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El dramaturgo que recolectó el habla caló de Barcelona

Juli Vallmitjana emprendió una tarea pionera y a la contra de los procesos culturales de la época: se introdujo en los bajos fondos y se dedicó a registrar las costumbres y rutinas de los ignorados

Esteban Ordóñez 21/02/2018

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Un suburbio barcelonés de principios del siglo XX. En la foto, todos los gitanos observan a la cámara con los ojos descalzos: una mirada callosa y avisada que calibra al hombre que se esconde tras el aparato. Hombres con boinas hinchadas como si ocultaran debajo una gallina viva, mujeres con mantillas en los hombros y faldones largos, guitarras, polvo, muros arrugados, y entre todo esto, un payo con sombrero: el dramaturgo Juli Vallmitjana, el hombre que rescató un mundo gitano del olvido, registrando su forma de vida y su lenguaje. Vallmitjana influyó también en que ese territorio no fuera rescatado solamente por las palabras. Guio por sus calles a Pablo Picasso e Isidre Nonell, que gracias a eso pintarían a este pueblo sin envoltorios.

Vallmitjana emprendió una tarea pionera y a la contra de los procesos culturales que prosperaban en aquel momento histórico. Mientras se consolidaba la tarea de normalización lingüística del catalán, él tomó otro sendero: se introdujo en los bajos fondos y se dedicó a registrar el habla caló y a conocer de primera mano las costumbres y rutinas de los ignorados. 

Rompió un vicio del arte. Le preocupaba que las “eminencias del mundo literario” rehuyeran el estudio sobre el terreno, “el único que puede conocer, con exactitud, los cuadros sociales”. “Para muchos, seguramente, el medio de investigación se halla única y exclusivamente en la biblioteca”. Así lo expresó en su conferencia Criminalidad típica local, que ahora se recoge junto a algunas de sus obras dramáticas en el libro Teatro de gitanos y de la vida, de la editorial Athenaica.

La trayectoria de Vallmitjana como el flâneur del territorio gitano (por la montaña de Montjuic y el barrio de Hostafrancs) comenzó en 1906, pero no se sabe muy bien cómo logró sumergirse y ser aceptado en esas veredas

Vallmitjana era pintor. Había estudiado con Picasso, Nonell y Canals. Como cuenta Joana Masó, editora del volumen, “teniendo al lado a grandes artistas se dio cuenta de que él era un mal pintor y ese fue el detonador para que se quedara en la parte más artesanal de orfebrería y grabados”. Su trayectoria como el flâneur del territorio gitano (por la montaña de Montjuic y el barrio de Hostafrancs) comenzó en 1906, pero no se sabe muy bien cómo logró sumergirse y ser aceptado en esas veredas.

Sabemos que sació la curiosidad por representar a los desheredados de los escritores modernos del siglo XIX: Balzac, Baudelaire, Rimbaud o Verlaine. “Él se quejaba de que vivía en una ciudad indiferente a los excluidos”, dice Masó. “En aquellos antros de perversidad”, escribió el dramaturgo, “se siente la falta de la bienhechora mano de la civilización. Mientras damas encopetadas organizan asociaciones benéficas o tómbolas con fines caritativos, cuando en realidad no responden más que a un verdadero afán de exhibición, relegan al olvido aquellos barrios”.

Esa pereza por acudir a la fuente asoma cuando el estereotipo conviene al creador, cuando él mismo y su ansia de trascender y de proyectarse se anteponen a la materia narrada. Vallmitjana huyó de eso. Se especula con que se adentró en el cosmos gitano a partir de su relación con la acuñación de monedas y la orfebrería. Una vez en contacto, se aplicó en la recopilación del léxico caló. “Él lo tomaba como un trabajo, si los gitanos le daban acceso al léxico, esto era remunerable. Rompe el tabú del dinero y nos enseña el lado prosaico. En las cartas a su hijo cuenta que los gitanos iban a verle al taller para pedirle dinero. Tenían buena relación, y cierta dependencia”, explica Masó.

Monedas a cambio de significados, es decir, a cambio de abrir las puertas a una cultura ignota, con una filosofía vital incomprensible para los urbanitas: “Para los gitanos, su lengua era un modo de defensa ante otros, y sobre todo ante la policía. No querían enseñarla porque era de las pocas cosas que poseían y preferían no ser totalmente legibles para los demás”. Vallmitjana recolectó el caló de Barcelona, que no era igual que el español; estaba plagado de fórmulas y préstamos del catalán. En el libro Teatro de gitanos y de la vida, se han traducido esas expresiones a los vocablos correspondientes del romaní que se hablaba en España. La edición incluye un glosario con decenas de voces: banau (ensopit o soñoliento), xuri (ganivet o cuchillo), rumboli (bastó o bastón), penca (home u hombre), nanai (callar), llámara (plata)… 

Vallmitjana compuso un teatro de arrabal sobre la marginalidad y su alfiler de temeridad, tristeza, superstición y arte en la nuca de los pobres

Vallmitjana compuso un teatro de arrabal sobre la marginalidad y su alfiler de temeridad, tristeza, superstición y arte en la nuca de los pobres. Hablaba en algunas obras de los bajos fondos donde payos y gitanos convivían; pero dedicó a lo gitano la totalidad de varios de sus textos. Es el caso de Los zin-calós (Los gitanos), que  se estrenó en 1911 en el Teatro Principal de Barcelona. En él actuaba Margarita Xirgú, la musa de Federico García Lorca. Fue el mayor éxito de Vallmitjana. El resto de dramas duraron poco en cartel. La causa del escaso eco de su producción se encuentra tal vez en el propio lenguaje: “Trastocó todos los capitales culturales. Una lengua que no tenía literatura de pronto pasó a formar parte del teatro catalán”. Era la época de las vanguardias, del cubismo, el futurismo, el dadaísmo, y Vallmitjana ofreció un planteamiento experimental. Lo hizo, sin embargo, sin anunciarlo, sin saberlo quizá; lo que parecía costumbrismo de extramuros tenía, en realidad, mucho de protesta. “Generaba en el espectador del teatro una suerte de extrañeza al incluir el léxico caló. En las obras editadas sí hay notas al pie o al final con las equivalencias de las palabras, pero en el teatro no se dispone de esa traducción. Esa idea de que no entiendes al extranjero interior me parece muy potente”, anota la editora. Se trataba de una reivindicación ética ejecutada a través de la ruptura del pacto de comprensión con el espectador: Vallmitjana tomaba una realidad que el público ignoraba deliberadamente y la posaba delante de sus ojos. El resultado era una invasión política del espacio vital de los acomodados.

La obra de Vallmitjana se conecta con la del crítico literario e impulsor de la Literatura Comparada Fernand Baldensperger que publicó en 1938 un texto titulado La entrada patética de los gitanos en las letras occidentales y que también recoge la compilación de Athenaica. El artículo de Baldensperger se escribió en un momento oportuno. Comenzaban entonces las persecuciones a las minorías étnicas, es decir, los prejuicios raciales se habían convertido en motor de gobierno. Para Masó, Baldensperger aporta claves al respecto: “Te permite ver cómo la literatura y el arte habían generado y representado el imaginario colectivo que podía reforzar una visión sesgada y estigmatizada de los gitanos”.

El autor analiza cómo a partir de la Ilustración se renovó el interés de los autores europeos por los gitanos. Los empezaron a ver como los excluidos del progreso. Sin embargo, fracasaron en el modo de representarlos. Los autores no lograron deshacerse del exotismo, el orientalismo o, posteriormente, del tópico romántico de la bohemia. “Al gitano se le representa entonces como el perfecto artista despegado, el marginado que canta y baila y no necesita reconocimiento social”, señala Masó. Goethe abundaba en los clichés de la magia y el salvajismo. Antes, Voltaire escribió: “Una pequeña nación tan vagabunda, tan despreciada como la judía, y dada a otra especie de rapiña”. Y la Encyclopèdie de Diderot los definía así: “Su talento consiste en cantar, bailar y robar”.

En esta batalla por la representación de lo gitano, Vallmitjana resulta fundamental por su vida y por su obra. En una carta relata que un día unos amigos gitanos le llamaron por teléfono a la orfebrería. No era normal que contactaran así con él. Pensó que se trataba de algo dramático, que se habría muerto alguien. El dramaturgo subió a Montjuic y encontró a sus compadres cantando y bailando. Él esperó, pero nadie cortaba el jolgorio para explicar a qué santo venía aquella llamada telefónica. Vallmitjana descubrió el misterio un buen rato después. Los gitanos habían escrito una obra de teatro. Las visitas durante años del payo con sombrero y su interés y su inversión monetaria en cazar palabras había trastocado el autoconcepto de los habitantes del arrabal. Habían llegado a la conclusión de que su mundo era valioso fuera de sus propias fronteras, que merecía difundirse y que podía ser, incluso, una forma de ganarse los monis.

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Esteban Ordóñez

Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.

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