi fuera un líder dispuesto a obedecer solo al propio tejido mafioso-empresarial –del que era “su hijo de puta” particular–, derivó en la imposición de Mario Monti. Que, como los dictadores romanos en los estados de excepción, hacía lo que el resto no hacía por intereses propios, pero dejaban hacer. En Italia fueron los mercados, tras un ataque directo a los activos de las empresas de Berlusconi, los que terminaron en la práctica con el berlusconismo político (hasta hoy).
Acumulando las contradicciones de la ejecución de las políticas de destrucción del Estado de Bienestar, se generó el espacio para el surgimiento del M5S y de Matteo Renzi. El florentino, apodado entonces como el “ gran rottamatore” (desguazador) estaba encargado de separar las piezas que el sistema berlusconiano ha dejado inservibles y renovar las partes que iban a ser reutilizadas. Lo que en ese momento aún no se tenía en cuenta es que el M5S ya había recogido parte de esos fragmentos y sentimientos y había dado un paso más en la articulación de una nueva identidad política anti-establishment, que podría convertir a los grillini en el primer partido el próximo 4 de marzo.
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Alberto Tena
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